Nuestro destino
Cuando pienso que ha de llegar un día que desaparecerá la vida en la Tierra, no puedo evitar un estremecimiento de ansiedad. Y no lo digo por agarrarme a un fatalismo furibundo y temeroso, porque varios científicos de gran calado lo están afirmando a diario. Es más: de hecho, ya ha comenzado una declinación terrestre que la podemos ver frente a nosotros: la disminución de la capa de ozono; el recalentamiento de la corteza; la desertización del suelo, la mala distribución de lluvias (mientras en unas zonas se producen inundaciones, en otras la sequía es aterradora). Y, además, está el deshielo de los polos y el cambio de clima, algo que cada año es más pronunciado…
La idea de que llegue un día que la Tierra se convierta en un pedrusco inerte, sin mares, sin ríos, sin plantas, es decir, una réplica de la Luna, me produce un gran desconcierto por su amplio y negativo significado. Y me da qué pensar: ¿será posible que no tengamos un destino, una aplicación, un motivación de vida, una necesidad biológica, física o moral? Lo que me lleva a preguntarme si será que el experimento con nosotros, los terrestres, ha concluido para reanudarlo en otro planeta, en otro tiempo, en un lugar donde se pueda intentar que el ser humano sea capaz de encarrilar sus actos hacia los requerimientos universales, pero sin egoísmo ni avaricia? De todos modos, destruir, eliminar la vida, convertirnos en nada es un desprecio al supuesto de que contamos con un alma, y una falta de respeto a nuestro pensamiento, a nuestros calculados dones espirituales, a nuestra estructura biológica. Daría a entender que estamos aquí para nada, que no tenemos ningún valor, que la idea de un Dios misericordioso, creador, omnipotente, es un mito, porque si todo es pasajero, provisional, si todo acaba desapareciendo, se viene abajo el sentido de evolución perpetua… Pero, entonces, ¿para qué tanta vida escondida y útil? ¿Qué puede haber detrás de esto? Yo creo que todavía existen propiedades en el universo que no se nos han mostrado, detalles morales o físicos que servirían para mejorar nuestra vida. ¿Seremos solamente un campo de pruebas, una producción virtual? Porque hay que contar con la existencia-inexistencia del principio holográfico, la mecánica cuántica, la realidad virtual, la ley de los agujeros negros, o la cibercultura, la aceleración de partículas, que son principios, génesis o fundamentos (no sé cómo llamarlos, porque también podrían denominarse irrealidades) que hoy condicionan nuestra vida, la moldean, la seleccionan y la dirigen, y si su utilidad no se explica, en su desaparición tampoco hay una razón de ser. Porque toda la nomenclatura de la vida produce la impresión de que existe con el fin de conducir a la humanidad a alguna parte, a un final de ciencia-ficción, cada vez más perfecto. Y si no miremos hacia la evolución, no solo de las especies, sino también de los conceptos, de las ideas y de la cultura… Para mí que soy un tanto descreído, lo que más evidenciaría la presencia de un Dios sería la complicada, inexplicable desde el punto de vista filosófico, biología de los seres, los animales y las plantas; los sentimientos de los cuales hemos sido dotados los humanos; la capacidad de procreación; el deseo de saber, el de amar y crearnos un proceder; los lazos intuitivos y morales que nos atan a nuestro hijos, a nuestra pareja y a los amigos, la conciencia encargada de frenar nuestra maldad y de dictarnos un comportamiento. Así como el sentido de la belleza.
De lo contrario, todo resultaría un fin de fiesta colmado de futilidad.
jueves, 28 de agosto de 2014
lunes, 25 de agosto de 2014
¿Quién nos dicta la vida?
