martes, 5 de agosto de 2014

Las parcelas del amor 
¿Cómo calificaría ella hoy mis acciones, mis arrepentimientos referidos a las deslealtades cometidas en el pasado? ¿Cómo los consideraría si advirtiera que algunos casos, como el de Astrid, todavía no han sido desechados totalmente de mi corazón; que este hecho, aunque en una dosis ínfima, permanece camuflado entre los repliegues de mi alma, y que se puede decir que todavía mantengo un orgullo mundano y presuntuoso, dirigido a darme bombo o despertar la envidia: «Para que vean lo que yo fui capaz de conquistar»? Pero, a fin de cuentas, mi relación con aquella chica ¿no se convirtió en un acto que fortaleció nuestro vínculo –el nuestro, Angelines: el que hubo entre nosotros a partir de aquellos días–: lo reformó, lo recompuso, le dio una cuerda más firme y nuestra convivencia tuvo una consistencia más determinante y estrecha que la de antes, y, sobre todo, con nuevos argumentos afectivos? Hay que considerar que en esa acción existen abundantes reacciones englobadas en la ciencia psicológica. Por ejemplo, está esa proposición social que se ha dado en llamar «la crisis de los 40» (la edad que tenía yo entonces), que se atribuye a los hombres, cuando ya se encuentran en «bajada» y tratan de hacer lo posible por reactivar su condición conquistadora. Está también la importancia pasional que encierra el tema de que una joven, muy bella e inteligente, que apenas estaba abriendo los ojos a la vida, abandone a su novio, desprecie la oposición de sus padres, desprecie la imposición social, por ir tras de mí, un hombre casado, padre de cinco hijos (entonces) y con cientos de compromisos profesionales y morales. Y en el caso de Astrid, se refiere a una joven de 18 años tratando de poner a prueba sus atractivos no con los jóvenes de su edad –que eso ya lo tenía confirmado–, sino con un hombre hecho y experimentado como era yo. Y no es que quiera presumir, pero cuando es ella la que da el primer paso, es casi imposible resistirse. 
¿Pero, en cuántas parcelas debe ser dividido el amor? ¿Es que en cada historia se encierran varias historias y, en realidad, solo es una? 
Aún tengo en mi recuerdo lo que escribí unos años después: «Al rememorar su peculiar manera de hablar, cuando reproduzco en mi recuerdo aquella voz pausada, bien modulada, cuyo tono musical no sería exacto si dijera que me excitaba, porque, más bien, me producía relax y una sensación de paz, de placentera dicha, que esbozaba en mi mente sugerentes imágenes de delicadas ninfas cubiertas con vaporosos velos, danzando al son de músicas celestiales en medio del bosque. Recuerdo que, en aquel momento, mientras ella hablaba, yo, sin dejar de ver el movimiento de sus labios, apenas captaba lo que me decía, porque, aturdido como un colegial imberbe, flotaba inerte sobre una nube. La verdad es que tendría que haber sido de piedra para no caer bajo el hechizo que se desprendía de una mujer tan bella, tan diferente, que parecía llegada del más allá, no obstante ser una de esas féminas que se ven tan lejos de uno, tan inalcanzables que, cuando se la tiene delante, lo que menos se piensa es en la posibilidad de seducirlas.
Me había sido recomendada con insistencia por una amiga, pintora, dibujante y colaboradora de Magisterio, la empresa editorial creada y dirigida por mí, de la que, además, era propietario en un 25 por ciento. Elena, la citada pintora, conocía muy bien a Astrid y no dudaba que podía ser la persona ideal para cubrir el puesto de encargada de la librería que habíamos instalado en la planta al nivel la calle con el propósito de enfocarla hacia la doble misión: departamento de ventas y relaciones públicas, y se convirtiera en reflejo de nuestra personalidad como editores. Tal era la razón de que esta chica estuviera sentada al otro lado de mi escritorio, enfrente de mí.» 

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