Sentimiento
No me cabe ninguna duda de que el hecho de escribir esta novela llena mis espacios mentales, y hasta pudiera sobrepasrlos. Hay varias motivaciones importantes al escribirla: primero mantengo a Angeline cerca de mí, me obliga a pensar en ella continuamente; mantiene la función creadora en mi cerebro y en mi corazón; me convierte en una especie de dios dispuesto a crear un mundo. Y, sobre todo, me sostiene vivo y mantiene lejos de mí el viejo que soy. No elegí un tema fácil, sino que me envolví en lo más complicado de nuestro vivir, en aquello que se desenvuelve dentro de la función filosófica o en esos campos misteriosos que, si tenemos sensibilidad, veremos que nos rodean por todas partes.
Aquí intervienen tres personajes:
Hay un narrador, que va desgranando la historia de forma cronológica pero en tiempo presente, como si los hechos ocurrieran en el mismo momento que los cuenta, y lo hace fríamente, sin comentarios paralelos y sin ponerse de parte de nadie. Es como si él estuviera presenciando la trama desde un lugar apartado y fuera narrando los detalles más significativos, lo esencial, lo que puede sugerir que no somos nosotros los que organizamos nuestra vida.
Está Eduardo, uno de los protagonistas, que tiene el sentido de que el espíritu de su esposa le habita y está cerca de él, o dentro de él, y que le escucha, le impulsa y le mantiene la inspiración. Eduardo, por lo general, se dedica a comentar en detalle los hechos contados por el narrador, a esclarecerlos, a darle un matiz espiritual. Pero, fundamentalmente, en sus comentarios, se suele dirigir a la esposa y comentar con ella hechos que vivieron juntos, así como pedirle disculpas por ciertas acciones suyas censurables o poco lamentadas en su momento. También se duele por haber mantenido con ella esa actitud un tanto displicente a causa de un engreimiento personal.
Y está el espíritu de Angeline, la esposa fallecida, que Eduardo piensa que vive dentro de él y que comenta hechos secretos de su vida guardados bajo siete llaves, herméticos, ocultos. Cosas relativas a sus deseos, a sus pensamientos, a sus anhelos, a su sexualidad; a la vida con sus padres y sus hermanos, y, sobre todo, su relación con Eduardo, al que venera porque la libró de una vida opaca y convencional. Se refiere a temas sexuales que suelen ser mantenidos en secreto por las mujeres. Ella es el personaje más controvertido, el más difícil de interpretar. Para describirla a ella así como sus anhelos y sus sufrimientos, o sus humillaciones como mujer, tengo que meterme en su cerebro y en su alma, y adivinar sus reacciones, sus impulsos, sus necesidades espirituales. Por esa razón se me dificulta más dado que yo no creo en los espíritus, es decir, no creo en su existencia. Y es curioso que al asumir su personalidad, siento como una metamorfosis, un signo espiritual, un fuerte cambio de mi función mental y psicológica. Es como si todo fuese verdad, o que ella misma me ayudara a interpretarla, a desvelar su personalidad íntima. Por el hecho de no ser ella un personaje propio de la ficción, o sea, alguien que se puede manipular según la necesidad interpretativa del autor, Angeline se convierte en un ser verdadero con sus sufrimientos y hasta con sus perversiones. Al mismo tiempo que manifiesta que Eduardo la mantiene viva, y que gracias a él continua disfrutando del mundo, por el cual siente cierta añoranza todavía. Ella, junto a Eduardo, va construyendo otra vida más real, menos quimérica, más amorosa… No habla apenas de las cosas del supuesto paraíso a donde se supone que van a parar los muertos. Es más, al respecto se muestra más bien confusa, o poco comunicativa En general, es un lugar que, a pesar de estar en él, casi no conoce y rehusa describirlo. Habla de asuntos que no fueron interpretados o que no se profundizó en ellos, que fueron juzgados superficialmente por su propia familia, bien por envidias o porque veían que ella accedía a un mundo intelectualmente distanciado. Describe —o intenta describir— el mundo interior de ella, un mundo acerca del cual siempre se mantuvo un tanto hermética.
