Mujer y hombre
Me pregunto si en verdad nos complementamos. Si existe una compensación moral, un tejemaneje de la Naturaleza para temporizar los conceptos entre hombres y mujeres o entre mujeres y hombres, y juntarlos cuando es necesaria su mezcla. Es decir, la mujer que convivió conmigo durante 40 años, la que fue mía y yo suyo, o sea, la madre de mis seis hijos (entienda: me estoy refiriendo a Angelina, mi esposa), pienso que me complementaba a mí en aquello de lo que yo, como hombre, carecía: por ejemplo, traspasarme unas gotas de suavidad desde su componente femenino así como la sensibilidad para interpretar el orden, la capacidad de organización y la belleza de los momentos; los criterios intuitivos y compulsivos ante determinados hechos de la vida; mi moderación ante esa obcecación relacionada con determinadas disposiciones o alardes «propios del macho» que todos los hombres llevamos dentro; rebajar el complejo de superioridad producido por la idea de que poseemos más fuerza física nosotros que ellas; rebajar el tono de algunos criterios refrendados mediante un puñetazo sobre la mesa; ella influía en mí con esos giros filosóficos y sociales considerados propios de la mujer, muy sutiles y nunca dictatoriales; me imbuía los sentimientos de afecto paterno que se requerían para sentirme realizado y entender que los hijos habidos en nuestro matrimonio eran tan míos como de ella; hacerme asimilar la dulzura y adoptarla como un componente masculino en nuestro trato diario con la vida y con las personas; asimilar de una vez por todas que la práctica del sexo supone un placer compartido, o sea, por partes iguales... y otras especificaciones que sería muy largo de reseñar. Y, en ese caso, ¿yo la complementaría a ella en algunas de sus carencias como mujer? Por ejemplo, el complejo de sentirse protegida en exceso; no perder el control ni la calma cuando el nene se cae al suelo y se abre una brecha en la frente; atemperar el sentimiento acerca de que todo es delicado y dulce; masculinizar con cierta dosis el sentido de la belleza y del arte; acondicionarla, imbuirla para que asumiera que la vida es cultura y pensamiento, no solo instinto; dejar de considerar que el orden y el aseo de la casa y los asuntos de cocina solo son competencia de mujeres; hacerle pensar que existen códigos para imponer las leyes y no todo es intuición o corazonada; destruir el mito de que la necesidad sexual es solo debilidad de los hombres, etc., etc.. Y eso que, al repasar mi vida junto a ella sí lo podría confirmar, y, sobre todo, grabármelo en mi cerebro: con Angelina yo, personalmente, me complementaba en una serie de hechos que se deben juntar con los reseñados más arriba. Sobre todo, porque ella cambiaba, atenuaba o corregía mis delirios, me ayudaba a poner los pies en la tierra, y me convertía en un ser más entregado a la familia (aunque no todo lo que hubiera sido conveniente); también me enseñó a respetar las opiniones de otros especialmente las relacionadas con creencias religiosas y políticas; aplacaba mis iras frecuentes, o ese deseo de discutir con todo aquel que se oponía a mis criterios, digo deseos, digo opiniones... ¡Ah! y también me enseñó que no era yo solo en el mundo, que los otros 6.999 millones de personas también contaban...
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