viernes, 28 de mayo de 2010


El síndrome…


Pero, por mucho que me agrade la soledad, no dejo de reconocer que la vida no es andar solitario por ahí, tratando de detectar las grietas del alma y procurando cicatrizarlas con ungüento amarillo. De cuando en cuando, vale la pena, claro, pero solo a base de espacios leves u ocasionales. Porque si los principios más importantes de la existencia son construir, sentir, pensar, admirar, comunicarse, amar, elegir, comprender y todas las otras cosas que fluyen del espíritu o de la conciencia, lo que se invoque primero, no es cuestión de que permanezcan encerradas a cal y canto, sino que hemos de tratar de airearlas, aplicarlas y difundirlas, y para ello necesitamos vivir entre nuestros congéneres, y contar con los que viven más cerca de nosotros. Este es el bagaje, el patrimonio más valioso que nos ofrece la vida; son los instrumentos morales que nos posibilitan reparar que estamos aquí, «vivitos y coleando», y que la vida exige de nosotros que nos realicemos como seres sociales, o sea, como integrantes de una sociedad que en muchos aspectos es como nuestro equipo de neuronas, y entre la que hemos de compartir nuestros sentimientos, y convivir, es decir, intercambiar nuestras emociones y difundir la información que otros depositan en nuestra «caja de resonancia». Todo por aquello de lo útil y necesario que son estas funciones para la conformación de la vida.

Durante estos días pasados en Palmas, muy filosófico yo, pensaba en la cortedad de la existencia, en que los buenos momentos, los considerados verdaderamente buenos y productivos —y los disfrutados—, aquellos que fueron sentidos a plenitud, son excesivamente cortos. Al menos, esa es mi impresión de ahora. Es cierto que el tiempo es relativo con relación al sujeto, que aseguraba Einstein, aunque, en general, los actos de la vida son largos o cortos según su hechura. Pero, también es cierto que, en muchas ocasiones, el tiempo es desaprovechado, y que a veces cruzan por nosotros inadvertidos. Y para cuando queremos darnos cuenta, nuestra mirada comienza a apagarse, nuestro entusiasmo emprendedor va decreciendo, y brotan las primeras arrugas… Y, de repente, nos encontramos con que a nuestro alrededor corretean unos pigmeos que nos llaman abuelo…

Pero la gran ventaja, la gran sabiduría de la naturaleza, es que el criterio, los fundamentos de la vida y sus estímulos —y hasta sus creencias—, son diferentes en en los recién llegados que en los que estamos de salida: en ellos son estimulantes, constructivas, cargadas de propósitos de desarrollo y prosperidad. Y, en mi caso, si me llega alguna, lo hace a remolque…

Pero no me hagas mucho caso, porque lo que pasa es que siempre me queda algo de eso que se llama «la mustiedad del regreso». O el síndrome.

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