Yo, ahora, cuando trato de analizar mi vida pasada, me da la impresión de que no estoy viendo en realidad «mi» vida, sino la vida de otro, de un otro que no soy «yo» y que ni casi se parece a mí. Sí, me veo representado en mi mente, pero esos actos que se describen en mi recuerdo no los siento realizados o elaborados debido a mi intención, sino como una serie de hechos esporádicos, impersonales y espontáneos, algo que surgió así porque sí, según los días iban pasando. Es como una película de momentos curiosos, desbaratados muchos, algunos mal enfocados, la mayoría pasajeros, triviales, deslavazados: y es algo que me cuesta aplicármelo a mí, a mi sentido, a mi intención, es decir, me cuesta creer que yo sea a un tiempo el protagonista, el guionista y el director de ellos… Claro, recuerdo sucesos que me han ocurrido, cosas que he realizado, gentes que se han cruzado en mi camino con la que he mantenido una relación durante un tiempo determinado, largo o corto, pero que son como fantasmas a los que nunca he asignado un espacio en mi corazón o nunca me interesé en verdad por ellos, por sus dolencias o por sus momentos de angustia y, mucho menos, por sus sentimientos. Los veo a mi alrededor, los veo reír y llorar, ir y venir, hacer y deshacer, contar historias chistosas, incluso hacerme llorar, pero luego pasan los días, cambian los rumbos, y se pierden allá en el olvido. No sé si es una peculiaridad mía o es una actitud general. Y es que, en realidad, la vida consciente, la vida sentida de verdad es mínima: por ejemplo, mi vida con mi mujer se puede decir que fue una bella historia de amor dado por hecho, pero ahora que ella no está, pienso que no hice los deberes como debía, los que hubiesen sido necesarios para halagarla, para demostrarle la intensidad de mis sentidos: lo más importante era que ella, al margen de la rutina doméstica, de éste es mi marido y yo soy su mujer, hubiera notado que la amaba, que la amaba con intensidad, y que lo notara no solo porque lo presentía o por mis actitudes convencionales, sino por habérselo manifestado con palabras y con hechos. Recuerdo de forma muy realista los momentos que ella traía una hija o un hijo al mundo (algo que hizo seis veces), las circunstancias de cada parto, el nerviosismo de la espera, el alumbramiento y el momento de unir nuestras manos y darnos un beso como enhorabuena y decirnos con una mirada que la vida entre nosotros iba a recomenzar. El alumbramiento venía a significar como «el regreso» de ella a la vida amorosa. Los días inmediatamente anteriores al parto ella se aislaba, se distanciaba, se ensimismaba. Después, una vez que había parido al hijo o a la hija, regresaba a la vida doméstica y rutinaria de siempre. Y, claro está, regresaban nuestros contactos amorosos… Recuerdo mucho nuestros viajes en avión donde siempre salían a relucir los proyectos que enfrentaríamos al arribar a nuestro destino, y nos hablábamos con nuestras cabezas juntas o la de ella descansando sobre mi hombro. O cuando nos cambiábamos de casa o de país, que venía siendo como un volver a empezar. Recuerdo con mucha ansiedad (y casi con lágrimas) los días siguientes a nuestra reconciliación (tras el asunto de Astrid). Pareció como si fuésemos dos tórtolos recién casados. Íbamos al autocine casi en paños menores y más que a ver la película nos dedicábamos a hacer el amor; buscábamos lugares sofisticados, cuartos con espejos en el techo y en las paredes, y sesiones de pornografía; íbamos a hoteles denominados «de tapadillo» (se llamaban así porque eran apropiados para amores clandestinos o de adulterio) con el fin de acrecentar nuestra libido; salíamos mucho por las noches para ir a bailar… Yo no sabía como eliminar o reducir mi complejo de culpa. Precisamente en una de esas «incursiones» se produjo el embarazo de nuestro sexto hijo que nació en un pueblito alejado entonces de las rutas convencionales y hasta de la civilización: Choroní… ¡Pero esa es otra historia!
Yo, ahora, cuando trato de analizar mi vida pasada, me da la impresión de que no estoy viendo en realidad «mi» vida, sino la vida de otro, de un otro que no soy «yo» y que ni casi se parece a mí. Sí, me veo representado en mi mente, pero esos actos que se describen en mi recuerdo no los siento realizados o elaborados debido a mi intención, sino como una serie de hechos esporádicos, impersonales y espontáneos, algo que surgió así porque sí, según los días iban pasando. Es como una película de momentos curiosos, desbaratados muchos, algunos mal enfocados, la mayoría pasajeros, triviales, deslavazados: y es algo que me cuesta aplicármelo a mí, a mi sentido, a mi intención, es decir, me cuesta creer que yo sea a un tiempo el protagonista, el guionista y el director de ellos… Claro, recuerdo sucesos que me han ocurrido, cosas que he realizado, gentes que se han cruzado en mi camino con la que he mantenido una relación durante un tiempo determinado, largo o corto, pero que son como fantasmas a los que nunca he asignado un espacio en mi corazón o nunca me interesé en verdad por ellos, por sus dolencias o por sus momentos de angustia y, mucho menos, por sus sentimientos. Los veo a mi alrededor, los veo reír y llorar, ir y venir, hacer y deshacer, contar historias chistosas, incluso hacerme llorar, pero luego pasan los días, cambian los rumbos, y se pierden allá en el olvido. No sé si es una peculiaridad mía o es una actitud general. Y es que, en realidad, la vida consciente, la vida sentida de verdad es mínima: por ejemplo, mi vida con mi mujer se puede decir que fue una bella historia de amor dado por hecho, pero ahora que ella no está, pienso que no hice los deberes como debía, los que hubiesen sido necesarios para halagarla, para demostrarle la