viernes, 31 de octubre de 2014
martes, 28 de octubre de 2014
Metiendo al alma en el puchero
Si ya lo sé, no es necesario darle tantas vueltas: es muy probable que la vida después de la muerte no exista, porque si profundizamos en ello llegaremos a la conclusión de que es algo que no es posible. Carece de entendimiento y de lógica. Bien: vamos a suponer que hay un creador, que alguien nos ha traído al mundo con un propósito físico, químico o espiritual, y nos ha traído para que construyamos puentes, enviemos un hombre a la Luna y al planeta Marte, cuidemos a los perros, sembremos boniatos, ejercitemos el sexo y continuemos poblando el mundo… Lo que sea. Podríamos ser la mente y los brazos de ese Creador, también. Pero, lo demás, es cosa de la metafísica que, para mantener esta idea viva, tiene que echar mano de recursos míticos, de sueños paranoicos, de imaginaciones desbordadas, de propósitos ilusos. Es inconcebible que un Dios nos haya creado para llevar nuestra alma ante él y que dancemos, organicemos grandes cantos de alabanza y distintos espectáculos con velos al viento, rayos de luz, y todas esas cosas de tinte glorioso pero propio de cuentos infantiles, y todo para que él se divierta. Eso no puede estar relacionado con un Dios que, se supone, está exento de toda vanidad, ni de un ser celestial que utilice a las almas para su provecho propio. Si recurrimos a la razón, una propiedad que ha sido instalada en nuestro ser al mismo tiempo que la ilusión, el pensamiento y la sonrisa, si recurrimos al conocimiento, al concepto realista, al esplendor de la vida y a la decrepitud de la muerte, al destino final de un cadáver, vemos que no hay ninguna luz al final del camino. La vida es un misterio, de acuerdo, y hasta aceptaría que hay alguien o algo por encima de nuestras cabezas que nos manipula y, tal vez nos necesita, pero que solo nos puede utilizar mientras estamos vivos; una vez que nos vamos «pal» hoyo, ya no servimos de nada. Nos convertimos en carroña, primero, y más tarde en tierra o en cagada de gusanos. Mientras, van llegando unos nenes y nenas nuevos al mundo, primorosos, regordetes, encantadores, y todos tan contentos, y gritamos: ¡Oh, el mundo se renueva…! ¡Que bien está pensado todo! Pero, ¿donde podría estar ahora mi antepasado Pedro de Ontañón, que murió en el año mil quinientos y tantos, y está enterrado en una iglesia de Medina de Pomar, provincia de Burgos, junto a su esposa Doña Catalina Enríquez y Mendoza, y que no sé después de cuantas generaciones hizo posible (transmitiéndome sus genes, claro) para que yo arribara al mundo y hablara de ellos y ratificara su remota existencia? ¿Usted se puede imaginar que los millones y millones de seres que han muerto antes de nosotros estén por ahí vagando, convertidos en espíritus? ¿Y qué hacen? ¿A qué se dedican? ¿Cómo se divierten? Y, lo más, importante, ¿dónde están? Y ahora, grítenme: «¡Pues eres un falso! Nos sacas a tu difunta mujer, Angeline, de vez en cuando a la palestra y hablas de ella como si estuviera viva, y cuentas lo que ella te dice.» Claro, ese es uno de los recursos que me ha dado la vida: la función espiritual, la imaginación, y la posibilidad de que, con ella, pueda resucitar a un ser querido y hablar con él y mantenerlo en mi corazón. Considero, igual que Fechner, que la materia y el espíritu son una sola cosa y estamos hechos tanto para lo mágico como para lo real. Pero reconozco que puede tratarse todo ello de pura fantasía, de puro deseo interior, hasta se puede decir que es una forma quimérica pero valiosa de enfrentarse a la vida. El otro día leía que una pensadora famosa (no recuerdo ahora su nombre) expresaba que las personas muertas viven o recobran la vida mientras se las recuerda. Cuando dejamos de recordarlas, desaparecen. Y yo estoy absolutamente dispuesto a que mi imprescindible Angeline viva conmigo hasta que yo me muera… Por lo menos hasta entonces.
