lunes, 10 de mayo de 2010


El «rojo»


Sí, mi vida fue muy afectada por la guerra de España. Por lo pronto, significó un impedimento para mis estudios con el consiguiente atraso. Y no sólo por la guerra en sí: con tantos problemas familiares —el exilio de mi padre, las necesidades económicas, la falta de un hogar— nadie tuvo tiempo de preocuparse de mí, de que yo estudiara, de facilitarme las herramientas para abrirme paso en la vida. No recuerdo ni tan siquiera cómo ni cuándo aprendí a leer… Puede que estimulado por mi interés en leer los cuentos que mi padre solía traernos. O asesorado por mis hermanas que eras mayores que yo. También pudiera ser que mis primeras letras las aprendiera en la escuelita del Hospital Militar de Maudes, de Madrid, donde asistí por un corto tiempo por aquellos días debido a que mi madre ejercía allí el papel de puericultora voluntaria. Después, cuando al acabar la guerra nos llevaron al Crucero de Montija, en Burgos, a casa de los abuelos maternos, los tres hermanos fuimos enviados a la escuela de Villalázara, un pueblo cercano. Lo recuerdo bien más que nada por la maestra, que la tenía tomada conmigo. Se trataba de una señora un tanto renegada, austera, seca, siempre vestida de negro, cuyo único placer era maltratar a los niños, meterles regletazos en las manos o ponerles de rodillas frente a la pared. Era una mujer que sentía un inmenso placer en extraerse el cerumen de los oídos para lo cual utilizaba una larga aguja que tenía prendida en el moño. Era ésta una actividad a la que solía entregarse tras sus sesiones de tortura. Mientras hurgaba en su conducto auditivo debía sentir tal placer, tal estado de dicha, que la llevaba a poner una horrible cara de enajenada: los ojos bizcos, la boca entreabierta con sus labios en forma de ocho, y el gesto de vivir una orgía insuperable. Después, cuando sacaba el utensilio de su conducto, miraba la punta con una sonrisa de loca, y se lo acercaba a la nariz para olfatear las heces capturadas. Yo creo que hasta mostraba el deseo de ingerirlas porque al mismo tiempo que la olfateaba hacía movimientos con la boca como si estuviera masticando. Después volvía a la vida normal: o sea, reanudaba las perversiones habituales.

Por esa razón, para mí, el compromiso escolar carece de significados, de perspectivas, de buenos recuerdos. Puede que por mi condición de zascandil, o por mi actitud contemplativa, mis maestros tendieran a tomarla conmigo. También mi condición de hijo de «rojo» no me trajo unas consecuencias muy positivas.

Aquellos episodios de la posguerra me marcaron y me desarraigaron de España, mi tierra, limitando mis anhelos y desquiciando mis perspectivas, incluso anulando mi derecho a llorar, mi derecho a ser, mi derecho a reír; dejándome únicamente —algo es algo— mi derecho a soñar. Pero redujeron mis iniciativas, cortaron mis ilusiones; me obligaron a renunciar al aprendizaje académico, considerándolo como un lujo al que, dada mi condición, no podía aspirar. Yo creo que esa fue la razón de que fuera un «estudiante conflictivo» por las pocas escuelas donde pasé. Porque, además, con esos delirios que siempre bullían por mi cabeza, consideraban que me salía de mi verdadera condición de pobre, sin derecho a nada. También influyó el hecho de moverme en el círculo de mi familia materna —todos de derechas, amantes de Franco y de la Iglesia Católica—, y a mí me convirtieron en una especie de advenedizo definido con aquel humillante remoquete de «este niño cada día se parece más su padre y acabará siendo un rojo como él», muy utilizado por algunas de mis tías para evitar que en mi alma pudiera anidar un poco de sosiego. Porque a encontrar amor, ya había renunciado…

Más adelante, las necesidades económicas me obligaron a trabajar y el estudio fue quedando postergado. Tal vez sea esa la razón de que ahora tengo una especie de ansiedad por «cultivar mi intelecto», por aprender, aunque no sepa muy bien con qué fin…

Cuando comencé a interesarme por la Filosofía tendría unos 23 años. Iniciaba mis primeros escarceos como periodista y tenía la sensación de que esta materia me iba a descubrir el «secreto» de la vida. O sea, no era la Filosofía en sí lo que me interesaba, sino alcanzar la habilidad de los filósofos para interpretar las cosas del mundo. Pero después vino la decepción: tras pasar por Platón, Aristóteles, Kant, Descartes, Hegel, y los demás, y emborracharme de esta materia hasta la saciedad, vino la decepción cuando descubrí que en realidad no iba a descubrir nada, y llegué a la conclusión de que nadie sabía nada de nada y, por lo tanto, nadie podía descubrirme si la vida consistía en comer chocolate o tirarle piedras a los perros… Así que me alineé con Sócrates en aquello de que «mi única ciencia consiste en saber que nada sé». Precisamente, fue por entonces cuando empecé a interesarme en el fútbol…

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