intensidad de mis sentidos: lo más importante era que ella, al margen de la rutina doméstica, de éste es mi marido y yo soy su mujer, hubiera notado que la amaba, que la amaba con intensidad, y que lo notara no solo porque lo presentía o por mis actitudes convencionales, sino por habérselo manifestado con palabras y con hechos. Recuerdo de forma muy realista los momentos que ella traía una hija o un hijo al mundo (algo que hizo seis veces), las circunstancias de cada parto, el nerviosismo de la espera, el alumbramiento y el momento de unir nuestras manos y darnos un beso como enhorabuena y decirnos con una mirada que la vida entre nosotros iba a recomenzar. El alumbramiento venía a significar como «el regreso» de ella a la vida amorosa. Los días inmediatamente anteriores al parto ella se aislaba, se distanciaba, se ensimismaba. Después, una vez que había parido al hijo o a la hija, regresaba a la vida doméstica y rutinaria de siempre. Y, claro está, regresaban nuestros contactos amorosos… Recuerdo mucho nuestros viajes en avión donde siempre salían a relucir los proyectos que enfrentaríamos al arribar a nuestro destino, y nos hablábamos con nuestras cabezas juntas o la de ella descansando sobre mi hombro. O cuando nos cambiábamos de casa o de país, que venía siendo como un volver a empezar. Recuerdo con mucha ansiedad (y casi con lágrimas) los días siguientes a nuestra reconciliación (tras el asunto de Astrid). Pareció como si fuésemos dos tórtolos recién casados. Íbamos al autocine casi en paños menores y más que a ver la película nos dedicábamos a hacer el amor; buscábamos lugares sofisticados, cuartos con espejos en el techo y en las paredes, y sesiones de pornografía; íbamos a hoteles denominados «de tapadillo» (se llamaban así porque eran apropiados para amores clandestinos o de adulterio) con el fin de acrecentar nuestra libido; salíamos mucho por las noches para ir a bailar… Yo no sabía como eliminar o reducir mi complejo de culpa. Precisamente en una de esas «incursiones» se produjo el embarazo de nuestro sexto hijo que nació en un pueblito alejado entonces de las rutas convencionales y hasta de la civilización: Choroní… ¡Pero esa es otra historia!
viernes, 22 de agosto de 2014
Fascinaciones
Cuando te quedas ensimismado mirando al mar, es inevitable no pensar en la composición del Universo, en su estructura psicodélica, en la vida… Y admiras su inmensidad, su color, sus estremecedoras o gratas influencias espirituales, las imágenes que se reproducen en tu mente, los mitos que perturban y alientan tu imaginación, como las sirenas, los tritones, los Neptunos, los Poseidones y otros personajes propios de la fantasía; calculas que a muchas millas de distancia, al otro lado del mar, existen otros países, con sus gentes y sus costumbres, sus desgracias y sus virtudes, algo que tanto te atrajo siempre y que te invitó a saltar de un lado al otro como un nómada… Piensas que en otras playas habrá otros seres que, como tú, admirarán esta grandeza, o se inspirarán para declarar su amor a una dama, o para escribir una poesía, o para quitarse la vida –como hizo Alfonsina Storni–, o para admirar el encandilamiento del Creador. Porque esto, si posee en verdad un constructor, tiene que tratarse de un ser —piensas—, con un propósito, con un fin, y, sobre todo, con unas ideas artísticas prodigiosas. Y no solo para halagar mi vista, sino para darme fe en el mundo y en sus profundas asociaciones, para darme ilusión y exacerbar la dicha de vivir, el asombro por la vida, y la sumisión a ella. A mí, de niño, me atraía el mar y eso que nací en Burgos, un lugar alejado 300 kilómetros de la costa. Cuando vi al mar por primera vez estaba en Valencia y tenía 15 años, me había escapado de mi casa en Madrid por desavenencias con mi padre, recién regresado de su exilio. En Valencia —ignoro por qué escogí esta ciudad— pensaba intentar enrolarme en un barco, y alcanzar mi gloria futura como marino. Un día fui a la playa de las Arenas y alquilé un patín; me adentré en el mar como si fuera un náutico experto, pero una ola me tiró al agua. El problema más angustioso fue que yo no sabía nadar y, cuando quise recuperar el patín, no hubo forma: se había alejado de mí como diez metros. Después de manotear un rato para mantenerme a flote, cuando ya no tuve fuerzas comencé a hundirme física y mentalmente. Solo me dio tiempo a pensar: «¡Qué fácil es morir!», y «En este momento llegó mi hora». Sí tuve ocasión de contemplar el bonito espectáculo con el que iba a ser amenizada mi muerte: se veía la claridad verdosa de la superficie y algunos peces que iban y venían tranquilamente, sin preocuparse de que yo viviera mis últimos momentos. Y perdí el conocimiento… Cuando abrí los ojos, estaba tumbado en la arena de la playa, boca abajo: alguien presionaba mi espalda para ayudarme a expulsar el agua que se había depositado en mi estómago y en mi pulmón. Oía que la gente me hablaba, pero no reparé en lo que me decían. Cuando pude, me puse de pie, busqué mi ropa y me alejé de allí. Mientras todos me miraban como si fuese un resucitado o un reptil que venía del fondo del mar. Ni siquiera sé quién fue el que me sacó del agua, o sea, quién me salvó la vida, así que no pude darle las gracias. Esos momentos cercanos a la muerte se viven como si uno estuviera alejado de todo. Cogí un taxi y me llevó hasta el hotel Intercontinental, donde dormí el resto de la tarde y toda la noche… Al día siguiente me trasladé a una pensión más económica porque el dinero que le había sustraído a mi madre estaba disminuyendo de una forma alarmante. Aún así, mi amor al mar siguió impertérrito. Pero mi deseo de ser marinero duró hasta que comencé a pensar que para ser periodista no era necesario saber nadar.
