lunes, 25 de agosto de 2014

¿Quién nos dicta la vida?
Yo, ahora, cuando trato de analizar mi vida pasada, me da la impresión de que no estoy viendo en realidad «mi» vida, sino la vida de otro, de un otro que no soy «yo» y que ni casi se parece a mí. Sí, me veo representado en mi mente, pero esos actos que se describen en mi recuerdo no los siento realizados o elaborados debido a mi intención, sino como una serie de hechos esporádicos, impersonales y espontáneos, algo que surgió así porque sí, según los días iban pasando. Es como una película de momentos curiosos, desbaratados muchos, algunos mal enfocados, la mayoría pasajeros, triviales, deslavazados: y es algo que me cuesta aplicármelo a mí, a mi sentido, a mi intención, es decir, me cuesta creer que yo sea a un tiempo el protagonista, el guionista y el director de ellos… Claro, recuerdo sucesos que me han ocurrido, cosas que he realizado, gentes que se han cruzado en mi camino con la que he mantenido una relación durante un tiempo determinado, largo o corto, pero que son como fantasmas a los que nunca he asignado un espacio en mi corazón o nunca me interesé en verdad por ellos, por sus dolencias o por sus momentos de angustia y, mucho menos, por sus sentimientos. Los veo a mi alrededor, los veo reír y llorar, ir y venir, hacer y deshacer, contar historias chistosas, incluso hacerme llorar, pero luego pasan los días, cambian los rumbos, y se pierden allá en el olvido. No sé si es una peculiaridad mía o es una actitud general. Y es que, en realidad, la vida consciente, la vida sentida de verdad es mínima: por ejemplo, mi vida con mi mujer se puede decir que fue una bella historia de amor dado por hecho, pero ahora que ella no está, pienso que no hice los deberes como debía, los que hubiesen sido necesarios para halagarla, para demostrarle la intensidad de mis sentidos: lo más importante era que ella, al margen de la rutina doméstica, de éste es mi marido y yo soy su mujer, hubiera notado que la amaba, que la amaba con intensidad, y que lo notara no solo porque lo presentía o por mis actitudes convencionales, sino por habérselo manifestado con palabras y con hechos. Recuerdo de forma muy realista los momentos que ella traía una hija o un hijo al mundo (algo que hizo seis veces), las circunstancias de cada parto, el nerviosismo de la espera, el alumbramiento y el momento de unir nuestras manos y darnos un beso como enhorabuena y decirnos con una mirada que la vida entre nosotros iba a recomenzar. El alumbramiento venía a significar como «el regreso» de ella a la vida amorosa. Los días inmediatamente anteriores al parto ella se aislaba, se distanciaba, se ensimismaba. Después, una vez que había parido al hijo o a la hija, regresaba a la vida doméstica y rutinaria de siempre. Y, claro está, regresaban nuestros contactos amorosos… Recuerdo mucho nuestros viajes en avión donde siempre salían a relucir los proyectos que enfrentaríamos al arribar a nuestro destino, y nos hablábamos con nuestras cabezas juntas o la de ella descansando sobre mi hombro. O cuando nos cambiábamos de casa o de país, que venía siendo como un volver a empezar. Recuerdo con mucha ansiedad (y casi con lágrimas) los días siguientes a nuestra reconciliación (tras el asunto de Astrid). Pareció como si fuésemos dos tórtolos recién casados. Íbamos al autocine casi en paños menores y más que a ver la película nos dedicábamos a hacer el amor; buscábamos lugares sofisticados, cuartos con espejos en el techo y en las paredes, y sesiones de pornografía; íbamos a hoteles denominados «de tapadillo» (se llamaban así porque eran apropiados para amores clandestinos o de adulterio) con el fin de acrecentar nuestra libido; salíamos mucho por las noches para ir a bailar… Yo no sabía como eliminar o reducir mi complejo de culpa. Precisamente en una de esas «incursiones» se produjo el embarazo de nuestro sexto hijo que nació en un pueblito alejado entonces de las rutas convencionales y hasta de la civilización: Choroní… ¡Pero esa es otra historia! 

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