Yo vivo, tú vives, él vive…
Dentro de esta vida quieta, deliberadamente aburrida, en retiro permanente, desprovista de encantos, de fragancias femeninas y complacencias mundanas por donde me suelo mover ahora, entretengo, calmo mis ansiedades, las sostengo, puede que las multiplique, entrando a menudo en mi ser interior y analizando los fundamentos y las tendencias, los demonios que me habitan.
Ante tal exploración, trato de ser todo lo diligente y sincero conmigo mismo, tanto como mi constitución mental me lo permite, aunque no sé con certeza adónde intento llegar o qué es lo que me preocupa de mis a veces dispares comportamientos, como no sea que ande emperrado en la reconstrucción de mi maltrecho sentir o en el intento de aligerar mis fijaciones o modificarlas. Pero, no obstante la confusa intencionalidad, ignoro si en el escrutinio, en el ejercicio de la doma, mis querencias, las más pérfidas, se me ocultan como conejos asustados, quitándose del camino con la intención de no ser notadas. En mi cabeza hay tantas cosas dando vueltas que, a la hora de reflexionar, mi habilidad para concentrarme es prácticamente nula: generalmente mi pensamiento tiende a salirse del cauce, hasta el punto de que, a veces, comienzo la sesión meditando, por ejemplo, sobre la extraña composición orgánica del cuerpo humano y, cuando quiero darme cuenta, me encuentro tratando de recordar el resultado de un partido de fútbol entre el Patachueca y el Benito Cármela.
Ante tal situación no puedo dejar de considerar que aquí, en este proceso, quizá se dé un caso instintivo de autoprotección, un intento de evitarme caer en la locura, porque en aquellos momentos que alcanzo la concentración y logro seguir el hilo de mi pensamiento sin que me vea interferido por digresiones impuras, en el fondo de mi ser aparece una decepción de mí, un remordimiento hiriente y destructivo.
Pero tampoco es cuestión de sacar las cosas de quicio produciendo la impresión de que cada vez que hurgo en mi pasado, sólo obtengo sentimientos de frustración. El desajuste proviene de la creencia de que en mi vida no hice todo lo que debía hacer y, en cambio, hice lo que no debía. Es decir, pienso que no se cumplieron muchas de las expectativas cifradas en una persona como yo, a quien se atribuían grandes capacidades, porque, si bien en mi infancia fui continuamente censurado y tachado de empedernido embustero, de travieso impenitente e irrespetuoso, también es cierto que me harté de oír el tópico de «qué pena, con lo listo que es…». Y, lo mismo si era cierto como si no, de tanto escucharlo acabé por creérmelo, y ahí fue cuando me enfermé de un complejo de superioridad, o elaboré una idea falsa de mi propio valer, algo que me convirtió en un ser individualista y pretencioso, en alguien que llegó a dar por hecho que en el futuro sólo me esperaba el éxito. Que, fuese cual fuese el camino elegido, todo estaba al alcance de mi mano… Tal vez éste pudo ser el gran inconveniente de mi vida.
Aún así, hay ocasiones que percibo contraseñas, indicios, flashes de que mi vida no ha sido tan desatinada ni tan desequilibrada como la considero a ratos. Por ejemplo, siento cierta íntima satisfacción al constatar que hay personas que me envidian, o que sienten admiración por esa vida inquieta y aventurera que ha sido mi constante. Tengo un pariente que me decía que lo mío sí se puede considerar como una vida plena. Y no la de él, siempre encerrado en aquel Banco donde trabajó, sin alicientes señalados, solo esperar a que llegara el fin de mes para cobrar, o con conversaciones deslavadas y casposas…
Y es que la vida es eso: una inconformidad constante.
Y es que la vida es eso: una inconformidad constante.
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