Cuando te quedas ensimismado mirando al mar, es inevitable no pensar en la composición del Universo, en su estructura psicodélica, en la vida… Y admiras su inmensidad, su color, sus estremecedoras o gratas influencias espirituales, las imágenes que se reproducen en tu mente, los mitos que perturban y alientan tu imaginación, como las sirenas, los tritones, los Neptunos, los Poseidones y otros personajes propios de la fantasía; calculas que a muchas millas de distancia, al otro lado del mar, existen otros países, con sus gentes y sus costumbres, sus desgracias y sus virtudes, algo que tanto te atrajo siempre y que te invitó a saltar de un lado al otro como un nómada… Piensas que en otras playas habrá otros seres que, como tú, admirarán esta grandeza, o se inspirarán para declarar su amor a una dama, o para escribir una poesía, o para quitarse la vida –como hizo Alfonsina Storni–, o para admirar el encandilamiento del Creador. Porque esto, si posee en verdad un constructor, tiene que tratarse de un ser —piensas—, con un propósito, con un fin, y, sobre todo, con unas ideas artísticas prodigiosas. Y no solo para halagar mi vista, sino para darme fe en el mundo y en sus profundas asociaciones, para darme ilusión y exacerbar la dicha de vivir, el asombro por la vida, y la sumisión a ella. A mí, de niño, me atraía el mar y eso que nací en Burgos, un lugar alejado 300 kilómetros de la costa. Cuando vi al mar por primera vez estaba en Valencia y tenía 15 años, me había escapado de mi casa en Madrid por desavenencias con mi padre, recién regresado de su exilio. En Valencia —ignoro por qué escogí esta ciudad— pensaba intentar enrolarme en un barco, y alcanzar mi gloria futura como marino. Un día fui a la playa de las Arenas y alquilé un patín; me adentré en el mar como si fuera un náutico experto, pero una ola me tiró al agua. El problema más angustioso fue que yo no sabía nadar y, cuando quise recuperar el patín, no hubo forma: se había alejado de mí como diez metros. Después de manotear un rato para mantenerme a flote, cuando ya no tuve fuerzas comencé a hundirme física y mentalmente. Solo me dio tiempo a pensar: «¡Qué fácil es morir!», y «En este momento llegó mi hora». Sí tuve ocasión de contemplar el bonito espectáculo con el que iba a ser amenizada mi muerte: se veía la claridad verdosa de la superficie y algunos peces que iban y venían tranquilamente, sin preocuparse de que yo viviera mis últimos momentos. Y perdí el conocimiento… Cuando abrí los ojos, estaba tumbado en la arena de la playa, boca abajo: alguien presionaba mi espalda para ayudarme a expulsar el agua que se había depositado en mi estómago y en mi pulmón. Oía que la gente me hablaba, pero no reparé en lo que me decían. Cuando pude, me puse de pie, busqué mi ropa y me alejé de allí. Mientras todos me miraban como si fuese un resucitado o un reptil que venía del fondo del mar. Ni siquiera sé quién fue el que me sacó del agua, o sea, quién me salvó la vida, así que no pude darle las gracias. Esos momentos cercanos a la muerte se viven como si uno estuviera alejado de todo. Cogí un taxi y me llevó hasta el hotel Intercontinental, donde dormí el resto de la tarde y toda la noche… Al día siguiente me trasladé a una pensión más económica porque el dinero que le había sustraído a mi madre estaba disminuyendo de una forma alarmante. Aún así, mi amor al mar siguió impertérrito. Pero mi deseo de ser marinero duró hasta que comencé a pensar que para ser periodista no era necesario saber nadar.
martes, 19 de agosto de 2014
Se impuso la cordura
¿Será la ambición y la pasión lo que nos impide aceptar una vida sencilla y de acción consecuente, y adoptarla de forma habitual? Claro, comprendo que a mi edad es fácil proponer las ventajas de la calma. Posiblemente a los 30 años (ni a los 40) no se me hubiera ocurrido pensar algo semejante. Pero, ahora, al hacer un recuento de mi vida, sí lo entiendo de esta manera y lo que no hice bien me hiere el alma. Y no será por que no me advirtieran tantas veces: piensa en la vejez… Y yo, entonces, exclamaba: «¡Pero, por dios!, ¡qué voy a pensar en la vejez! ¡La vida es el presente, y lo que ocurra mañana, según lo que sea, ya veremos cómo lo arreglamos…!». No contaba yo con esas cuestiones morales o espirituales que tanto te acechan y te atacan al final de la vida! Una de las cosas que más me hieren hoy de mi pasado, y que me resulta más insoportable, es que Angelines echase lágrimas por mí… ¡Hay noches que ese tema no me deja dormir! ¿Quién soy yo para provocar las lágrimas de mi amada?
