Fascinaciones
Cuando te quedas ensimismado mirando al mar, es inevitable no pensar en la composición del Universo, en su estructura psicodélica, en la vida… Y admiras su inmensidad, su color, sus estremecedoras o gratas influencias espirituales, las imágenes que se reproducen en tu mente, los mitos que perturban y alientan tu imaginación, como las sirenas, los tritones, los Neptunos, los Poseidones y otros personajes propios de la fantasía; calculas que a muchas millas de distancia, al otro lado del mar, existen otros países, con sus gentes y sus costumbres, sus desgracias y sus virtudes, algo que tanto te atrajo siempre y que te invitó a saltar de un lado al otro como un nómada… Piensas que en otras playas habrá otros seres que, como tú, admirarán esta grandeza, o se inspirarán para declarar su amor a una dama, o para escribir una poesía, o para quitarse la vida –como hizo Alfonsina Storni–, o para admirar el encandilamiento del Creador. Porque esto, si posee en verdad un constructor, tiene que tratarse de un ser —piensas—, con un propósito, con un fin, y, sobre todo, con unas ideas artísticas prodigiosas. Y no solo para halagar mi vista, sino para darme fe en el mundo y en sus profundas asociaciones, para darme ilusión y exacerbar la dicha de vivir, el asombro por la vida, y la sumisión a ella. A mí, de niño, me atraía el mar y eso que nací en Burgos, un lugar alejado 300 kilómetros de la costa. Cuando vi al mar por primera vez estaba en Valencia y tenía 15 años, me había escapado de mi casa en Madrid por desavenencias con mi padre, recién regresado de su exilio. En Valencia —ignoro por qué escogí esta ciudad— pensaba intentar enrolarme en un barco, y alcanzar mi gloria futura como marino. Un día fui a la playa de las Arenas y alquilé un patín; me adentré en el mar como si fuera un náutico experto, pero una ola me tiró al agua. El problema más angustioso fue que yo no sabía nadar y, cuando quise recuperar el patín, no hubo forma: se había alejado de mí como diez metros. Después de manotear un rato para mantenerme a flote, cuando ya no tuve fuerzas comencé a hundirme física y mentalmente. Solo me dio tiempo a pensar: «¡Qué fácil es morir!», y «En este momento llegó mi hora». Sí tuve ocasión de contemplar el bonito espectáculo con el que iba a ser amenizada mi muerte: se veía la claridad verdosa de la superficie y algunos peces que iban y venían tranquilamente, sin preocuparse de que yo viviera mis últimos momentos. Y perdí el conocimiento… Cuando abrí los ojos, estaba tumbado en la arena de la playa, boca abajo: alguien presionaba mi espalda para ayudarme a expulsar el agua que se había depositado en mi estómago y en mi pulmón. Oía que la gente me hablaba, pero no reparé en lo que me decían. Cuando pude, me puse de pie, busqué mi ropa y me alejé de allí. Mientras todos me miraban como si fuese un resucitado o un reptil que venía del fondo del mar. Ni siquiera sé quién fue el que me sacó del agua, o sea, quién me salvó la vida, así que no pude darle las gracias. Esos momentos cercanos a la muerte se viven como si uno estuviera alejado de todo. Cogí un taxi y me llevó hasta el hotel Intercontinental, donde dormí el resto de la tarde y toda la noche… Al día siguiente me trasladé a una pensión más económica porque el dinero que le había sustraído a mi madre estaba disminuyendo de una forma alarmante. Aún así, mi amor al mar siguió impertérrito. Pero mi deseo de ser marinero duró hasta que comencé a pensar que para ser periodista no era necesario saber nadar.
viernes, 22 de agosto de 2014
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