Un día melancólico…
Aunque hay tranquilidad en el ambiente, lo reconozco. Más gente que de costumbre en la playa, pero el mar está como perezoso, indeciso, sin deseos de pronunciarse. De repente empieza a llover y la gente recoge sus bártulos y huye. ¡El día de playa se fastidió! Yo, que me negaba a convertirme en un «viejo retraído y silencioso», ahora entiendo que existan gente mayor que solo observan los acontecimientos pero no se pronuncian. Es como si se dijera: «¡Pero qué mundo será este donde estoy!» Y es que a mi edad uno se anonada viendo los movimientos de la gente, sus prisas, su agitación: corren de un lado para otro cargados con sus neveras, con sus sillas plegables y sus toallas. Y uno ya no participa de eso ni siente el pacer de antes. Y es que la vida te da incentivos mientras eres necesario (o sea, mientras puedes procrear, mientras puedes colaborar en la evolución y el progreso, mientras puedes sostener a una familia, mientras seas un colaborador —aunque ínfimo— de la evolución). Es cuando ves que la vida es bonita, que se puede vivir y disfrutar, y tener algunos derechos y hasta ser admirado y resultar gracioso… Lo malo es cuando la fiesta se termina y empiezas a hacer consideraciones acerca de su utilidad, de en qué consistirá la vida y qué sería lo que se esperaba de ti. Y es muy fácil recomendarte a ti mismo que pienses en otra cosa si este pensamiento te perturba; es tan difícil hacerlo… Cuando se llega a viejo, se tiene un monólogo continuo con uno mismo donde el anfitrión, el que origina los pensamientos, es decir, tú, siempre sale mal parado.
Nietzsche dijo alguna vez que «la vida era un juego de fuerzas sin metas ni sentido», y que «es necesario olvidar la vida pasada para poder seguir adelante»; mientras Kleist aseguraba que «es conveniente hacer un esfuerzo para lograr una dulce autonomía frente a un mundo hostil, gobernado por absurdas casualidades». Y ambos, Nietzsche y Kleist, indicaron «la inmediatez que nos perdemos por culpa de la conciencia». Y por lo que respecta a mí, creo que al vivir la vida, desde la niñez hasta poco antes de la vejez (en la etapa de la vejez, ya no puede cambiarse nada), uno vive en el presente, aunque hay aspectos de la educación, o aseveraciones que te llegan de personas mayores que las vamos absorbiendo casi sin advertirlo, así como los acontecimientos que ocurren a lo largo de nuestra vida: se van inculcando en nosotros, en nuestro subconsciente, sin poderlo evitar. Y eso, irremisiblemente, es lo que nos forma: forma nuestra conciencia, nuestra personalidad, y es muy difícil desligarse de esas imposiciones sociales, dejarlo a un lado para abrazar teorías o doctrinas nuevas. Yo acabo de leer una novela, El jilguero, de Donna Tartt, donde Theo, el personaje central, es presentado desde niño, y su vida transcurre en un permanente cambio a partir del momento que muere su madre en un acto terrorista. En ese momento ambos, madre e hijo, estaban visitando un museo de NY. Theo tiene 13 años, y desde entonces el chico pasa de mano en mano, y soporta diferentes acciones morales, diferentes situaciones, diferentes conclusiones. Creo que esta novela quiere esclarecer y enumerar todas las acciones que se nos pueden presentar en la vida. En cierto modo el personaje central se parece a mí: yo he pasado por innumerables situaciones morales y económicas. Y ahora me pregunto: ¿Para qué?
martes, 29 de julio de 2014
sábado, 26 de julio de 2014
La vida maravillosa
Hay veces en la vida que, sin que sepa muy bien por qué, reparo en ella y me sorprende: es cuando la siento como un don, como un privilegio, como una suerte de que yo sea uno de los elegidos, señalado como apto para vivirla, para sentirla, para poseer un cerebro, un corazón, un alma o un espíritu, y, sobre todo, me conmueve haber poseído la oportunidad de amar, de sentirme profundamente amado por una mujer, y haber tenido la dicha de procrear, de traer descendientes al mundo, de hacerme perpetuo porque transmití mis genes. Y en ese momento de pasión por la vida, dejo de gruñir, dejo de maldecir y de lamentar, dejo de criticar a mi vecino y me convierto en un ser amable, el más tierno de la tierra. Es, también, cuando me comporto como un ser humano, como creo que debe de ser una criatura, socialmente pura, consciente y civilizada, es decir, en un individuo amable, comprensivo y transigente. Cuanto más mayor me voy haciendo, más advierto la necesidad de acceder a lo que llamo «una vida consciente y verídica», y me dispongo a vivirla con ahínco, con ilusión, con apego, y me atengo a lo que creo que representa la «autenticidad», la preocupación social y fervorosa (no fervorosa en el sentido de fervor religioso, sino en el entusiasmo y la vehemencia). Tengo una especie de fijación teórica relacionada con lo que debía de ser la configuración de un mundo habitado por gente civilizada, por gente consciente de lo que es y lo que le debe a la vida y lo que la vida representa. «¡Mira a tu alrededor!», me digo: «¿No sientes tus pálpitos emocionado de ser uno de los privilegiados para contemplar ese mar, ese cielo, esos árboles, ese mundo que gira a tu alrededor? ¿No te sientes dichoso de haber sido invitado a este circo, a esta función, a este centro de amor colmado de poesía, música y belleza, y con libertad tanto para exponer tus quejas como para regocijarte de vivir?
Unas de las características que nos convierte en seres superiores es el don de sentir, de advertir lo que existe a nuestro alrededor, de darnos cuenta de cuales son nuestras funciones y de la responsabilidad que tenemos ante la vida. Amar es un sentimiento excelso y profundo; llorar es un sentimiento de piedad o de dolor (a veces ese dolor significa felicidad); oír música, ver deporte, alegrarse por la victoria de tu equipo (en mi caso, la victoria del Atlético de Madrid, porque yo soy de ese equipo), es un sentimiento de pasión. ¿Habremos sido hechos para ir construyendo la vida? ¿Seremos los hacedores de nuestro mundo? Hay que tener en cuenta que si no fuera por esa facultad del ser humano, el mundo sería igual hoy que hace un millón de años… (¡Bravo! gritará mi hija Mónica). ¿Y de qué serviría eso? ¡Nadie lo aprovecharía entonces porque nadie advertiría la belleza de las flores, ni el vuelo de las aves, ni sus trinos, ni las puestas de sol…! ¡Serían bellezas desperdiciadas!
Sí, este es un mundo maravilloso a pesar de que lo hayamos contaminado y hayamos talado sus árboles…
Hay veces en la vida que, sin que sepa muy bien por qué, reparo en ella y me sorprende: es cuando la siento como un don, como un privilegio, como una suerte de que yo sea uno de los elegidos, señalado como apto para vivirla, para sentirla, para poseer un cerebro, un corazón, un alma o un espíritu, y, sobre todo, me conmueve haber poseído la oportunidad de amar, de sentirme profundamente amado por una mujer, y haber tenido la dicha de procrear, de traer descendientes al mundo, de hacerme perpetuo porque transmití mis genes. Y en ese momento de pasión por la vida, dejo de gruñir, dejo de maldecir y de lamentar, dejo de criticar a mi vecino y me convierto en un ser amable, el más tierno de la tierra. Es, también, cuando me comporto como un ser humano, como creo que debe de ser una criatura, socialmente pura, consciente y civilizada, es decir, en un individuo amable, comprensivo y transigente. Cuanto más mayor me voy haciendo, más advierto la necesidad de acceder a lo que llamo «una vida consciente y verídica», y me dispongo a vivirla con ahínco, con ilusión, con apego, y me atengo a lo que creo que representa la «autenticidad», la preocupación social y fervorosa (no fervorosa en el sentido de fervor religioso, sino en el entusiasmo y la vehemencia). Tengo una especie de fijación teórica relacionada con lo que debía de ser la configuración de un mundo habitado por gente civilizada, por gente consciente de lo que es y lo que le debe a la vida y lo que la vida representa. «¡Mira a tu alrededor!», me digo: «¿No sientes tus pálpitos emocionado de ser uno de los privilegiados para contemplar ese mar, ese cielo, esos árboles, ese mundo que gira a tu alrededor? ¿No te sientes dichoso de haber sido invitado a este circo, a esta función, a este centro de amor colmado de poesía, música y belleza, y con libertad tanto para exponer tus quejas como para regocijarte de vivir?
Unas de las características que nos convierte en seres superiores es el don de sentir, de advertir lo que existe a nuestro alrededor, de darnos cuenta de cuales son nuestras funciones y de la responsabilidad que tenemos ante la vida. Amar es un sentimiento excelso y profundo; llorar es un sentimiento de piedad o de dolor (a veces ese dolor significa felicidad); oír música, ver deporte, alegrarse por la victoria de tu equipo (en mi caso, la victoria del Atlético de Madrid, porque yo soy de ese equipo), es un sentimiento de pasión. ¿Habremos sido hechos para ir construyendo la vida? ¿Seremos los hacedores de nuestro mundo? Hay que tener en cuenta que si no fuera por esa facultad del ser humano, el mundo sería igual hoy que hace un millón de años… (¡Bravo! gritará mi hija Mónica). ¿Y de qué serviría eso? ¡Nadie lo aprovecharía entonces porque nadie advertiría la belleza de las flores, ni el vuelo de las aves, ni sus trinos, ni las puestas de sol…! ¡Serían bellezas desperdiciadas!
Sí, este es un mundo maravilloso a pesar de que lo hayamos contaminado y hayamos talado sus árboles…
miércoles, 23 de julio de 2014
La vida entonces…
¡Que bella sería la vida si todos esos mitos que han ido formando parte de ella con el paso del tiempo fueran ciertos, ya que vienen siendo como la expresión de los anhelos de la humanidad! Entonces todo sí tendría una justificación, un porqué, una razón de ser, una verificación del existir. Supongamos que el Dios Supremo, o sea: el creador del mundo, hubiera necesitado a los humanos para, una vez aliado con algunas leyes universales, convertirlos en almas, las cuales, a su vez, constituirían la materia prima, la esencia del Universo; o representarían para Él lo mismo que significan nuestras neuronas para nosotros: la materia pensante; o que nuestros espíritus fuesen sus células, las que le den vida y hagan palpitar su corazón; o que las almas extraídas de los cuerpos fuesen las que sostendrían la vida, o fuesen su materia gris, la fuente biológica del Universo… Entonces, sí, todo estaría justificado. Pero, el problema es que la ciencia nos baja a la tierra mientras nos dice que no, que la vida es así, tal como la vemos; que te mueres y te mueres y nada de angelitos revoloteando por la nubes, ni almas incorpóreas, ni materia inorgánica, ni milagros excelsos ni sacrosantos, ni resurrecciones divinas, ni apariciones de ningún género. Por no existir, no existen ni tan siquiera los espíritus malignos
Leía el otro día un artículo (en Tendencias 21) titulado El Universo ha sido diseñado para la libertad, de Juan Antonio Roldán, donde decía que «Para George Ellis, si Dios ha creado el mundo y ha pretendido un fin, éste no es sólo el hombre, sino el hombre para servirse de él, como es entendido en la revelación cristiana: Dios ha creado el universo para la libertad. Este diseño hacia la libertad se vislumbra en los caracteres de un orbe donde es posible considerar los indicios de la existencia de Dios, pero de un Dios que ha creado un mundo autónomo en el que no nos quiere imponer su presencia.».
Esta explicación me parece más convincente. Y no solo a mí, sino también a Stephen Hawking (el científico ateo por excelencia), con quien George Ellis suele colaborar.
Si Dios ha creado el mundo, y le ha dado su fuerza, su energía, su afán de progreso, su tendencia a luchar y abrirse paso, sus agentes con la «necesidad» de procrear mediante la aplicación del sexo, sus medios para sembrar, producir alimentos y sobrevivir y, después de dar vida a lo necesario para que el mundo se desarrolle en plena libertad, sin su intervención, sin acudir en auxilio de las beatas y los beatos, entonces lo encuentro explicable. Sus razones tendría. Luego de crearlo, es probable que diera un paso atrás y dijera: «¡Ahí os lo dejo! A ver que hacéis con él…».
¡Que bella sería la vida si todos esos mitos que han ido formando parte de ella con el paso del tiempo fueran ciertos, ya que vienen siendo como la expresión de los anhelos de la humanidad! Entonces todo sí tendría una justificación, un porqué, una razón de ser, una verificación del existir. Supongamos que el Dios Supremo, o sea: el creador del mundo, hubiera necesitado a los humanos para, una vez aliado con algunas leyes universales, convertirlos en almas, las cuales, a su vez, constituirían la materia prima, la esencia del Universo; o representarían para Él lo mismo que significan nuestras neuronas para nosotros: la materia pensante; o que nuestros espíritus fuesen sus células, las que le den vida y hagan palpitar su corazón; o que las almas extraídas de los cuerpos fuesen las que sostendrían la vida, o fuesen su materia gris, la fuente biológica del Universo… Entonces, sí, todo estaría justificado. Pero, el problema es que la ciencia nos baja a la tierra mientras nos dice que no, que la vida es así, tal como la vemos; que te mueres y te mueres y nada de angelitos revoloteando por la nubes, ni almas incorpóreas, ni materia inorgánica, ni milagros excelsos ni sacrosantos, ni resurrecciones divinas, ni apariciones de ningún género. Por no existir, no existen ni tan siquiera los espíritus malignos
Leía el otro día un artículo (en Tendencias 21) titulado El Universo ha sido diseñado para la libertad, de Juan Antonio Roldán, donde decía que «Para George Ellis, si Dios ha creado el mundo y ha pretendido un fin, éste no es sólo el hombre, sino el hombre para servirse de él, como es entendido en la revelación cristiana: Dios ha creado el universo para la libertad. Este diseño hacia la libertad se vislumbra en los caracteres de un orbe donde es posible considerar los indicios de la existencia de Dios, pero de un Dios que ha creado un mundo autónomo en el que no nos quiere imponer su presencia.».
Esta explicación me parece más convincente. Y no solo a mí, sino también a Stephen Hawking (el científico ateo por excelencia), con quien George Ellis suele colaborar.
