sábado, 9 de agosto de 2014


¿Quién lo decidió?
¿Quién está capacitado para precisar, para imponer que la vida, la humanidad, se atenga a unas reglas determinadas, a un comportamiento, a una conducta e, incluso, a una ética? ¿Se trata de leyes universales o son normas que se han ido imponiendo por sí mismas, o por las creencias religiosas, o por las costumbres, o por las conveniencias? Conste que, aunque lo recuerdo con cierto afecto –y no me arrepiento de nada (ya que esta relación de adulterio acabó produciendo situaciones positivas)–, a pesar de tratarse de un amor intenso y romántico, llegó un momento que ambos recapacitamos y tomamos la decisión de detenerlo, suspenderlo y dar los pasos convenientes para acallar nuestras conciencia. 
En aquel momento estábamos en Brasil… 
En mi caso (no tanto en el de Astrid) fueron la sociedad, las padres de Astrid, el novio de ella, mis socios en la empresa, mi madre con sus «¡Ay, Dios mío!» llevándose las manos a la cabeza, los amigos respectivos, la gente con la que me relacionaba, los autores y clientes de nuestra empresa que intentaron por todos los medios hacerme entrar en razón, y si bien al principio nuestra reacción fue contraria a sus deseos, puesto que nos acercó más y nos sentimos más unidos, más impulsados, más dispuestos a resistir todo lo que se nos viniera encima, más tarde comenzó a decaer. 
Intervinieron muchos factores: En la misma medida que se intensificaba nuestra relación, los amigos nos fueron abandonando, unos por envidia; otros por mi inexplicable e inmadura conducta. Astrid fue expulsada de la compañía tras una reunión de mis socios sin que yo estuviera presente. A mí me plantaron un detective que fiscalizaba todos mis movimientos e informaba puntualmente de los pasos que daba, los lugares a donde íbamos y lo que hacíamos. Una noche que estábamos en un lugar apartado, dentro de mi automóvil, abrazándonos, tratando de consolarnos de nuestra situación de perseguidos, fuimos detenidos por una patrulla de la policía y llevados a la delegación. Astrid lloraba, ante el temor de lo que nos podría ocurrir. Yo le pedí calma dispuesto a arreglarlo todo fuera como fuera. Y lo arreglé mediante un cuantioso soborno… A partir de la expulsión de Astrid de la Compañía, nuestras citas fueron absolutamente secretas, irregulares, y a veces estaban faltas de emotividad. Yo llegaba a mi casa, siempre tarde, y el drama continuaba allí. Angelines lloraba en silencio, sentada en la cama. No me insultaba, no discutía, no se ponía colérica. Esas acciones no se contemplaban en su personalidad. Solo lloraba y me suplicaba entre sollozos. Me preguntaba si ya no la quería; me decía que sin mí, sin mi amor, ella no podría vivir. Intentaba tener una relación de cama, y yo, bruto de mí, la rechazaba, aunque, cuando hacía tal cosa (pensaba que acceder a sus requerimientos hubiera sido un engaño porque no me sentía capaz da acabar con el idilio), se me partía el corazón. Ella me decía mientras lloraba que yo lo era todo para ella; que había abandonado su vida cómoda junto a sus padres para seguirme a mí; que yo era quien la había hecho así, como era, quien la había transmitido mi filosofía, mis principios, mi pensamiento, mi sentido de la vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario