martes, 19 de agosto de 2014

Se impuso la cordura
¿Será la ambición y la pasión lo que nos impide aceptar una vida sencilla y de acción consecuente, y adoptarla de forma habitual? Claro, comprendo que a mi edad es fácil proponer las ventajas de la calma. Posiblemente a los 30 años (ni a los 40) no se me hubiera ocurrido pensar algo semejante. Pero, ahora, al hacer un recuento de mi vida, sí lo entiendo de esta manera y lo que no hice bien me hiere el alma. Y no será por que no me advirtieran tantas veces: piensa en la vejez… Y yo, entonces, exclamaba: «¡Pero, por dios!, ¡qué voy a pensar en la vejez! ¡La vida es el presente, y lo que ocurra mañana, según lo que sea, ya veremos cómo lo arreglamos…!». No contaba yo con esas cuestiones morales o espirituales que tanto te acechan y te atacan al final de la vida! Una de las cosas que más me hieren hoy de mi pasado, y que me resulta más insoportable, es que Angelines echase lágrimas por mí… ¡Hay noches que ese tema no me deja dormir! ¿Quién soy yo para provocar las lágrimas de mi amada? 
Y es que en la vida hay dos influencias morales, opuestas, contrarias, dos sentimientos que luchan entre sí: la conciencia, por un lado; la pasión, por otro. La conciencia, si es honesta (y tiene que serlo, porque de lo contrario se  denominaría «mala conciencia»), significa integridad, pensamiento equilibrado, ética, tranquilidad de espíritu; mientras que la pasión se aferra al arrebato, a la obcecación, a la vehemencia, al desorden moral, al impulso no razonado. Yo, durante mi «emperramiento» con Astrid, me debatía entre las dos actitudes. Por un lado me atormentaba no cumplir con el compromiso familiar, con mi mujer (a la que continuaba amando no con una amor pasional, sino con uno delicado, constante y profundo), con mis hijos, mi empresa que había sido construida a base de mis conceptos editoriales y significaba mi mayor logro desde que arribamos en América. Y estaba el compromiso con mis socios, quienes habían confiado en mí… Pero la pasión que me despertó Astrid fue demoledora, fulminante, que anuló cualquier otro sentimiento. Yo no era dueño de mí. Lo reconozco. Menos mal que todo terminó dos meses después. Ante la presión social, nos habíamos ido a Brasil y tras unos 40 días de vida amorosa, sin freno, cuando comenzó nuestra conciencia a jalar de nosotros, hablamos, consideramos las consecuencias de nuestra conducta y decidimos regresar: Astrid con su novio y yo con mi mujer y con la promesa de, para evitar tentaciones, no volvernos a ver nunca más ni interesarnos por nuestras vidas. Y en aquel momento a la única que recuperé fue a Angelines. Lo demás se perdió: la empresa recién creada se fue al garete con las consiguientes pérdidas; mis relaciones profesionales y sociales descendieron hasta grados ínfimos. Todo significó volver a empezar. Hasta mi amor con mi mujer se renovó y emprendió un camino más intenso, mejor entendido, mucho más íntimo y pasional. Era como si nuestra relación hubiera vuelto a empezar. (Claro, yo tenía mi prestigio profesional e inmediatamente pasé a trabajar en Ediciones Vega, de gerente…)

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