Y es que en la vida hay dos influencias morales, opuestas, contrarias, dos sentimientos que luchan entre sí: la conciencia, por un lado; la pasión, por otro. La conciencia, si es honesta (y tiene que serlo, porque de lo contrario se denominaría «mala conciencia»), significa integridad, pensamiento equilibrado, ética, tranquilidad de espíritu; mientras que la pasión se aferra al arrebato, a la obcecación, a la vehemencia, al desorden moral, al impulso no razonado. Yo, durante mi «emperramiento» con Astrid, me debatía entre las dos actitudes. Por un lado me atormentaba no cumplir con el compromiso familiar, con mi mujer (a la que continuaba amando no con una amor pasional, sino con uno delicado, constante y profundo), con mis hijos, mi empresa que había sido construida a base de mis conceptos editoriales y significaba mi mayor logro desde que arribamos en América. Y estaba el compromiso con mis socios, quienes habían confiado en mí… Pero la pasión que me despertó Astrid fue demoledora, fulminante, que anuló cualquier otro sentimiento. Yo no era dueño de mí. Lo reconozco. Menos mal que todo terminó dos meses después. Ante la presión social, nos habíamos ido a Brasil y tras unos 40 días de vida amorosa, sin freno, cuando comenzó nuestra conciencia a jalar de nosotros, hablamos, consideramos las consecuencias de nuestra conducta y decidimos regresar: Astrid con su novio y yo con mi mujer y con la promesa de, para evitar tentaciones, no volvernos a ver nunca más ni interesarnos por nuestras vidas. Y en aquel momento a la única que recuperé fue a Angelines. Lo demás se perdió: la empresa recién creada se fue al garete con las consiguientes pérdidas; mis relaciones profesionales y sociales descendieron hasta grados ínfimos. Todo significó volver a empezar. Hasta mi amor con mi mujer se renovó y emprendió un camino más intenso, mejor entendido, mucho más íntimo y pasional. Era como si nuestra relación hubiera vuelto a empezar. (Claro, yo tenía mi prestigio profesional e inmediatamente pasé a trabajar en Ediciones Vega, de gerente…)
sábado, 9 de agosto de 2014
¿Quién lo decidió?
¿Quién está capacitado para precisar, para imponer que la vida, la humanidad, se atenga a unas reglas determinadas, a un comportamiento, a una conducta e, incluso, a una ética? ¿Se trata de leyes universales o son normas que se han ido imponiendo por sí mismas, o por las creencias religiosas, o por las costumbres, o por las conveniencias? Conste que, aunque lo recuerdo con cierto afecto –y no me arrepiento de nada (ya que esta relación de adulterio acabó produciendo situaciones positivas)–, a pesar de tratarse de un amor intenso y romántico, llegó un momento que ambos recapacitamos y tomamos la decisión de detenerlo, suspenderlo y dar los pasos convenientes para acallar nuestras conciencia. En aquel momento estábamos en Brasil…
En mi caso (no tanto en el de Astrid) fueron la sociedad, las padres de Astrid, el novio de ella, mis socios en la empresa, mi madre con sus «¡Ay, Dios mío!» llevándose las manos a la cabeza, los amigos respectivos, la gente con la que me relacionaba, los autores y clientes de nuestra empresa que intentaron por todos los medios hacerme entrar en razón, y si bien al principio nuestra reacción fue contraria a sus deseos, puesto que nos acercó más y nos sentimos más unidos, más impulsados, más dispuestos a resistir todo lo que se nos viniera encima, más tarde comenzó a decaer.