Si Dios ha creado el mundo, y le ha dado su fuerza, su energía, su afán de progreso, su tendencia a luchar y abrirse paso, sus agentes con la «necesidad» de procrear mediante la aplicación del sexo, sus medios para sembrar, producir alimentos y sobrevivir y, después de dar vida a lo necesario para que el mundo se desarrolle en plena libertad, sin su intervención, sin acudir en auxilio de las beatas y los beatos, entonces lo encuentro explicable. Sus razones tendría. Luego de crearlo, es probable que diera un paso atrás y dijera: «¡Ahí os lo dejo! A ver que hacéis con él…».
sábado, 19 de julio de 2014
Con España hemos topado…
No me apetecía entrar en el tema, pero hay momentos que se me enciende la sangre… Sólo hay que darle un vistazo a la prensa española… ¿De qué clase estaremos hechos los españoles? ¿Será que necesitamos un Franco para que nos meta en cintura? («¡No, por Dios!», oigo que exclaman muchos, algunos, incluso, peores que él, o sea hablo de esos «chorizos» que solo piensan en llenarse los bolsillos, que proclaman amar la libertad pero lo que aman únicamente son los caudales ajenos, los que ingresan en su cuenta; son los que gritan: «¡Sin Franco se roba mejor…!»).
Cuando yo escribía mis primeros artículos periodísticos –tenía 22 años– me dieron un pase para entrar en el Valle de los Caídos cuando aún no estando abierto al público. Me entrevisté con algunos trabajadores: varios de ellos eran presos políticos que purgaban con un año de trabajo allí, dos años de condena. Ese artículo acompañado de varias fotografías se publicó en México en una de las revistas más importantes de ese país. Y como fue localizado y visto por el Ministerio de Información y Turismo –Arias Salgado, era el ministro–, me vi obligado a salir de España (tuve la suerte que por entonces Franco había suavizado sus actitudes con el fin de ser admitido en el Mercado Común). Llegué a un México que no mantenía relaciones diplomáticas con España, y me hice la cuenta de que llegaba a un país donde estaba situada la «otra España», la que anhelábamos todos. Allí, supuestamente, vivían miles de refugiados españoles «amantes de la libertad, de la democracia y de la justicia» y, sobre todo, «amantes de España»… ¡Enorme error el mío! Lo que me encontré fue una caterva de españoles desunidos que importaron la guerra civil hasta este país. Sólo había que entrar en el Café Tupinamba y verlos discutir temas de la guerra. Y aprecié enseguida que la desunión era total, flagrante, incómoda, incivilizada. Un día asistí a una reunión de republicanos y aquello parecía el «hotel de los líos»: nadie estaba de acuerdo con nadie y todos creían que eran poseedores de la solución. Los catalanes hablaban en catalán; los vascos en vasco. Un catalán me contaba que cierta vez en Barcelona, en una procesión que pasaba frente a él, le quitó la cruz al que abría la marcha y se lió a «cruzazos» con todos los penitentes. Otro día que solicité una entrevista con Indalecio Prieto en sus fastuosas oficinas en el Paseo de la Reforma, cuando este individuo se enteró de que quien solicitaba la entrevista era un hijo de Ontañón, respondió: «¡A los Ontañón, nada!». No sé qué tendría contra mi padre, fallecido 8 años antes y exiliado en México como él… Pero, sobre todo, en mi caso se trataba de un joven periodista, recién llegado, con ansias de libertad, que solo trataba de conocer la opinión del exilio español y abrirse camino en la comunicación. Bueno, de Indalecio Prieto habría mucho que comentar. Solo se puede decir que era de todo menos buena persona. Y me pregunto: ¿De dónde sacaría el capital necesario para instalar sus elegantes oficinas de Reforma y para poner en marcha los negocios que emprendió con la disculpa de ayudar a los «españoles desamparados»? Él decía que era gracias a las aportaciones de asociaciones altruistas. Pero hay una frase dicha por Echeverría en un medio de difusión mexicano (entonces Echeverría era secretario de estado pero más tarde fue Presidente de México), donde manifiesta que la riqueza «llevada por Prieto, solo representaba una pequeña devolución del oro que hurtaron a México los conquistadores españoles…». Luego, algo de cierto habría en las acusaciones a Prieto…
Y es que se leen los periódicos españoles y se cae el alma a los pies: Todos saben que la situación es mala; todos protestan; todos aspiran –incluso los más jóvenes– a solucionarlo. Pero no hay nadie capaz: nada más que llegan arriba se olvidan de para qué fueron nombrados. O es el sistemas, o es las personalidad, o que todos quieren mandar, o que todos critican pero nadie hace nada pensando en el país y en los ciudadanos…
No me apetecía entrar en el tema, pero hay momentos que se me enciende la sangre… Sólo hay que darle un vistazo a la prensa española… ¿De qué clase estaremos hechos los españoles? ¿Será que necesitamos un Franco para que nos meta en cintura? («¡No, por Dios!», oigo que exclaman muchos, algunos, incluso, peores que él, o sea hablo de esos «chorizos» que solo piensan en llenarse los bolsillos, que proclaman amar la libertad pero lo que aman únicamente son los caudales ajenos, los que ingresan en su cuenta; son los que gritan: «¡Sin Franco se roba mejor…!»).
