lunes, 17 de mayo de 2010


El regreso de mi padre (2)


Nos abrazamos, como es de ley, pero se trata de un abrazo blando, falto de intensidad, sin emoción. Eduardo pronuncia algunos fríos cumplidos como qué alto estás, qué tal te va en el cole, estás hecho un hombre… Y hasta ahí. Después pone su atención en Carmelina, mi hermana, y se genera entre ellos una corriente de simpatía, un tono de compenetración más profundo. Entonces ella me mira y se ríe como una tonta. Con los dos o tres amigos allí presentes hay abundantes y efusivos abrazos, y palmadas en la espalda. ¡Bueno, bueno, bueno con el amigo Eduardo! ¡Otra vez entre nosotros! ¡Vaya, vaya, vaya…! Esto tenemos que celebrarlo, ¿eh? ¿Qué piensas hacer ahora? ¿Te vas a quedar mucho tiempo o te volverás pronto para México? le preguntan. No lo sé con seguridad, contesta él. Decidiré lo que debo hacer según como se desarrollen los acontecimientos. Por lo pronto, me han ordenado que me presente quincenalmente en la Dirección General de Seguridad y que no intente escribir sobre asuntos políticos ni sociales. Por el momento, mi propósito al venir a España, es buscar editor para el último libro que he escrito, Larra, el español desesperado. Es una biografía. ¿Cómo están las cosas por aquí? pregunta. Se atraviesan tiempos difíciles…, responde Laiseca. Pues por México, le contradice mi padre, se dice que hay una recuperación… ¡Qué va! ¡Si cada día estamos peor! España está aislada del mundo y, después de diez años, todavía estamos con los alimentos racionados. ¿Recuperación? No sé a quién se le ha podido ocurrir tamaño disparate. Aquí, en la España de hoy, sólo viven bien los «enchufados» y los del régimen. Los demás, vivimos como podemos. Unos peor que otros. Pero, Ontañón, ¿cómo se te ha ocurrido regresar? No es que quiera desanimarte pero, como amigo tuyo, debo ponerte en antecedentes: si has venido por un tiempo, no hay que oponer reparos; pero si vienes de forma definitiva, creo que has cometido un grave error… Figúrate que el que más y el que menos estamos pensando en marcharnos de aquí tan pronto como podamos… Claro, esto no quiera decir que no nos alegremos de verte… Y mi padre dice: No, no, de forma definitiva no vengo. Yo tengo allí ya formada mi vida. Tengo una empresa editorial, tengo mi casa y mi trabajo… Y está Mada, mi mujer… —se atreve a decir mientras me mira con disimulo—. Mi venida para acá sólo es exploratoria: ver si puedo colocar mi libro y quitarme de encima la añoranza que, inevitablemente, se va acumulando. Después, volveré a marcharme…

Mientras conversa con los amigos, tengo la impresión de que lo que está diciendo es para que yo lo oiga, porque, siempre que termina una frase se me queda mirando, como si tuviera curiosidad por ver cómo reacciono. Y yo, aunque trato de mantenerme impasible, al escuchar la afirmación de que su mujer está en México, me siento desolado. Por un momento abrigué la esperanza de que viniese a reparar los daños… Miro a mi hermana con idea de establecer con ella un sentimiento común, y enviarle a él un gesto de desacuerdo, pero ella está tan tranquila, mirando a mi padre con cara de alelada. Por lo demás, el hecho de corresponder mis maneras con las de un ser más bien retraído, acentúa mi gesto displicente y de desprecio, del eterno disgustado que hay en mí. Pero siento que, irremediablemente, cada vez nos vamos distanciando más.

Se supone que Eduardo, mi padre, tiene el conocimiento o intuye la posición asumida por mí en relación a su fuga y a su posterior unión a Mada, y eso no parece armonizar con un posible sentimiento de amor filial. Está claro que no nos soportamos. Se trata de lo uno o lo otro. Y si he de aceptarlo, si pienso distender la relación con él, debo admitirlo así, tal como se presenta ante mí… Pero me resulta imposible.

Han pasado los años desde que ocurrió esto y todavía hoy, después de tanto tiempo, me siento turbado cuando rememoro el incidente ocurrido momentos después de su desembarco, justo en el momento que nos disponíamos a abordar el autobús hacia Madrid.

Yo, adolescente al fin, no tengo mejor ocurrencia que, para demostrarle que ya soy un hombre y que me tiene que tratar con consideración, saco un paquete de cigarrillos de mi bolsillo, extraigo uno, le doy unos tontos golpecitos sobre uno de sus lados —al estilo de los hombres de mundo que salen en el cine— y me lo llevo a la boca. Realizo esta acción sin medir las consecuencias, como si fuera algo absolutamente normal que un chico de 15 años fume y que lo haga frente a un padre con el que acaba de encontrarse tras una larga ausencia. Antes de que llegue a prenderlo, él me echa el alto: ¡Pero, oye, Jacinto! ¿Es que ya fumas? ¿Con quince años y fumas? ¿Cómo es posible? ¡Deja eso inmediatamente! Y yo respondo sin inmutarme y usando la voz más grave que tengo: Mi madre sí me lo permite… Pero por dentro un sentimiento de humillación y rabia me corroe las entrañas. Pienso que quién se habrá creído éste y con qué derecho me da órdenes. Si no ha estado conmigo durante los últimos diez años, ni se ha preocupado jamás de mi educación, como era lo obligado, ¿quién le da el derecho ahora a exigirme nada…? Que fume o no fume ya no es cosa suya… Bien —me dice él—, pues si tu madre te lo consiente, allá ella; yo no, ¡así que delante de mí, no fumes! No te lo permito… Realizo un esfuerzo para reprimir mi contrariedad; devuelvo el cigarrillo a la cajetilla y, a partir de ese momento, no abro más la boca, ni vuelvo a mirarle a los ojos. Me comporto como si fuera un desconocido. Cuando llegamos a la terminal, es muy tarde; casi las diez de la noche. Eduardo se va a dormir a casa de uno de sus amigos y se despide de nosotros sin pronunciar para nada el nombre de nuestra madre. Ni tan siquiera un saludad a Soledad, o decidle que la llamaré en cualquier momento. Absolutamente nada que haga concebir una mínima esperanza.

—Ya nos veremos —es todo lo que dice.

Mi hermana y yo regresamos a casa en el metro. Él y sus amigos, cogen un taxi…

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