martes, 21 de octubre de 2014
Un escritor desconocido
Yo, normalmente, escribo durante todo el día. O sea, lo hago con el mismo fervor que si fuese un escritor profesional, de esos avezados que viven de la escritura, es decir, aquellos que están comprometidos con una editorial, que han visto sus libros publicados y que están sometidos por un contrato a un tiempo de entrega. Muchas veces me pregunto: ¿Por qué hago esto? ¿A qué estaré jugando? ¿No seré ya un poco mayor para fingir que soy lo que no soy? Pero, no, de ninguna manera: fingir no. ¡Yo me siento escritor, caramba, aunque no me hayan publicado nada! ¡Claro! ¿Cómo me van a publicar si nunca he ido con mi original bajo el brazo, de editor en editor? A no, miento. Una vez sí le llevé un original a un editor de Barcelona que me habían recomendado, un editor importante… de quien prefiero ocultar su nombre por unos gramos de decencia que todavía me quedan. Me recibió él mismo, le entregué el manuscrito personalmente, lo ojeó delante de mí, y a veces se quedaba como absorto leyendo un párrafo u otro y lo celebraba con una exclamación; de cuando en cuando me miraba con una sonrisa muy prometedora. Después de darme alguna esperanza (nada concreto, desde luego), nos despedimos y regresé a Valencia que era donde yo vivía. A los pocos días recibí una especie de tarjetón firmado por él donde me felicitaba por la calidad y el contenido de mi obra y eso me hizo concebir ilusiones. En dicho tarjetón me decía «¡Llegó tu hora! Espera cuatro o cinco meses y te daré una respuesta definitiva». ¿Hay una frase más alentadora que esta? Han pasado cinco o seis años y todavía lo estoy esperando… Creo que esa acción fallida fue la que me quitó las ganas de iniciar nuevos intentos. Y eso que el mundo editorial es lo mío. No en vano he trabajado en este campo durante casi 45 años, y lo he hecho en España, en México, en Venezuela, otra vez en España, en Estados Unidos, en México de nuevo, en España de nuevo y en Puerto Rico (ahora estoy jubilado). Pero, claro, lo sé: para ser escritor y vivir de la escritura hay que comenzar más temprano. Yo empecé como periodista pero como me convertí en un elemento tan valioso en el mundo editorial, al casarme y llegar los primeros hijos pensé (bueno, más bien aconsejado por Mada la segunda esposa de mi padre): «el trabajo editorial es lo tangible; la escritura ya llegará con el tiempo…». ¡Ah! Antes de este hecho que acabo de contar de Barcelona, envié una obra mía a un concurso de Editorial Planeta y el premio se lo dieron a una señora que era la madrina de Lara, el dueño de la editorial. Ella era una escritora conocida, lo reconozco… Pero se ha dicho tantas veces (aunque nadie le presta atención) que los concursos son para descubrir nuevos valores y no para premiar a gente consagrada (que es lo que ocurre en España). El caso es que estos sucesos me quitaron las ganas. Y entonces me dije: ¡Pues se quedaron sin mí! ¡Ellos se lo pierden! De cualquier manera, la escritura mantiene en funcionamiento mi mente y así, como dijo Clint Eastwood, retardo en lo posible la entrada del viejo en casa…
Bueno, tal vez después de que yo me muera a alguno de mis hijos le nazca el propósito de darme a conocer…
Ahora estoy escribiendo una novela que me tiene loco porque es muy ambiciosa; ella me quita el sueño… ¡Pero eso lo dejo para la próxima entrega!