Intervinieron muchos factores: En la misma medida que se intensificaba nuestra relación, los amigos nos fueron abandonando, unos por envidia; otros por mi inexplicable e inmadura conducta. Astrid fue expulsada de la compañía tras una reunión de mis socios sin que yo estuviera presente. A mí me plantaron un detective que fiscalizaba todos mis movimientos e informaba puntualmente de los pasos que daba, los lugares a donde íbamos y lo que hacíamos. Una noche que estábamos en un lugar apartado, dentro de mi automóvil, abrazándonos, tratando de consolarnos de nuestra situación de perseguidos, fuimos detenidos por una patrulla de la policía y llevados a la delegación. Astrid lloraba, ante el temor de lo que nos podría ocurrir. Yo le pedí calma dispuesto a arreglarlo todo fuera como fuera. Y lo arreglé mediante un cuantioso soborno… A partir de la expulsión de Astrid de la Compañía, nuestras citas fueron absolutamente secretas, irregulares, y a veces estaban faltas de emotividad. Yo llegaba a mi casa, siempre tarde, y el drama continuaba allí. Angelines lloraba en silencio, sentada en la cama. No me insultaba, no discutía, no se ponía colérica. Esas acciones no se contemplaban en su personalidad. Solo lloraba y me suplicaba entre sollozos. Me preguntaba si ya no la quería; me decía que sin mí, sin mi amor, ella no podría vivir. Intentaba tener una relación de cama, y yo, bruto de mí, la rechazaba, aunque, cuando hacía tal cosa (pensaba que acceder a sus requerimientos hubiera sido un engaño porque no me sentía capaz da acabar con el idilio), se me partía el corazón. Ella me decía mientras lloraba que yo lo era todo para ella; que había abandonado su vida cómoda junto a sus padres para seguirme a mí; que yo era quien la había hecho así, como era, quien la había transmitido mi filosofía, mis principios, mi pensamiento, mi sentido de la vida.
martes, 5 de agosto de 2014
Las parcelas del amor
¿Cómo calificaría ella hoy mis acciones, mis arrepentimientos referidos a las deslealtades cometidas en el pasado? ¿Cómo los consideraría si advirtiera que algunos casos, como el de Astrid, todavía no han sido desechados totalmente de mi corazón; que este hecho, aunque en una dosis ínfima, permanece camuflado entre los repliegues de mi alma, y que se puede decir que todavía mantengo un orgullo mundano y presuntuoso, dirigido a darme bombo o despertar la envidia: «Para que vean lo que yo fui capaz de conquistar»? Pero, a fin de cuentas, mi relación con aquella chica ¿no se convirtió en un acto que fortaleció nuestro vínculo –el nuestro, Angelines: el que hubo entre nosotros a partir de aquellos días–: lo reformó, lo recompuso, le dio una cuerda más firme y nuestra convivencia tuvo una consistencia más determinante y estrecha que la de antes, y, sobre todo, con nuevos argumentos afectivos? Hay que considerar que en esa acción existen abundantes reacciones englobadas en la ciencia psicológica. Por ejemplo, está esa proposición social que se ha dado en llamar «la crisis de los 40» (la edad que tenía yo entonces), que se atribuye a los hombres, cuando ya se encuentran en «bajada» y tratan de hacer lo posible por reactivar su condición conquistadora. Está también la importancia pasional que encierra el tema de que una joven, muy bella e inteligente, que apenas estaba abriendo los ojos a la vida, abandone a su novio, desprecie la oposición de sus padres, desprecie la imposición social, por ir tras de mí, un hombre casado, padre de cinco hijos (entonces) y con cientos de compromisos profesionales y morales. Y en el caso de Astrid, se refiere a una joven de 18 años tratando de poner a prueba sus atractivos no con los jóvenes de su edad –que eso ya lo tenía confirmado–, sino con un hombre hecho y experimentado como era yo. Y no es que quiera presumir, pero cuando es ella la que da el primer paso, es casi imposible resistirse.
¿Pero, en cuántas parcelas debe ser dividido el amor? ¿Es que en cada historia se encierran varias historias y, en realidad, solo es una?
Aún tengo en mi recuerdo lo que escribí unos años después: «Al rememorar su peculiar manera de hablar, cuando reproduzco en mi recuerdo aquella voz pausada, bien modulada, cuyo tono musical no sería exacto si dijera que me excitaba, porque, más bien, me producía relax y una sensación de paz, de placentera dicha, que esbozaba en mi mente sugerentes imágenes de delicadas ninfas cubiertas con vaporosos velos, danzando al son de músicas celestiales en medio del bosque. Recuerdo que, en aquel momento, mientras ella hablaba, yo, sin dejar de ver el movimiento de sus labios, apenas captaba lo que me decía, porque, aturdido como un colegial imberbe, flotaba inerte sobre una nube. La verdad es que tendría que haber sido de piedra para no caer bajo el hechizo que se desprendía de una mujer tan bella, tan diferente, que parecía llegada del más allá, no obstante ser una de esas féminas que se ven tan lejos de uno, tan inalcanzables que, cuando se la tiene delante, lo que menos se piensa es en la posibilidad de seducirlas.
Me había sido recomendada con insistencia por una amiga, pintora, dibujante y colaboradora de Magisterio, la empresa editorial creada y dirigida por mí, de la que, además, era propietario en un 25 por ciento. Elena, la citada pintora, conocía muy bien a Astrid y no dudaba que podía ser la persona ideal para cubrir el puesto de encargada de la librería que habíamos instalado en la planta al nivel la calle con el propósito de enfocarla hacia la doble misión: departamento de ventas y relaciones públicas, y se convirtiera en reflejo de nuestra personalidad como editores. Tal era la razón de que esta chica estuviera sentada al otro lado de mi escritorio, enfrente de mí.»
