domingo, 5 de julio de 2015















La edad de la duda
Pertenezco a esa edad estrecha de miras cuando el traje de baño (en la mujer) solamente podía ser de una pieza y, por lo general, la brigada de decencia y buenas costumbres exigía que se ocultaran las formas insinuantes con una faldita bastante cursi. Eso era lo más atrevido que se permitía entonces. A propósito de esto, recuerdo que cuando tenía unos 15 años salió al mercado una serie de cromos metidos de tres en tres en pequeños sobres, que los vendían en los quioscos como cualquier otro artículo para coleccionistas. Consistían en artistas de cine americanas en traje de baño (de una pieza) y se trataba de pequeñas fotografías de 4x5 cms. El que lo editó (creo que se trataba de la Editorial Bruguera), perfiló su intención provocativa eliminando a los hombre de la colección: allí solo se admitían mujeres. Y a mí se me ocurrió la peregrina idea de coleccionarlos sin recordar que vivíamos en la edad de la prohibición. Pero lo hice y llegué más lejos: seleccioné los cromos de las artistas más bonitas (que, por cierto, ninguna estaba en actitud provocativa), y los deposité en mi cartera como un tesoro preciado o como un recuerdo perenne que, de cuando en cuando, las miraba embelesado o se las mostraba a mis amigos. Un día, al regresar a mi casa, me encontré a mi madre con los cromos en la mano y llorando a lágrima viva y murmurando entre sollozos «¡Qué pecado, qué pecado!». Traté de explicarle que eso no significaba nada; que no era pornografía. Pero no hubo manera de convencerla. Así que no pude recuperar mis estampitas y ya desde aquel momento me convertí en candidato al infierno con todos los agravantes. Creo que el final de dichas estampitas fue el fuego. Ella, mi madre, las sentenció al infierno condenadas sin darles la extremaunción. Esto era, según ella, lo que les esperaba a las protagonistas (incluido yo) en el futuro. O sea: las debió de quemar igual que se castigaba a las «brujas» en la Edad Media… El caso es que mi madre por aquellos días casi ni me dirigió la palabra. Solo lo hacía para preguntarme si ya me había confesado… ¡Qué tiempos aquellos! ¡Qué interpretación de la vida! La España de entonces era como un estado confesional, donde había que confesarse todas las semanas de lo contrario te convertías un candidato a quemarte en el Averno junto a Mefistófeles. ¡Y, encima, como ya desde pequeño yo tenía esa maldita costumbre de buscar explicación para todo, no me dejaban levantar cabeza…! Ella, mi curiosidad, fue lo que me acarreó un sin fin de contratiempos y mala fama. Algunas cuestiones que rondaban por mi cabeza y no me dejaban en paz, las comentaba con mis primos y con mis primas y luego ellos lo regaban por el mundo de los mayores. «¿Cómo uno se puede quemar en el Infierno o en el Purgatorio si solo se es un alma? ¡Un espíritu no se puede quemar!», les decía. O «¡No entiendo que Jesucristo y la Virgen ascendieran al Cielo en cuerpo y alma, como cuenta la historia! ¿Qué hacen allí ellos dos solos, teniéndose que vestir, ir al baño y obligados a usar gafas de sol, si todos los demás son espíritus y no necesitan esas cosas?». Claro, esto fue lo que me creó una fama de fantasioso e irreverente. Es decir, que tanto para ellos, como para Franco y su gente, lo mejor era que sus «acólitos» no desarrollaran el pensamiento: que mejor se pasaran la vida encerrados en sus mitos y, por supuesto, en su ignorancia.

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