Cuando yo escribía mis primeros artículos periodísticos –tenía 22 años– me dieron un pase para entrar en el Valle de los Caídos cuando aún no estando abierto al público. Me entrevisté con algunos trabajadores: varios de ellos eran presos políticos que purgaban con un año de trabajo allí, dos años de condena. Ese artículo acompañado de varias fotografías se publicó en México en una de las revistas más importantes de ese país. Y como fue localizado y visto por el Ministerio de Información y Turismo –Arias Salgado, era el ministro–, me vi obligado a salir de España (tuve la suerte que por entonces Franco había suavizado sus actitudes con el fin de ser admitido en el Mercado Común). Llegué a un México que no mantenía relaciones diplomáticas con España, y me hice la cuenta de que llegaba a un país donde estaba situada la «otra España», la que anhelábamos todos. Allí, supuestamente, vivían miles de refugiados españoles «amantes de la libertad, de la democracia y de la justicia» y, sobre todo, «amantes de España»… ¡Enorme error el mío! Lo que me encontré fue una caterva de españoles desunidos que importaron la guerra civil hasta este país. Sólo había que entrar en el Café Tupinamba y verlos discutir temas de la guerra. Y aprecié enseguida que la desunión era total, flagrante, incómoda, incivilizada. Un día asistí a una reunión de republicanos y aquello parecía el «hotel de los líos»: nadie estaba de acuerdo con nadie y todos creían que eran poseedores de la solución. Los catalanes hablaban en catalán; los vascos en vasco. Un catalán me contaba que cierta vez en Barcelona, en una procesión que pasaba frente a él, le quitó la cruz al que abría la marcha y se lió a «cruzazos» con todos los penitentes. Otro día que solicité una entrevista con Indalecio Prieto en sus fastuosas oficinas en el Paseo de la Reforma, cuando este individuo se enteró de que quien solicitaba la entrevista era un hijo de Ontañón, respondió: «¡A los Ontañón, nada!». No sé qué tendría contra mi padre, fallecido 8 años antes y exiliado en México como él… Pero, sobre todo, en mi caso se trataba de un joven periodista, recién llegado, con ansias de libertad, que solo trataba de conocer la opinión del exilio español y abrirse camino en la comunicación. Bueno, de Indalecio Prieto habría mucho que comentar. Solo se puede decir que era de todo menos buena persona. Y me pregunto: ¿De dónde sacaría el capital necesario para instalar sus elegantes oficinas de Reforma y para poner en marcha los negocios que emprendió con la disculpa de ayudar a los «españoles desamparados»? Él decía que era gracias a las aportaciones de asociaciones altruistas. Pero hay una frase dicha por Echeverría en un medio de difusión mexicano (entonces Echeverría era secretario de estado pero más tarde fue Presidente de México), donde manifiesta que la riqueza «llevada por Prieto, solo representaba una pequeña devolución del oro que hurtaron a México los conquistadores españoles…». Luego, algo de cierto habría en las acusaciones a Prieto…
Y es que se leen los periódicos españoles y se cae el alma a los pies: Todos saben que la situación es mala; todos protestan; todos aspiran –incluso los más jóvenes– a solucionarlo. Pero no hay nadie capaz: nada más que llegan arriba se olvidan de para qué fueron nombrados. O es el sistemas, o es las personalidad, o que todos quieren mandar, o que todos critican pero nadie hace nada pensando en el país y en los ciudadanos…
domingo, 13 de julio de 2014
¡Ay, esta España!