Yo, normalmente, escribo durante todo el día. O sea, lo hago con el mismo fervor que si fuese un escritor profesional, de esos avezados que viven de la escritura, es decir, aquellos que están comprometidos con una editorial, que han visto sus libros publicados y que están sometidos por un contrato a un tiempo de entrega. Muchas veces me pregunto: ¿Por qué hago esto? ¿A qué estaré jugando? ¿No seré ya un poco mayor para fingir que soy lo que no soy? Pero, no, de ninguna manera: fingir no. ¡Yo me siento escritor, caramba, aunque no me hayan publicado nada! ¡Claro! ¿Cómo me van a publicar si nunca he ido con mi original bajo el brazo, de editor en editor? A no, miento. Una vez sí le llevé un original a un editor de Barcelona que me habían recomendado, un editor importante… de quien prefiero ocultar su nombre por unos gramos de decencia que todavía me quedan. Me recibió él mismo, le entregué el manuscrito personalmente, lo ojeó delante de mí, y a veces se quedaba como absorto leyendo un párrafo u otro y lo celebraba con una exclamación; de cuando en cuando me miraba con una sonrisa muy prometedora. Después de darme alguna esperanza (nada concreto, desde luego), nos despedimos y regresé a Valencia que era donde yo vivía. A los pocos días recibí una especie de tarjetón firmado por él donde me felicitaba por la calidad y el contenido de mi obra y eso me hizo concebir ilusiones. En dicho tarjetón me decía «¡Llegó tu hora! Espera cuatro o cinco meses y te daré una respuesta definitiva». ¿Hay una frase más alentadora que esta? Han pasado cinco o seis años y todavía lo estoy esperando… Creo que esa acción fallida fue la que me quitó las ganas de iniciar nuevos intentos. Y eso que el mundo editorial es lo mío. No en vano he trabajado en este campo durante casi 45 años, y lo he hecho en España, en México, en Venezuela, otra vez en España, en Estados Unidos, en México de nuevo, en España de nuevo y en Puerto Rico (ahora estoy jubilado). Pero, claro, lo sé: para ser escritor y vivir de la escritura hay que comenzar más temprano. Yo empecé como periodista pero como me convertí en un elemento tan valioso en el mundo editorial, al casarme y llegar los primeros hijos pensé (bueno, más bien aconsejado por Mada la segunda esposa de mi padre): «el trabajo editorial es lo tangible; la escritura ya llegará con el tiempo…». ¡Ah! Antes de este hecho que acabo de contar de Barcelona, envié una obra mía a un concurso de Editorial Planeta y el premio se lo dieron a una señora que era la madrina de Lara, el dueño de la editorial. Ella era una escritora conocida, lo reconozco… Pero se ha dicho tantas veces (aunque nadie le presta atención) que los concursos son para descubrir nuevos valores y no para premiar a gente consagrada (que es lo que ocurre en España). El caso es que estos sucesos me quitaron las ganas. Y entonces me dije: ¡Pues se quedaron sin mí! ¡Ellos se lo pierden! De cualquier manera, la escritura mantiene en funcionamiento mi mente y así, como dijo Clint Eastwood, retardo en lo posible la entrada del viejo en casa…
Bueno, tal vez después de que yo me muera a alguno de mis hijos le nazca el propósito de darme a conocer…
Ahora estoy escribiendo una novela que me tiene loco porque es muy ambiciosa; ella me quita el sueño… ¡Pero eso lo dejo para la próxima entrega!
miércoles, 15 de octubre de 2014
La Biblia dice…
En realidad, no puedo dejar de considerar que he vivido muchas vidas, pero, a estas alturas, si me dieran a elegir, no sabría con certeza con cuál quedarme… Si acaso adoptaría la que más me justifique. La que pueda mostrarme quién soy, qué hice y qué se esperaba que hiciera. Me quedaría la que me permita con más certeza mirar hacia mi interior y encontrarme con mi yo cara a cara; tal vez con la que me asegure que mi nombre no solo estará escrito en un lápida, sino que será bendecido por muchas personas. Sí, ya sé que me dirás que presumo con tener unos hijos excepcionales y haber estado casado con una mujer amorosa, divina, única, nada menos que 40 años; me diréis que he vivido en cuatro países y que he conocido a muchas personas, y he descubierto acciones y cosas del mundo con ellas. Precisamente a eso me refiero cuando afirmo que son muchas las vidas que he vivido. Y, sí, lo reconozco, esta sucesión de experiencias sería algo que llenaría la vida de otros, pero no la mía. Mi demanda sobre la vida es más exigente, porque no es suficiente para mis apetencias o para mi sensibilidad. Porque mi vida es mi vida, y yo soy yo, y tengo la absoluta necesidad de descubrirme, de decirme que mi vida es más que eso, que no estoy aquí cubriendo el espacio de molécula que me asignó la Naturaleza, que reniego continuamente de estas estructuras y mitos que no significan nada, que no asignan un destino, que te explican la vida como ellos (¿quienes?) quieren. ¿Por qué esa simulación de nuestra vida y nuestro destino? ¿Quién lo ha ordenado así y por qué razón? ¿Por qué el amor nace con tanta fuerza y luego se extingue…? ¿Seremos el juguete de un niño caprichoso? Hablaba en días pasados con un ministro de la iglesia y ha todos los cuestionamientos que yo le planteaba, él me respondía machaconamente: «Respecto a eso la Biblia dice…». ¡La Biblia dice, la Biblia dice! Pero, ¿a qué estamos jugando? Definitivamente, cada persona ha recibido su dosis de inteligencia… La Biblia dice, la Biblia dice… ¡Por favor!
