sábado, 6 de febrero de 2010



La duda

Este embrollo filosófico que está albergado en mi mente; este sentimiento ambiguo de la vida, que perturba de forma constante mi pensamiento; esta imagen dudosa abocada a no creer en nada, pero sin dejar —sin poderlo dejar— de admitir, sin dejar de percibir, incluso, aunque sea un solo ápice, la eventualidad de que exista un ente superior, es como una débil ilusión, una idea arrimada levemente a mi entendimiento por mi conciencia o por mi subconsciencia, pero que al tratar de profundizar en ella, se me fuga, o me incordia, o ciega y despierta al mismo tiempo mi lado sensible… Pero es como un apremio constante, un soplo combinado de esperanza y decepción, un reto a mi vida mediante una vivencia desconcertante. Es un gemido disperso, semejante —en el tono, no en la intención—, al «vivo sin vivir en mí», proclamado por la docta Teresa de Ávila en un rapto de amor y un canto a la tristeza, a la pasión y a la felicidad…
Aunque estas extrañas vehemencias de mi pensamiento también me traen un consuelo, una esperanza, porque ellas mismas, en su doble sentido de negatividad y asentimiento, convierten la paradoja en el incentivo que mi subconsciente busca y me produce la idea de que si los seres humanos hubiésemos sido creados para vivir sin la facultad —o la virtud— de la duda, se convertiría nuestra vida en una orfandad estéril.
¿Se puede vivir sin anhelos, sin esperanzas ni ilusiones? Cada fase de la vida requiere unos apoyos, unos apuntalamientos y unas interpretaciones diferentes y efectivas. ¿Cómo aminoraríamos si no nuestro profundo desamparo?

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