Son las cosas de España… Cuando yo era pequeño y, después, adolescente, nunca nadie me explicaba nada. Había que descubrirlo todo por sí mismo o en conversaciones desfiguradas con los chicos mayores. Ni te explicaban nada en la escuela, ni tus padres, ni los adultos con los que te relacionabas. Y los curas peor: te metían unas cuantas ideas falsas en tu cabeza, siempre amenazadoras y terroríficas. Esta falta de diálogo entre mis padres (en este caso mi madre y mis tías, porque mi padre estaba en el exilio) y yo me llevó a interpretar la vida como si en mi caso se tratara de un individuo temeroso, pasivo, irreverente, indecente, repulsivo a los ojos de Dios, con un paso en el Purgatorio y otro en el Infierno. Y digo que son las cosas de España porque cuando leo una novela o veo una película sobre las relaciones entre seres de una misma familia, o sea, entre mayores y niños, si la trama sucede en Europa o en Estados Unidos, siempre hay buena comunicación, buenas maneras, mucho cariño, verdadero interés para que los pequeños aprendan, se interesen y entiendan las funciones de la vida. Pero en España no. Si los mayores te veían como muy preguntón, te soltaban un mamporro alegando que esos temas no eran cosa de niños. Y es que los niños únicamente resultábamos unos seres pesados y metomentodo. Recuerdo un día, cuando yo tendría unos 8 años y acabábamos de llegar toda la familia a vivir al Crucero de Montija, a casa de mis abuelos maternos –esto que voy a contar debió suceder en 1940, poco después de haber terminado la guerra–, y un día que a mí me dolía la garganta, me dio por tomarme un vaso de agua a cucharaditas. Mi abuelo que me vio, en lugar de preguntarme por qué hacía tal cosa, empezó a refunfuñar diciendo que esa no era la forma de tomar agua. Y poco a poco se desató una discusión que fue tomando cada vez mayor incremento, más violencia. Intervino primero mi abuela, luego mi tía Aurita y por último mi madre. Mis hermanas, un poco mayores que yo, comenzaron a llorar ante las amenazas tan duras y las vejaciones que soltaba mi tía; después lo hizo mi madre. Todo eran acusaciones, insultos, que si nos habían educado mal, que todo lo que nos pasaba lo teníamos merecido por haberse casado mi madre con mi padre, un poeta comunista ateo, que Dios nos estaba castigando porque no nos habían enseñado nada de religión ni de buenas costumbres, que durante la guerra pasada en Madrid, nos habíamos vuelto medio ateos y salvajes… Total, todos acabaron llorando menos yo, que casi me divertía pensando la hecatombe que se había formado por intentar tomarme un vaso de agua con una cuchara pequeña…
Son las cosas de España… Cuando yo era pequeño y, después, adolescente, nunca nadie me explicaba nada. Había que descubrirlo todo por sí mismo o en conversaciones desfiguradas con los chicos mayores. Ni te explicaban nada en la escuela, ni tus padres, ni los adultos con los que te relacionabas. Y los curas peor: te metían unas cuantas ideas falsas en tu cabeza, siempre amenazadoras y terroríficas. Esta falta de diálogo entre mis padres (en este caso mi madre y mis tías, porque mi padre estaba en el exilio) y yo me llevó a interpretar la vida como si en mi caso se tratara de un individuo temeroso, pasivo, irreverente, indecente, repulsivo a los ojos de Dios, con un paso en el Purgatorio y otro en el Infierno. Y digo que son las cosas de España porque cuando leo una novela o veo una película sobre las relaciones entre seres de una misma familia, o sea, entre mayores y niños, si la trama sucede en Europa o en Estados Unidos, siempre hay buena comunicación, buenas maneras, mucho cariño, verdadero interés para que los pequeños aprendan, se interesen y entiendan las funciones de la vida. Pero en España no. Si los mayores te veían como muy preguntón, te soltaban un mamporro alegando que esos temas no eran cosa de niños. Y es que los niños únicamente resultábamos unos seres pesados y metomentodo. Recuerdo un día, cuando yo tendría unos 8 años y acabábamos de llegar toda la familia a vivir al Crucero de Montija, a casa de mis abuelos maternos –esto que voy a contar debió suceder en 1940, poco después de haber terminado la guerra–, y un día que a mí me dolía la garganta, me dio por tomarme un vaso de agua a cucharaditas. Mi abuelo que me vio, en lugar de preguntarme por qué hacía tal cosa, empezó a refunfuñar diciendo que esa no era la forma de tomar agua. Y poco a poco se desató una discusión que fue tomando cada vez mayor incremento, más violencia. Intervino primero mi abuela, luego mi tía Aurita y por último mi madre. Mis hermanas, un poco mayores que yo, comenzaron a llorar ante las amenazas tan duras y las vejaciones que soltaba mi tía; después lo hizo mi madre. Todo eran acusaciones, insultos, que si nos habían educado mal, que todo lo que nos pasaba lo teníamos merecido por haberse casado mi madre con mi padre, un poeta comunista ateo, que Dios nos estaba castigando porque no nos habían enseñado nada de religión ni de buenas costumbres, que durante la guerra pasada en Madrid, nos habíamos vuelto medio ateos y salvajes… Total, todos acabaron llorando menos yo, que casi me divertía pensando la hecatombe que se había formado por intentar tomarme un vaso de agua con una cuchara pequeña…
lunes, 7 de julio de 2014
La vida entre el sí y el no
