El regreso de mi padre (1)
Al verlo me quedé pasmado. Nunca hubiera sospechado que ese hombre bajito, un tanto repipi, que se movía nervioso y agitado al otro lado del cristal, fuera mi padre. Calvo, de corta estatura, con el párpado del ojo izquierdo medio caído, vestido con afectación, metido en un traje que parecía quedarle grande y unos movimientos excesivamente trazados, me hicieron fruncir el ceño. Hablaba con un policía y apoyaba su charla con reiterados ademanes hiperbólicos que me recordaban a los del director de una orquesta sinfónica. Lo veía mientras intentaba convencer al funcionario —quien le observa entre la severidad y la duda— acerca de la finalidad y la legitimidad de su regreso, al tiempo que, con mano trémula, exhibía un documento que daba veracidad a su discurso, documento que muy bien podía tratarse del mismo que mi madre —y su legítima mujer todavía según las leyes españolas del momento—, consiguió para él en el Ministerio de Justicia, en el cual quedaba especificado que no existían imputaciones en su contra por crímenes de guerra y, por lo tanto, que estaba libre de cargos tanto por delitos comunes como políticos. Es decir: que se le autorizaba a regresar a España.
De cuando en cuando, levantaba la vista y me observaba, y me lanzaba una sonrisa forzada, en la que creí ver más incertidumbre que amor. En realidad, me producía la impresión de no estar seguro acerca de la actitud que debía mantener hacia nosotros, y nos miraba a los dos, a mi hermana y a mí, con disimulo y de reojo. La verdad es que cuando nuestras miradas se cruzaban, la sonrisa de mi padre no me parecía ni siquiera amable. No sé mi hermana, pero yo hasta me resistía a devolvérsela. Producía la impresión de que más que sonrisa, se trataba de un dolor de barriga que hacía lo posible para que no se le notara.
Como quiera, desde que Eduardo de Ontañón salió para el exilio hasta el momento de su regreso habían transcurrido nueve años y cinco meses, y yo lo recordaba desde la perspectiva de un niño de cinco años, que era mi edad cuando se marchó. Entonces, me veía obligado a levantar la cabeza para hablarle; mientras que ahora, tenía que inclinarla, porque, de los dos, el más alto era yo.
Un tanto decepcionado, pensé que él distaba mucho de poseer la figura clásica del padre físicamente desarrollado, ese que tanto enorgullece a los hijos cuando son pequeños. Si se analizaba su aspecto como intelectual, podía pasar la prueba: actitud vivaz y desenvuelta, frente amplia, mirada penetrante y leve sonrisa de tolerante comprensión hacia el mundo y sus pobladores… Pero en lo físico, dejaba mucho que desear.
De todos modos, en el momento de describir ahora aquellos recuerdos, al considerar el conjunto de los hechos de aquel día, creo, no sin cierto remordimiento, que aunque su aspecto pudo haber representado, de entrada, mi primero gran desencanto, con un poco de buena voluntad podría haberlo visto con mejores ojos, haciéndole un juicio de valor más constructivo. Pero, los prejuicios que me cegaban, ofuscaron mi libre albedrío.
Desde el día que anunció su regreso a España hasta su arribo habían transcurrido aproximadamente cinco meses. Y dentro de la natural conmoción ocasionada en la familia, todo eran conjeturas respecto a sus motivaciones. Principalmente las dudas giraban en torno a si se debía a un sentimiento de añoranza o a un arrepentimiento tardío de la situación que había creado. Por un lado se sabía de antemano lo tensa y angustiosa que podía resultar la expatriación, y, por otro, la separación de los hijos, pudiendo llegar, incluso, a ser un hecho desgarrador y difícil de superar, sobre todo cuando, como en este caso, se debió a un tecnicismo político como es el exilio, es decir, un abandono de su país no elegido por uno, sino impuesto por otro. Aunque en el caso de mi padre no dejaba de aparecer una duda razonable: si se fue por cuestiones políticas o por librarse de la responsabilidad familiar y por el enamoramiento de otra mujer.
Dentro de esta variedad de circunstancias, mi madre en ningún momento supo a qué atenerse puesto que él no había expuesto sus planes en ningún momento. Posiblemente, en su fuero interno, ella abrigaba la ilusión de que la relación entre ambos se normalizaría. Al fin y al cabo, en aquel momento ella tenía 46 años y, aunque los sufrimientos la habían desmejorado, todavía se veía físicamente atractiva y se supone que sentía deseos de ser abrazada de nuevo por su marido, único hombre que había pasado por su vida, único que compartió su cama, y a quien ella había sido absolutamente fiel durante su ausencia, sin que, bajo ningún concepto, ni aún en los momentos más acuciantes, le hubiera permitido a nadie el menor galanteo.
No obstante, ella, ante el desconocimiento de la intención generada por él, no quiso tomar ninguna iniciativa y mantuvo una postura digna: optó por no presentarse en el aeropuerto y confiarnos a nosotros, a Carmelina y a mí, la misión de recibirle.
En cuanto a mí, con él enfrente, el instinto me decía que en aquel ser que se movía nervioso al otro lado del cristal, no había el menor celo paterno, ni de amor, ni de nada que se le pareciera. Y, mira por donde, eso resolvió todas mis dudas. No tenía de qué preocuparme. Lo mismo que había vivido diez años sin él, podría vivir el resto de mi vida. Y presentí algo más: Eduardo no regresaba a España con el propósito de reconstruir la familia…
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