lunes, 31 de mayo de 2010


Humano, por casualidad


Si los humanos, tal y como estamos conformados, somos el resultado de una casual y extraña combinación evolutiva, donde, sin una razón aparente, con el tiempo se fueron mezclando cromosomas con células, y cerebros-neocórtex con neuronas y, como consecuencia de tal inverosímil y extraña mezcla —parida, según la ciencia, debido a unas combinaciones ciento por ciento fortuitas efectuadas por «sustancias (anti)naturales-no-inteligentes»— se dieron unas reacciones que desarrollaron a unos seres —llamados humanos— que poseían sentimientos, ambiciones, propósitos, cordura, sabiduría, afinidad, imaginación, emociones, sentido del arte, discernimiento e inventiva.

Ello me induce a considerar que lo mismo que somos todo este ensamble biológico-espiritual, también podríamos haber acabado convertidos en unos seres invertebrados de condición reptiliana, u otros con patas de canguro, cuerpo de hiena peluda y cabeza de oso hormiguero, y que nuestro alimento preferido podría haber sido constituido por las deposiciones intestinales de las gallinas —debido a su contenido rico en proteínas y cal—, y porque su contextura, más bien grasienta y blanda, haría las veces de lubricante, y facilitaría su deslizamiento a través del intestino. Aunque, tal vez, la verdadera nutrición la hubiéramos hallado en la corteza de los árboles, por su contenido en fibra y porque la resina, mezclada convenientemente con otras materias, haría que la textura de nuestros excrementos se convirtiese en una especie de goma arábiga, la cual sería utilizada por los simios para construirse sombrillas que les protegieran del sol.

Pero no, nada de eso ocurrió: este constructor un tanto indeterminado y confuso —sea llamado dios, naturaleza, diseñador, azar o quiensabequé— decidió que nuestra composición biológica fuese armoniosa, igual que nuestras actitudes, así como nuestros órganos, o sea nuestro cerebro —bueno, no el de todos—, y que la estructura espiritual que guía nuestras acciones, si bien a veces dislocada, en general rompiera todas las previsiones afines a los seres vivos. Y respecto a nuestras preferencias alimenticias, esa extraña confluencia que nos creó, hizo que prefiriésemos, por ejemplo, las pizzas de Don Abilio que la caca de paloma o de gallina, y que de la corteza de los árboles obtuviéramos el material necesario para construir tapones para botellas de vino —reconozcamos que en este detalle el ente creador sí fue considerado…

¡Ay, con lo rico que hubiera sido caminar dando saltos o arrastrándose suavemente por el suelo gracias a la baba viscosa que brotaría de nuestros poros, o introducir nuestro puntiagudo hocico en las concavidades de los árboles para extraer su resina, y que nuestra única preocupación fuese estar ojo avizor para engullirnos el excremento de las gallinas tan pronto como lo viéramos aparecer por el orificio de expulsión de alimentos no metabolizados…! Pero no. Quien quiera que fuera —la cosa, el acaso o el ente que nos construyó—, prefirió distinguirnos con un cerebro cortical para que pudiésemos pensar y decidir lo que vamos a comer hoy o comentar las acciones de los especuladores o alegrarnos cuando gana nuestro equipo de fútbol, y dos brazos en cuyos extremos habría dos manos por si teníamos deseos de rascarnos la cabeza, dos piernas para movernos y correr cuando nos persiguen, dos glándulas mamarias situadas en el pecho y no en la ingle, como en las vacas y en otros animales —especialmente en las féminas, porque ¿ha pensado lo extrañas que se verían las mujeres amamantando a sus crías en la zona de la ingle?—, un profundo sentimiento de amor dedicado a diversos estamentos, una capacidad para entender la belleza y sus numerosas expresiones, un «amor» al trabajo, un inquisitivo deseo de adquirir conocimientos y cultivar nuestras entendederas, un paladar exigente, una conciencia que nos atormenta cuando no hacemos lo debido, el talento necesario para inventar una bombilla, un avión o un ordenador —tan útiles ellos—, unos ojos que pestañean y envían mensajes de amor, una movilidad de los músculos faciales que nos permiten lanzar una delicada y conquistadora sonrisa…

Y me pregunto: ¿por qué la naturaleza, además, se empeñó en darme a mí la capacidad para preguntarme cosas de las cuales nunca encontraré la respuesta? ¡Vaya usted a saber!

Pero no. Los científicos se empeñan en definirnos como simios «inteligentes». Aunque de esta definición es probable que ellos se excluyan…


En la fotografía, mi nieto David asoma la

cabeza por la puerta y se pregunta:

«¿Qué es lo que puedo esperar de la vida?».

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