miércoles, 18 de junio de 2014

Los actos a destiempo
Ya lo he dicho más de una vez: la vida tiene muchas limitaciones, muchos «finales infelices». Uno de ellos, tal vez el más ingrato, es el de la vejez. Mi mujer, si viviera, estaría acostumbrada a mí y yo estaría acostumbrado a ella, porque los achaques de la vejez se notan menos cuando se convive desde jóvenes; una pareja pasa junta una gran parte de su vida y se van acostumbrando paulatinamente a soportar las rarezas que nos traen los años, y son felices sobre todo si hay un entendimiento emocional e intelectual (esto es muy importante), y hay una buena relación entre ellos, es decir, si se entienden, si se soportan, si sobrellevan con estoicismo las «chocheces» de la última etapa, y aguantan con la mejor voluntad las destemplanzas del otro, sus resfriados, sus toses inoportunas, sus pedos, su falta de voluntad, sus malos olores, sus deformaciones físicas, sus alientos. Peor es cuando están solteros o son divorciados y se conocen de mayores: entonces suele sobrevenir el caos, la discordia crónica, el desarreglo permanente, la falta de comprensión y los desvaríos propios de la vejez. Si no hay afinidad de pensamiento y si no existen los mismos conceptos sociales, cuando los criterios son disparejos, en las edades avanzadas es peor porque en ambos hay una mayor terquedad; a veces, los protagonistas del emparejamiento forzado tienen unas costumbres muy arraigadas y muy dispares, adquiridas durante la larga vida vivida por separado, antes de conocerse. A veces tienen una obsesión por fiscalizar a la otra parte, conocer sus secretos, desaprobar sus actos, rechazar sus opiniones. Normalmente, en los hombres, si estaban solteros antes del compromiso, las rarezas adheridas a sí mismo son incontables, a veces hasta es negativa su opinión sobre la mujer; pero si establece la nueva relación porque se ha quedado viudo y se siente solo, es normal que esté buscando otra mujer que lo atienda, que le prepare las comidas, que vaya al supermercado, que se preocupe de que tome sus pastillas a las horas indicadas, que le haga la cama, que cuide sus pertenencias, que le lleve las cuentas, y soporte con cierto estoicismo sus achaques, que limpie la casa y fabrique sus papillas. Después, a la hora de estar juntos en la cama, se presentan las mayores dificultades: a esa edad en el hombre no hay erección, el placer en muchas ocasiones es fingido, el orgasmo casi nunca llega o llega con baja intensidad. En la mujer es diferente: una mujer mayor cuando busca compañía lo hace por tres razones: porque está harta de vivir sola, sin nadie que dé la cara por ella; o porque le asusta morir sin apoyos externos y busca alguien que le «ayude» a sebrellevar los días amargos y a compartir los gastos; o porque quiere intentar experimentar la vida no experimentada antes, tan poco aprovechada emocionalmente, tan personal, tan poco dócil. Algunas mujeres mayores tienden a «disfrazarse» de jóvenes, a fingir el placer sexual… Muchas se emperifollan, se tiñen el cabello, y se hacen las descocadas. No se dan cuenta que la vida tiene sus momentos, sus límites, sus secciones, y que simular lo que no se siente no es natural o no corresponde. En realidad, representa más una descomposición que una composición. Claro, esto depende del grado de sensibilidad y de inteligencia que se posean. Porque si los dos disfrutan vivamente de la poesía y del arte y tienen la misma sensibilidad para la música clásica; si les interesa los libros y tienen suficiente conocimiento para comentarlos y emocionarse con ellos; si tienen las mismas pasiones, si les agradan las mismas películas. Esto podría representar una solución, aunque sea una solución a medias…   

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