Regreso y salida de España (1)
No pudo ser. Nuestro regreso a España solo fue un sueño, un anhelo imposible… Cuando despertamos, nos encontramos que estábamos haciendo de nuevo maletas…
Habíamos llegado cinco años antes infundidos de grandes propósitos, colmados de fe en el futuro, convencidos de que, desde aquel momento, no habría más cambios drásticos en nuestras vidas. Pensábamos que, ahora sí, habíamos emprendido el camino «sensato». Sobre todo, nos demostraríamos a nosotros mismos, me demostraría a mí que, a pesar de todo, llegado el momento, también podía tener sentido común, que era capaz de progresar y convivir en un mundo convencional, estructurado sobre bases objetivas… Y, además, no podíamos quejarnos: desde el mismo día que llegamos encontramos los parabienes, las manifestaciones de amor, los agasajos, las amistades, todo lo que puede satisfacer a un espíritu exigente. Éramos centro de atención, protagonistas de un género de vida que daba a nuestra personalidad cierto aire novelesco. Nos sentíamos tan bien acogidos, tan admirados, todo rodaba con tal perfección que llegué a tener la sensación de ser invulnerable, capaz de generar mi felicidad y la de los que me rodeaban sin hacer números de circo.
Tanto influyeron en mí aquellas sensaciones que me impidieron asimilarlas con naturalidad…
Y también en el campo profesional las cosas caminaron con esplendor: encontré una magnífica oferta de trabajo con un salario que excedía todas mis aspiraciones. ¿Se podía pedir más?
Pero no hay vuelta de hoja. Como dice el desconcertante refrán, se es genio y figura hasta la sepultura… O también se podría decir que fui fiel a mi mismo…
Heme aquí convertido, reencarnado en un Sísifo contumaz. Cual perverso y embaucador hijo de Eolo, en mis genes debía estar impreso con tinta indeleble el oneroso castigo de los dioses al eterno comenzar. Tenía que ser así porque, cuando pasaba un poco de tiempo, todo a mi alrededor decaía hasta tornarse mustio o convertirse en insoportable rutina. Por lo que se veía, mi vida sólo se desarrollaba en la emoción de lo nuevo, en la pasión de lo incierto. Yo era como el niño que siempre pone su interés en el juguete siguiente, el que idealiza, y no en el que le acaban de regalar.
No puedo recordar con exactitud cuándo ocurrió el hecho, cuándo el momento de tomar la decisión de volver a América. Ni tan siquiera sé si hubo un momento. Todo fue como una imperceptible marea, o un decaimiento que fue convirtiéndose en deterioro. Hoy era un detalle, mañana una desilusión, más tarde un contratiempo, y a continuación una incompresión. Puede ser que también tuviera algo que ver la añoranza: un sentimiento que no sólo se reflejaba en mí: también en Angelines, con sus recuerdos frecuentes de América —y su añoranza, tal vez— hacía variar mis intenciones cada vez con más fuerza. «¿Te acuerdas de cuando…», era su frase predilecta.
Es cierto que habíamos llegado a España en un momento de desconcierto social. ¡Cuántos ídolos caídos! ¡Cuántos dogmas derribados! Lo que era pecado ayer, hoy había dejado de serlo. En la relación entre padres e hijos, en la educación, la brecha generacional, existente de toda la vida, ahora se había pronunciado más aún. Los jóvenes españoles, como consecuencia del grave fallo educativo basado en la bofetada o en inculcar el sentimiento de pecado, si por lo regular habían vivido a espaldas de sus padres, ahora, con Franco muerto, lo hacían con más razón.
En la fotografía estamos Angelines y yo
y nuestro hijo Dani en un tour que hicimos
por España a poco de llegar.
Aquí creo que es en Vitoria.