martes, 16 de febrero de 2010


Peculiaridades de la vejez


Aunque mi amiga María Dolores suele regañarme —con dulzura, no con aspereza— cada vez que me refiero a la vejez como objetivo de humillación por parte de la Naturaleza, hoy no tengo más remedio que evitar su mirada de reproche y volver sobre el asunto inspirado por las escenas que presencio aquí, en el edificio donde vivo, un lugar que parece como si hubiera sido designado como asilo para albergar a todos los ancianos del mundo… Los veo abajo, en la entrada, sentados en los bancales del parque, o en los aledaños del edificio, o paseando al perro, o renqueando apoyados en su bastón y hablando solos. En el semblante de todos ellos —por más que lo disimulen— se aprecia la angustia de la soledad, la falta de esperanza en la vida, el dolor de la incapacidad y la dependencia, así como la restricción de movimientos… y resulta patético ver que la vida termina de esa forma, porque, incluso, muchos de ellos no está en sus cabales. Algunos hablan hasta por los codos, y discuten con una terquedad enfermiza, sin dar su brazo a torcer por más razones que se les presente. En general, no ceden ante nada ni ante nadie. Con ellos, con la mayoría, no existe la posibilidad alguna de comentar un suceso cualquiera. A uno, de origen cubano, con el que yo antes solía bajar a hablar como un acto de piedad y solidaridad por mi parte, y lo hacía siempre dispuesto a aguantar estoicamente la narración de su vida así como las barbaridades que tuvo que soportar en Cuba, he acabado por no bajar más y le he retirado el saludo. He ido descubriendo que se trata de un individuo envidioso, chismoso y absurdo. Ignoro la razón, pero me enteré de que él me estaba socavando el terreno, trataba de desacreditarme, diciendo de mí todas las falsedades que se le ocurrían.

¡Por dios, por dios! Cómo me cuesta hacer un retrato tan negativo de los viejos… Porque a esa clase pertenezco yo ahora y me da por pensar si también acabaré así, como una cabra, desvalido, terco, discutiendo con todo el mundo sin fundamento alguno o permaneciendo silencioso, sin querer tomar la pastilla de cada día o tomándolas en exceso, como intentando agarrarme angustiosamente a una vida que ya ni me pertenece ni puedo esperar nada de ella. ¿Este es el fin de todo? ¿Así termina la vida? ¿Y no podía haber sido de otra manera, algo más digna, más armoniosa, más dulce?

¿Por qué esa disminución de las facultades mentales, esa inutilidad? ¿A qué se debe que unos tengamos los cinco sentidos —creo— más o menos intactos y a otros solo se les quedan en las mente cuatro cosas, cuatro hechos desfigurados de su vida que los repiten constantemente, todo el día y a todas horas?

Bien, ahora viene una historia más tierna. También de viejos, pero más tierna.

Un día de estos me encontré abajo a una anciana muy bien arreglada, muy compuesta, con un aspecto muy pinturero, como si se fuera de fiesta. Estaba sentada en uno de los bancos que hay a la entrada del edificio. Eran las 7:30 de la tarde, ya de noche. Tenía junto a ella un carrito de alambre, de esos que se utilizan para ir al marcado, y en el carrito una imagen de una Virgen de unos 50 centímetros de altura. Cuando yo le pregunté que a dónde iba con esa Virgen ahí metida, como si fuera enjaulada, me dijo con cierta solemnidad que se trataba de la patrona de Puerto Rico, es decir la Virgen de la Divina Providencia. Que estaba esperando a unas amigas para luego ir con ellas a casa de otra donde se reunirían para rezar el rosario ante la Virgen. ¿Es una conmemoración especial? le pregunté. No, lo hacemos todos los días; unas veces en casa de una y otras en casa de otra… ¿Es usted cubana? le pregunté al oír su acento. Sí, me dijo y, acto seguido, pasó a narrarme todas las vicisitudes por las que pasaron ella y su difunto marido cuando salieron de Cuba hace más de 50 años. Llevaba unos 20 minutos exponiéndome toda su historia —que era más que conocida por mí debido a las veces que me han contado eso mismo o algo semejante— cuando llegaron otras tres amigas. Se saludaron, me saludaron a mí, y las cuatro salieron en procesión hacia el edificio contiguo. La última iba arrastrando el carrito con la Virgen, que daba leves tumbos debido a la desigualdad del terreno. Viéndolas ir me recordaban esas películas extrañas de mi admirado Fellini, como Julieta de los Espíritus o Amarcord

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