viernes, 10 de octubre de 2014
Los fundamentos del amor
Sí, explícamelo, ilumíname, prodúceme la inspiración que necesito para determinar cuál es el juego de la vida. En principio, no tengo ninguna duda en afirmar que está fundada en el amor, pero necesito perfilarlo, delinearlo. Admito que en este juego nos podemos desviar, podemos poner nuestro punto de interés en otros asuntos materiales, e, incluso, morales; podemos ser desviados por la ambición, o por el afán de destacar en una función determinada, incluso los deseos lúdicos nos pueden conducir por distintos derroteros, pero por encima de todo está el auténtico amor, el verdadero. Y conste que de esta argumentación no excluyo al amor sexual, pero creo sin lugar a dudas que es el amor espiritual lo que impera, lo que se impone sobre nosotros. El amor sexual bien interpretado puede ser una consecuencia del amor espiritual (aunque también puede ocurrir que el amor espiritual sea una consecuencia del amor sexual…). Fíjate en mí. Yo, que ahora siento que el sexo no es lo primordial en mi vida, que dicha acción ha pasado a cumplir un papel secundario, ambiguo, que ya no me quita el sueño, siento el amor como nunca lo había sentido antes. Estoy necesitado de ese sentirse amado que procedía de ti, de esa identificación casi plena que teníamos nosotros, de esa comunicación íntima, de esa mirada complaciente tuya, de esa sonrisa que alentaba mi vida, de esa interpretación nuestra de un aria lírica a dos voces, de ese ver crecer a nuestros hijos tomados de la mano. En medio de la lucha por la vida, nos desviamos, nos desatendemos de la pasión amorosa, pero el amor está ahí, presente, alentando mis dones sensibles. Si yo a lo largo de la vida he ido permitiendo que tú me reconozcas y te des a conocer por mí; si siento que me he ido formando gracias a tu proximidad, si hemos ido aceptando y dando forma a nuestra vida mientras nos mirábamos a los ojos, a todo eso no se puede interponer la frivolidad…La verdad es que no puedo dejar de evocar y sentirme trémulo ante los recuerdos; siento, sobre todo, aquellos acontecimientos de la vida que nos involucraron a nosotros. Un día que aquí, en Valencia, no paró de llover durante toda la noche, y anunciaban en los noticiarios posibles inundaciones, me vino a la memoria aquella vez que fuimos a El Sombrero, a unos 200 kilómetros de Caracas, y un diluvio medio inundó la ciudad, de tal manera que nos vimos obligados a meternos en un hotel y permanecer en aquel apartado rincón, con la inseguridad y la consiguiente preocupación por parte mía de si sería sólo por una noche o tendríamos que quedarnos más tiempo. Pero, en aquellos momentos de tragedia, mi desesperación se encontró con tu sonrisa, con tu confianza y tu serenidad, y me calmé. Siempre eras así: en los momentos difíciles te crecías y confiabas en Dios, en ese Dios nunca puesto en duda por ti. Aquella vez no sólo lograste que me calmara, sino que supiste convertir el problema en una experiencia memorable hasta el punto que quedó grabado en mi como uno de los momentos más cautivadores de nuestra historia.