Yo, desde aquí, desde mi búnker, o sea, desde este lugar privilegiado (por la privacidad y el aislamiento que representa), me comunico con mis hijos. No puedo decir que este sea algo así como mi puesto de mando porque yo ya no tengo mando ni siquiera moral (y, la verdad es que tampoco siento interés en tenerlo). Pero desde aquí, gracias a Internet, a Gmail y a Skype (y sin necesidad de recurrir al superficial Facebook), vivo con ellos y pendiente de ellos, de sus respectivas situaciones, de su salud, de sus aflicciones, de sus propios hijos (o sea, de mis nietos). Y me siento feliz cuando me comunican sus alegrías. Quiero decir —y no es un alarde— que solamente vivo por ellos, porque sé que los tengo y que, a su manera, me aman y me siento protegido en mi vejez. Y si no fuera por eso, preferiría morir, acabar de una vez porque ya este mundo me resulta pesado… Desearía reunirme con mi mujer si eso fuera posible: puede que en el espacio, en el más allá, haya otras fórmulas indescriptibles de amor, otros modos de relación, un lugar donde no resulte importante sentarse en la mesa a comer sino que haya otras cosas más espirituales. Claro, es un mundo que aunque en verdad lo desee, no acabo de creerlo. Pero es que a la hora de la vejez, la vida en sí me parece estúpida y sin fundamento. Todo ahora me resulta como una fábula, un cuento infantil, una fórmula que carece de base científica y espiritual, y que creer en su existencia es, en realidad, una forma de «dorar la píldora», meternos un «timo», crearnos una esperanza… No obstante, a pesar de estar casi seguro de que la inmortalidad no existe, si morirse significa acabar con todo, no tener corazón, ni espíritu, no sentir indigestiones; no padecer, no anhelar, no desear cosas que no se pueden tener, no sentir amor por un fantasma…, entonces bendito sea. Aquí, ahora, se me hace muy duro vivir sin ella, sin su mirada, sin su sonrisa, sin su cariño, y, sobre todo, siento esa carencia atroz de ser importante para alguien. A través de ella, con ella, la vida me lo entregó todo, fue benigna conmigo, y me dejó este recuerdo grato, y ahora se me hace insoportable no tenerla más, no volver a sentir ese gozo espiritual que ella me causaba. La vida es demasiado corta pero tiene estos bellos momentos cuando se te da completa y te hace creer que es tuya, que es eterna, que ha sido creado para que tu condición moral te resulte feliz, única y dichosa… Ese es el misterio de la vida (aunque me había prometido a mí mismo no enfocar de nuevo este tema): no sabemos por qué recibimos tantas bondades, tanto amor, tantas ilusiones y luego, repentinamente, eres despojado de ellas, sin avisarte, y sin ni siquiera decirte: «Desde ahora, consuélate como puedas».
Yo, desde aquí, desde mi búnker, o sea, desde este lugar privilegiado (por la privacidad y el aislamiento que representa), me comunico con mis hijos. No puedo decir que este sea algo así como mi puesto de mando porque yo ya no tengo mando ni siquiera moral (y, la verdad es que tampoco siento interés en tenerlo). Pero desde aquí, gracias a Internet, a Gmail y a Skype (y sin necesidad de recurrir al superficial Facebook), vivo con ellos y pendiente de ellos, de sus respectivas situaciones, de su salud, de sus aflicciones, de sus propios hijos (o sea, de mis nietos). Y me siento feliz cuando me comunican sus alegrías. Quiero decir —y no es un alarde— que solamente vivo por ellos, porque sé que los tengo y que, a su manera, me aman y me siento protegido en mi vejez. Y si no fuera por eso, preferiría morir, acabar de una vez porque ya este mundo me resulta pesado… Desearía reunirme con mi mujer si eso fuera posible: puede que en el espacio, en el más allá, haya otras fórmulas indescriptibles de amor, otros modos de relación, un lugar donde no resulte importante sentarse en la mesa a comer sino que haya otras cosas más espirituales. Claro, es un mundo que aunque en verdad lo desee, no acabo de creerlo. Pero es que a la hora de la vejez, la vida en sí me parece estúpida y sin fundamento. Todo ahora me resulta como una fábula, un cuento infantil, una fórmula que carece de base científica y espiritual, y que creer en su existencia es, en realidad, una forma de «dorar la píldora», meternos un «timo», crearnos una esperanza… No obstante, a pesar de estar casi seguro de que la inmortalidad no existe, si morirse significa acabar con todo, no tener corazón, ni espíritu, no sentir indigestiones; no padecer, no anhelar, no desear cosas que no se pueden tener, no sentir amor por un fantasma…, entonces bendito sea. Aquí, ahora, se me hace muy duro vivir sin ella, sin su mirada, sin su sonrisa, sin su cariño, y, sobre todo, siento esa carencia atroz de ser importante para alguien. A través de ella, con ella, la vida me lo entregó todo, fue benigna conmigo, y me dejó este recuerdo grato, y ahora se me hace insoportable no tenerla más, no volver a sentir ese gozo espiritual que ella me causaba. La vida es demasiado corta pero tiene estos bellos momentos cuando se te da completa y te hace creer que es tuya, que es eterna, que ha sido creado para que tu condición moral te resulte feliz, única y dichosa… Ese es el misterio de la vida (aunque me había prometido a mí mismo no enfocar de nuevo este tema): no sabemos por qué recibimos tantas bondades, tanto amor, tantas ilusiones y luego, repentinamente, eres despojado de ellas, sin avisarte, y sin ni siquiera decirte: «Desde ahora, consuélate como puedas».
domingo, 6 de julio de 2014
Robi, mi norinha
El día 4 de este mes de julio fue el cumpleaños de mi norinha, es decir, de Robi, mi nuera, la esposa de Dany, brasileña ella y alegre, como todos los de esa tierra. Por eso me he tomado la libertad de poner su fotografía en el encabezamiento de este blog.