¿Cómo calificaría ella hoy mis acciones, mis arrepentimientos referidos a las deslealtades cometidas en el pasado? ¿Cómo los consideraría si advirtiera que algunos casos, como el de Astrid, todavía no han sido desechados totalmente de mi corazón; que este hecho, aunque en una dosis ínfima, permanece camuflado entre los repliegues de mi alma, y que se puede decir que todavía mantengo un orgullo mundano y presuntuoso, dirigido a darme bombo o despertar la envidia: «Para que vean lo que yo fui capaz de conquistar»? Pero, a fin de cuentas, mi relación con aquella chica ¿no se convirtió en un acto que fortaleció nuestro vínculo –el nuestro, Angelines: el que hubo entre nosotros a partir de aquellos días–: lo reformó, lo recompuso, le dio una cuerda más firme y nuestra convivencia tuvo una consistencia más determinante y estrecha que la de antes, y, sobre todo, con nuevos argumentos afectivos? Hay que considerar que en esa acción existen abundantes reacciones englobadas en la ciencia psicológica. Por ejemplo, está esa proposición social que se ha dado en llamar «la crisis de los 40» (la edad que tenía yo entonces), que se atribuye a los hombres, cuando ya se encuentran en «bajada» y tratan de hacer lo posible por reactivar su condición conquistadora. Está también la importancia pasional que encierra el tema de que una joven, muy bella e inteligente, que apenas estaba abriendo los ojos a la vida, abandone a su novio, desprecie la oposición de sus padres, desprecie la imposición social, por ir tras de mí, un hombre casado, padre de cinco hijos (entonces) y con cientos de compromisos profesionales y morales. Y en el caso de Astrid, se refiere a una joven de 18 años tratando de poner a prueba sus atractivos no con los jóvenes de su edad –que eso ya lo tenía confirmado–, sino con un hombre hecho y experimentado como era yo. Y no es que quiera presumir, pero cuando es ella la que da el primer paso, es casi imposible resistirse.
¿Pero, en cuántas parcelas debe ser dividido el amor? ¿Es que en cada historia se encierran varias historias y, en realidad, solo es una?
Aún tengo en mi recuerdo lo que escribí unos años después: «Al rememorar su peculiar manera de hablar, cuando reproduzco en mi recuerdo aquella voz pausada, bien modulada, cuyo tono musical no sería exacto si dijera que me excitaba, porque, más bien, me producía relax y una sensación de paz, de placentera dicha, que esbozaba en mi mente sugerentes imágenes de delicadas ninfas cubiertas con vaporosos velos, danzando al son de músicas celestiales en medio del bosque. Recuerdo que, en aquel momento, mientras ella hablaba, yo, sin dejar de ver el movimiento de sus labios, apenas captaba lo que me decía, porque, aturdido como un colegial imberbe, flotaba inerte sobre una nube. La verdad es que tendría que haber sido de piedra para no caer bajo el hechizo que se desprendía de una mujer tan bella, tan diferente, que parecía llegada del más allá, no obstante ser una de esas féminas que se ven tan lejos de uno, tan inalcanzables que, cuando se la tiene delante, lo que menos se piensa es en la posibilidad de seducirlas.
Me había sido recomendada con insistencia por una amiga, pintora, dibujante y colaboradora de Magisterio, la empresa editorial creada y dirigida por mí, de la que, además, era propietario en un 25 por ciento. Elena, la citada pintora, conocía muy bien a Astrid y no dudaba que podía ser la persona ideal para cubrir el puesto de encargada de la librería que habíamos instalado en la planta al nivel la calle con el propósito de enfocarla hacia la doble misión: departamento de ventas y relaciones públicas, y se convirtiera en reflejo de nuestra personalidad como editores. Tal era la razón de que esta chica estuviera sentada al otro lado de mi escritorio, enfrente de mí.»
viernes, 1 de agosto de 2014
¿Qué pensará de mí?
¿Y a todo esto, qué pensará Angelines de mí? (es decir, qué pensaría si me estuviera viendo.) ¿Me verá con agrado o con severidad, me recibirá con amor o con un ademán displicente? ¿Tendrá confianza en mí o se mostrará dudosa? Porque yo expongo con asiduidad mi amor ante ella, pero lo hago dando por hecho que ella me ama: es algo que ni me lo pregunto ni me lo cuestiono. Pero, ¿y si no fuera así? (Aclaración: antes tendría que determinar si existe algún lugar donde puede estar albergado su espíritu, aunque para determinar tal cosa tenga que resistir los abucheos y las pitadas de mi cerebro o de mi función de razonador…). Pero evitemos los formalismos y continuemos con los encantos dictados por mi imaginación. Trataré de alimentar la ilusión de que ella me ve, que me observa con sus bellos y expresivos ojos; que sonríe al contemplarme y me envía un beso (tengan en cuenta que estamos imaginando, y aquí cabe todo…). En ese caso, y para que la ilusión sea completa, supondré que me estará diciendo: «¡Yo te amo igual que tú me amas a mí, así que deja ese tema! (¡qué bien me lo preparo!) ¡Pero tienes que renacer! No permitas que te atrapen las corrientes negativas. Tú mismo has reconocido en diversas ocasiones que la vida es un choque de sentimientos y fuerzas, es la guerra de lo bonito contra lo feo; la verdad contra la mentira; el amor contra el repudio; la fe contra la incredulidad; la bondad contra la maldad; la borrasca tratando de violentar el clima apacible. Y todo consiste en otorgar un equilibrio a los elementos. Has de considerar que todas las cosas, todas las actitudes, todas las situaciones, tienen un principio y un final…».