Recuerdo también el regreso, al día siguiente, cuando pasamos por el exuberante parque de El Guatopo, con los amarillos intensos de los araguaneyes en flor, los pájaros volando a ras de tierra, delante del coche, los helechos gigantes, más verdes, más asombrosos después de la lluvia, la frondosa vegetación, los luminosos flamboyanes, que tal parecía que estuviéramos cruzando por el paraíso terrenal… Íbamos despacio y nos deteníamos de cuando en cuando para contemplar el paisaje, y yo no me cansaba de admirar tu expresión extasiada, con tus ojos llenos de lágrimas por la intensa emoción que te infundían estas visiones casi sobrenaturales… Esa era una de las cosas que más me gustaban de ti: tu capacidad para sentir intensamente la vida y la belleza.
lunes, 6 de octubre de 2014
El profundo misterio del amor
¿Por qué ahora, cuando no puedo demostrárselo, siento un amor tan profundo por Angelines, mi mujer fallecida hace catorce años? Hasta podría decirse que lo que percibo hoy se trata de un amor superior, más intenso y más enloquecedor del que sentía en aquellos 40 años que vivimos juntos. Me explicaré: este sentimiento de ahora puede estar refiriéndose a lo que se denomina amor pleno, o sea, el amor en toda su magnitud, un sentimiento que yo detento en este momento, cuando ella ya no se encuentra a mi lado, y que, cosa curiosa, antes no lo advertía a fuerza de tenerlo a mano, como si se tratara de un don preciado y poseído, pero guardado bajo la almohada y que no se advierte su falta hasta que no se dispone sobre quién verterlo. Claro, también pudiera ocurrir que en mi añoranza de aquellos días y la fuerza de aquel amor, no pasara de ser un sentir poético un tanto distorsionado, estimulado o producido por la añoranza, y excesivamente elevado a un nivel irreal o traído por mi imaginación envuelto en exageraciones. O podría tratarse de un amor engendrado según el dictado de mis anhelos. Pero podría asegurar —no sin una leve reserva dictada por mi facultad de razonar— que ella era así, tal y como la recuerdo, o como la siento hoy, y conforme a su manera de ser registrada en mi corazón durante los 40 años que vivimos juntos. Sí, reconozco que mi recuerdo podría estar elaborado o engatusado y espabilado por mis preferencias, y tratarse en parte —solo en parte— de una mujer inventada y construida para excitar mis pretensiones. Podría también tratarse de alguien amoldada en su composición a aquello que sería la mujer perfecta desde los requerimientos de mi condición masculina inculcado al no disponer ahora de ello. Pero no se puede negar que ella era tierna, femenina, calmada, excelente compañera, muy buena amiga y una excelsa amante… Y eso no puede ser inventado porque está grabado con letras de oro en mis registros cerebrales. ¿Qué más se puede pedir? Entre las muchas fotografías que tengo de ella, hay una —la que encabeza este artículo— que fue tomada en Burgos, cuando estábamos en Casa Ojeda comiendo cordero asado, donde se «reflejan claramente los componentes de su personalidad, tanto en el lado espiritual como en el dramático o demostrativo». Ahí se ve palpablemente de lo que hablo, de cuánta era su delicadeza, su forma de sentir el amor, la poesía que transmitía en la sobriedad de sus gestos, en su mirada, en su aparente —solo aparente— pasividad. Por esa razón, esta que padezco ahora es una situación muy curiosa y forma parte extrema del atontamiento que la vida, en sus múltiples misterios, nos tiene preparados a todos los seres. Se da el caso de que, desde que ella murió, he tenido acceso a tres relaciones femeninas y las tres han huido de mi lado debido a que, sin poderlo remediar, les hablaba continuamente de Angelines, de sus actitudes, de su personalidad, de su carácter, de su exquisita condición, con lo que contribuí a que las citadas amigas se sintieran en inferioridad, disminuidas o desplazadas en la comparación y pusieran «pies en polvorosa» (bueno, también podrían haber huido porque les disgustaba mi aliento…). En realidad, es como si se tratase de un conmovedor y angustioso misterio en el que la vida nos envuelve. Es como si el espíritu de ella, además de estar presente en mi corazón a todas horas, ejerciera una influencia, una presión, un poder sobre mi ser desde aquellos confines donde pueda encontrarse. Ayer leía que existe un enlace de la materia con el componente espiritual de los seres, un enlace promovido por la física cuántica donde las partículas son eternas y se comunican entre sí. O sea: no solo son la base de la materia sino también de la vida. Eso me dio qué pensar: ¿Y si sus moléculas cuánticas no hubieran muerto y, transformadas en otra condición física o espiritual, me estuviera esperando en algún lugar ignoto? (¿Quedará muy lejos de aquí el manicomio más cercano?)