Debo decir que Robi es una de esas personas que «ilumina» el espacio por donde pasa, que donde ella está la vida sonríe y se suavizan los furores. Es un ser que tiene un sentido de la vida muy armonioso, muy equilibrado, y es dulce, sonriente, sociable, amable y femenina, además de inteligente, activa y sensible. Muchas veces me pregunté cómo se habrían caído Robi y Angi, mi mujer, de haberse conocido, y me respondo que sin duda ambas se hubieran entendido bien. Porque las dos tienen ese don de ser dueñas de un carácter suave, conciliatorio y siempre positivo (y una sonrisa parecida). A Angi quienes le caían mal eran las personas impositivas, las mandonas, las que no consideran para nada la voluntad y la personalidad ajena. Y tengo la impresión de que Robi tiene esa misma peculiaridad. Creo que Angi se hubiera mostrado encantada de tener una nuera como Robi y ver a Dani unido a una mujer como ella. Angelines conocía instintivamente la naturaleza de su hijo y sabía lo que le convenía, con lo que congeniaba, y hubiera encontrado que Robi es la pareja ideal para él, porque ambos se entienden y se complementan. Yo también me felicito y estoy encantado de tener una nuera (o hija política si se quiere) como Roberta…
martes, 1 de julio de 2014
Hace unos días, mientras veía por televisión el partido de fútbol entre USA y Gana, escuchaba música con mis auriculares calzados, y, aunque no tenía un repertorio concreto, o sea, que no había activado un programa determinado, repentinamente oí que sonaba el vals titulado Ramona. Y al escuchar esta pieza me emocioné, y lo hice de tal forma que hasta llegaron a saltárseme las lágrimas inducido por un enorme sentimiento de buenos recuerdos y amor fantástico. Y acabé llorando. Fue una melodía que me trajo recuerdos de Angy muy palpables y colmados de emociones, tan vivamente sentidos que el llanto produjo en mi espíritu una especie de dulzura y suavidad del espíritu… Que recuerde, desde que ella murió, nunca me había emocionado con tanta fuerza. Y es que a Angy esta canción le encantaba, y fue precisamente ella la que la seleccionó para que la mantuviese en el repertorio de mis canciones favoritas.
Uno de los secretos de mi vejez es que todavía me emociono escuchando música, y tarareo las canciones mientras muevo la cabeza al compás. En realidad, la música y el baile tienen mucho significado en mi vida: mi relación con Angy se fraguó en una tarde de baile organizada por un grupo de amigos. Allí, en aquel acto social fue cuando la conocí. Y aunque desde un principio ella no me correspondió como pareja, mientras bailábamos nuestras miradas se cruzaban continuamente, y con esas miradas con mensaje, acabé prendando de ella: me llamaba la atención su delicadeza, su forma de cerrar los ojos al llevar el compás, y su inclinación de cabeza en un gesto tan romántico y dulce, que era como si la música y el baile le transportara a un mundo de ensueño. Además, era la expresión que surgía de su persona, de su ingenuidad y de su media sonrisa producida por el amor… Más tarde, casi de una forma fortuita, como si fuera una acción decidida por las hadas, terminamos bailando juntos. Y ese mismo día acabamos comprometiéndonos.
Y es que la vida está llena de momentos singulares que nos trazan los caminos, y pareciera que hay alguien detrás de nosotros que nos impone su voluntad y nos marca los pasos. En este caso, a pesar de que nos habían correspondido parejas diferentes, no pude reprimir mi invitación a que bailara conmigo, algo me impulsó a proponérselo violando todas las normas de cortesía y «buenas costumbres» de la época. Y al aceptarlo ella, comenzó nuestra historia; a partir de aquel momento empezó a fraguarse una nueva familia que duraría 45 años y produciría seis hijos, varios nietos y hasta una bisnieta. A partir de aquel día nos separamos en contadas ocasiones –un detalle cuya explicación ahora no viene al caso y además pertenece a mi historia íntima–. Claro, hay que advertir que cuando Angy y yo nos hicimos novios –año 1955–, si bien la vida era políticamente más necia, y mucho más reprimida, además de estar plagada de prohibiciones (por ejemplo, dar un beso en la boca públicamente a tu amor era considerado un «acto deshonesto en la vía pública» y te podían detener o poner una multa), pero el hecho de realizar algunos actos de amor en la clandestinidad, exponiéndote a correr cierto peligro, y la misma prohibición que revestían, hacía que resultaran más románticas y emocionantes, porque todo había que hacerlo escondido, hasta los besos de amor. Claro, no censuro la libertad de ahora, pero hoy todo es más público, más exhibicionista, y por lo tanto, aunque los hechos ocurran sin fingimiento, resultan más secos, más mecánicos, con menos encantos sensibles y, en parte, están carentes de emotividad.
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