Sí, entiendo que concluyó aquella etapa larga (que a mí se me hizo corta) y dichosa de nuestra unión, una etapa que se puede catalogar como dulce y casi lírica; emotiva y entrañable. Y sé que tenía que terminar algún día porque en esta vida nada es eterno… ¡Pero se me hace tan duro aceptarlo…! ¿No sería preferible vivir en el ensueño, en lo intangible, en los anhelos espirituales? Ella, ahora, con la clarividencia que le otorga su condición de espíritu, contemplará mis actitudes pasadas, las verá como quien ve una película del viejo cine, y, para fijar conceptos, podrá hacer tanto replay como necesite. Y contemplará los distintos encuadres hasta estar convencida de mi condición moral; calibrará mi comportamiento durante el tiempo que vivimos juntos, y considerará mis acciones, sin dejar de sopesar lo que huele a traición, o lo que concierne a mis engaños, a mis acciones inmorales, para acabar poniendo lo malo en un platillo y lo bueno en otro… Y entonces meditará sobre la calificación que me otorga. Ella, durante su vida, siempre se inclinaba a perdonar, a disculpar las flaquezas: ¿por qué no ha de hacerlo ahora?
¿Y a todo esto, qué pensará Angelines de mí? (es decir, qué pensaría si me estuviera viendo.) ¿Me verá con agrado o con severidad, me recibirá con amor o con un ademán displicente? ¿Tendrá confianza en mí o se mostrará dudosa? Porque yo expongo con asiduidad mi amor ante ella, pero lo hago dando por hecho que ella me ama: es algo que ni me lo pregunto ni me lo cuestiono. Pero, ¿y si no fuera así? (Aclaración: antes tendría que determinar si existe algún lugar donde puede estar albergado su espíritu, aunque para determinar tal cosa tenga que resistir los abucheos y las pitadas de mi cerebro o de mi función de razonador…). Pero evitemos los formalismos y continuemos con los encantos dictados por mi imaginación. Trataré de alimentar la ilusión de que ella me ve, que me observa con sus bellos y expresivos ojos; que sonríe al contemplarme y me envía un beso (tengan en cuenta que estamos imaginando, y aquí cabe todo…). En ese caso, y para que la ilusión sea completa, supondré que me estará diciendo: «¡Yo te amo igual que tú me amas a mí, así que deja ese tema! (¡qué bien me lo preparo!) ¡Pero tienes que renacer! No permitas que te atrapen las corrientes negativas. Tú mismo has reconocido en diversas ocasiones que la vida es un choque de sentimientos y fuerzas, es la guerra de lo bonito contra lo feo; la verdad contra la mentira; el amor contra el repudio; la fe contra la incredulidad; la bondad contra la maldad; la borrasca tratando de violentar el clima apacible. Y todo consiste en otorgar un equilibrio a los elementos. Has de considerar que todas las cosas, todas las actitudes, todas las situaciones, tienen un principio y un final…».
Sí, entiendo que concluyó aquella etapa larga (que a mí se me hizo corta) y dichosa de nuestra unión, una etapa que se puede catalogar como dulce y casi lírica; emotiva y entrañable. Y sé que tenía que terminar algún día porque en esta vida nada es eterno… ¡Pero se me hace tan duro aceptarlo…! ¿No sería preferible vivir en el ensueño, en lo intangible, en los anhelos espirituales? Ella, ahora, con la clarividencia que le otorga su condición de espíritu, contemplará mis actitudes pasadas, las verá como quien ve una película del viejo cine, y, para fijar conceptos, podrá hacer tanto replay como necesite. Y contemplará los distintos encuadres hasta estar convencida de mi condición moral; calibrará mi comportamiento durante el tiempo que vivimos juntos, y considerará mis acciones, sin dejar de sopesar lo que huele a traición, o lo que concierne a mis engaños, a mis acciones inmorales, para acabar poniendo lo malo en un platillo y lo bueno en otro… Y entonces meditará sobre la calificación que me otorga. Ella, durante su vida, siempre se inclinaba a perdonar, a disculpar las flaquezas: ¿por qué no ha de hacerlo ahora?
Suscribirse a:
Entradas (Atom)