viernes, 3 de octubre de 2014
Con la verdad a cuestas
Leía el otro día unas declaraciones de Vargas Llosa donde manifestaba que a él de niño le ocultaron todo. Que, por ejemplo, le hicieron creer que su padre había fallecido cuando, en realidad, se había separado de su mamá. Eso me hizo recordar que a mí, por el contrario, de niño, si bien no se me dieron explicaciones sobre el funcionamiento de la vida, tampoco se me ocultó nada: ni lo relacionado con un situación adversa por la que estábamos pasando: como la guerra, o la huída de mi padre, o las «lecciones» aprendidas durante los tres años pasados en el Crucero de Montija al terminar la guerra, o sea, desde los tres años hasta los diez a mí no sé me disimuló ningún hecho relacionado con nuestra vida. Claro, a todos los actos adversos siempre se anteponía (¡¡cuidado!!) el castigo del Infierno. Y eso hacía que uno se sintiera continuamente amenazado. Pero, no sé si es que yo sería un niño muy listo que lo advertía todo… De la guerra tengo escenas muy claras, precisas, donde no faltan las punzadas del hambre, los necesitados que pululaban por las calles de Madrid, la escasez de protección personal, o las peleas de mujeres en las colas de abasto, donde se agarraban en peleas físicas, se insultaban y se levantaban las faldas unas a otras para enseñar públicamente la entrepierna. Vivíamos en Ríos Rosas, casi esquina a Bravo Murillo, donde la guerra era un poco más cruda; desde allí veíamos a los aviones del otro bando cuando lanzaban sacos con comida para los hambrientos madrileños. Enfrente de nuestro edificio había un cuartel que antes había sido colegio de monjas, y fue ocupado por milicianos (¡monjas y niñas a la calle, violentamente!) y convertido en cuartel. Estos soldados siempre estaban en gresca, peleándose entre ellos o contra la gente de otras facciones si es que alguno osaba acercarse por allí. A la hora del almuerzo, frente al portón que daba entrada al cuartel, se reunía una cantidad de personas necesitadas para que les dieran lo que sobrara de la comida (por lo general, lentejas llenas de bichos). Esto suscitaba muchas peleas sobre todo cuando alguien no respetaba la fila (a veces las sobras no alcanzaban para todos los de la cola, sino solo para los primeros, entonces siempre había algunos que trataban de colarse). Recuerdo también con mucha claridad el momento que mi madre recibió la carta de separación de mi padre diciendo que salía para el exilio y que había decidido separarse de ella, que en su vida había otra mujer (Mada), o sea: separarse de ella definitivamente. Veo a mi madre sentada en un sillón de la sala con el codo derecho apoyado sobre el brazo de la butaca y la mano sobre su frente, con la carta donde mi padre comunicaba la noticia sostenida en su mano izquierda, lánguidamente caída sobre sus rodillas, y llorando con amargura, mientras Florencia, nuestra chacha, hacía lo posible por consolarla, y mis dos hermanas y yo contemplábamos la escena desde la puerta de la sala tristes y compungidos, sin saber qué pensar. Mi madre nos advirtió que no contáramos nada a los otros niños con los que nos relacionábamos, que lo mantuviéramos en secreto. Aunque no sé por qué. Esto ocurría a finales del 1938, cinco meses antes de que acabara la guerra. Y cuando acabó, nos llevaron al Crucero, el pueblo de mis abuelos. Y, la verdad, no sé qué fue peor: si la guerra o los tres años del Crucero donde todo eran acusaciones y pobreza de sentimientos. Además, teníamos la mala fama de ser unos niños que provenían del bando «rojo», y algo se nos habría pegado. Pero, bueno: ¡este es el signo de los españoles a perpetuidad!
