martes, 14 de agosto de 2012



¿Por qué leyes nos regimos?

Se mire por donde se mire y aún sin dejar de tener presentes las creencias de cada quien (en especial las que giran sobre la procedencia y el fin del género humano), la vida, la existencia en sí, la divina función del amor —incluido su lado práctico—, la fabricación y el advenimiento de los hijos, su educación y su estímulo para que luchen, para que alcancen cada vez más prestigio y, en términos generales, para aquella e ineludible necesidad de evolucionar con la que nacemos y que nos exige la Naturaleza, si lo unimos a lo que contemplan nuestros ojos cada día, o sea, aquello que por verlo constantemente, lo consideramos normal a pesar de estar impregnado de incógnitas y misterios, o los anhelos siempre insatisfechos del espíritu, que suponen el impulso para el propio progreso, la motivación, todo ello constituye el gran recurso de la existencia, el adorno de la vida, su lado divertido y simpático —si se quiere—, o sea, el aspecto verbenero, el frívolo, el placentero, el dulce, el ameno, el soporte para sobrellevar, para atenuar la penosa carga, o sea, para disminuir el competitivo y engañoso, el absurdo, sentido de la vida, para adornarla con miles de florituras, y convertir su tránsito en un algo más soportable…
Luego, entre tanta «menudencia», entre risas y lloros, entre momentos halagüeños y desdichados, entre quimeras y violentos despertares, entre ¡viva yo y muérete tú!, nos llega la muerte… ¿Y después? ¿Hay algo o no hay nada…? Esa es la clave: si la vida concluye ahí, con la muerte, no tiene ningún sentido; y si hay continuidad mediante nuestra conversión de humanos a espíritus, tampoco la tendría, pero nos daría una considerable carga de ánimo y dulcificaría nuestro paso por este mundo. Pero nunca lo sabremos por la ciencia; únicamente por la fe, y eso es muy aventurado.
En días pasados, releyendo a Gombrowicz, vi que decía que «Descartes tuvo miedo de las consecuencias terroríficas de sus ideas razonadoras (como me pasa a mí), e intentó —para atenuárselas a sí mismo— mostrar la realidad objetiva de Dios y, por tanto, de un mundo producto y creación de Dios» (en realidad, si no existe un Dios, la existencia se convierte en algo terrorífico y a nosotros en seres indefensos y anodinos ante la nada). Yo mismo, el día de ayer, investigando a Carl Gustav Jung, del cual creí haber leído una sentencia relacionada con el azar («no existe el azar: todo son, simplemente, las tramas presentadas por la vida»), me encontré con una expresión que me llamó la atención: Imago Dei. ¿Qué se entiende por imago dei en sus vertientes filosóficas más asequibles, me pregunte?
Acudí a mi primera «biblioteca» de consulta, Google (aunque despierte la sonrisa despectiva de los eruditos), y se me ofreció una diversidad de descripciones, la mayoría de las cuales referentes a la expresión bíblica, es decir: que estamos construidos «a imagen de Dios». Sin salirme de esta especificación (en realidad, no tiene otras), encontré unas cuantas expresiones que «filosofaban» obstinadamente en referencia a dicha afirmación bíblica. Pero hubo una que conmovió mi ser, que me hizo vibrar (no el artículo en sí, sino uno de los comentarios): En este comentarista no había énfasis, solo había naturalidad. Aseguraba que no había otra posibilidad: el universo tenía que haber sido construido por Alguien, y a nosotros nos hizo a su imagen: con la facultad de pensar, de crear, de admirar, de sentir, de inventar. Eso no puede hacerse por casualidad… Y esgrimía unos argumentos sencillos, convincentes, «sin vuelta de hoja», como se suele decir. En un principio yo mismo me sentí tocado, tambaleante: «Lo que él dice es cierto», me dije casi con lágrimas en los ojos, «y no es posible rebatirlo». Y en un principio me sentí emocionalmente tocado. Creí que había llegado la hora de mi conversión… Pero al día siguiente lo volví a leer y ya no me produjo la misma impresión… Se ve que mi temperamento en el momento de leerlo, ya no era el mismo. Ya no me convenció… Y es que se ve que todos somos en un momento dado lo que nuestras neuronas, lo que nuestro subconsciente, nuestro espíritu, nuestra alma, quieren que seamos. 
Ya ves, si no lo hubiera vuelto a leer, hoy sería otro.

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