Leía el otro día unas declaraciones de Vargas Llosa donde manifestaba que a él de niño le ocultaron todo. Que, por ejemplo, le hicieron creer que su padre había fallecido cuando, en realidad, se había separado de su mamá. Eso me hizo recordar que a mí, por el contrario, de niño, si bien no se me dieron explicaciones sobre el funcionamiento de la vida, tampoco se me ocultó nada: ni lo relacionado con un situación adversa por la que estábamos pasando: como la guerra, o la huída de mi padre, o las «lecciones» aprendidas durante los tres años pasados en el Crucero de Montija al terminar la guerra, o sea, desde los tres años hasta los diez a mí no sé me disimuló ningún hecho relacionado con nuestra vida. Claro, a todos los actos adversos siempre se anteponía (¡¡cuidado!!) el castigo del Infierno. Y eso hacía que uno se sintiera continuamente amenazado. Pero, no sé si es que yo sería un niño muy listo que lo advertía todo… De la guerra tengo escenas muy claras, precisas, donde no faltan las punzadas del hambre, los necesitados que pululaban por las calles de Madrid, la escasez de protección personal, o las peleas de mujeres en las colas de abasto, donde se agarraban en peleas físicas, se insultaban y se levantaban las faldas unas a otras para enseñar públicamente la entrepierna. Vivíamos en Ríos Rosas, casi esquina a Bravo Murillo, donde la guerra era un poco más cruda; desde allí veíamos a los aviones del otro bando cuando lanzaban sacos con comida para los hambrientos madrileños. Enfrente de nuestro edificio había un cuartel que antes había sido colegio de monjas, y fue ocupado por milicianos (¡monjas y niñas a la calle, violentamente!) y convertido en cuartel. Estos soldados siempre estaban en gresca, peleándose entre ellos o contra la gente de otras facciones si es que alguno osaba acercarse por allí. A la hora del almuerzo, frente al portón que daba entrada al cuartel, se reunía una cantidad de personas necesitadas para que les dieran lo que sobrara de la comida (por lo general, lentejas llenas de bichos). Esto suscitaba muchas peleas sobre todo cuando alguien no respetaba la fila (a veces las sobras no alcanzaban para todos los de la cola, sino solo para los primeros, entonces siempre había algunos que trataban de colarse). Recuerdo también con mucha claridad el momento que mi madre recibió la carta de separación de mi padre diciendo que salía para el exilio y que había decidido separarse de ella, que en su vida había otra mujer (Mada), o sea: separarse de ella definitivamente. Veo a mi madre sentada en un sillón de la sala con el codo derecho apoyado sobre el brazo de la butaca y la mano sobre su frente, con la carta donde mi padre comunicaba la noticia sostenida en su mano izquierda, lánguidamente caída sobre sus rodillas, y llorando con amargura, mientras Florencia, nuestra chacha, hacía lo posible por consolarla, y mis dos hermanas y yo contemplábamos la escena desde la puerta de la sala tristes y compungidos, sin saber qué pensar. Mi madre nos advirtió que no contáramos nada a los otros niños con los que nos relacionábamos, que lo mantuviéramos en secreto. Aunque no sé por qué. Esto ocurría a finales del 1938, cinco meses antes de que acabara la guerra. Y cuando acabó, nos llevaron al Crucero, el pueblo de mis abuelos. Y, la verdad, no sé qué fue peor: si la guerra o los tres años del Crucero donde todo eran acusaciones y pobreza de sentimientos. Además, teníamos la mala fama de ser unos niños que provenían del bando «rojo», y algo se nos habría pegado. Pero, bueno: ¡este es el signo de los españoles a perpetuidad!
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