domingo, 15 de julio de 2012


El perturbador paso de la vida
Me mortifica considerablemente que, ahora, a mi «edad tardía», me enfrente a un sin fin de «prohibiciones» al tratar de acceder a muchas de las facetas esenciales de la vida, a las cuales antes tenía acceso con absoluta facilidad y las encaraba con despreocupación. De todo este conglomerado de asuntos que se me niegan, lo más grave es que todavía las anhelo aunque mi físico ya no responda. O sea, que esto viene a demostrar que hay una falta de afinidad y coordinación entre lo físico y lo mental, y entre la vida predeterminada y la vida real. 
Por ejemplo, está el caso de los alimentos: muchos de los que antes eran mis favoritos —el chocolate, el café, el jamón, el queso curado, los callos, la morcilla, el bacalao, el chorizo picante y el de Cantimpalo, etc.—, ahora me he visto obligado (como un acto heroico) a borrarlos de mi lista de preferencias: por ejemplo, aquellos que contienen sal (tengo la sal prohibida por el tema de la tensión); los que producen colesterol (por el asunto de la circulación); los que contienen cafeína; los que me exigirían un aparato digestivo bien organizado (del cual yo carezco…). Pero esto no es nada y lo podría soportar (y de hecho lo soporto, porque a todo se acostumbra uno…), lo peor de este asunto relacionado con la edad se refiere a los sentimientos del amor. Sin que aluda solamente al amor físico —aunque también a ese—, puesto que de él me da buena cuenta la propia Naturaleza procurándome la disminución del ímpetu y restándome energía, y haciendo que la necesidad vaya disminuyendo. El verdadero problema del amor en mi caso de hoy, está relacionado con el amor espiritual, el afectivo, el que quema tu alma cuando no lo tienes. Es decir, me refiero a la compañía y el afecto femeninos. Desde que murió Angelines, mi mujer, hice dos intentos de sustituirla, y los dos fracasaron. En parte porque, instintivamente, siempre buscaba a alguien que se pareciera a ella, y eso resultó imposible: buscaba su misma sensibilidad; su misma dulzura; su mismo sentido de la pertenencia de uno a otra y de otra a uno, y del amor en vasos comunicantes, ese amor que se expresa con una mirada, con una sonrisa, con un abrazo, con un simple gesto; anhelaba esa compañía femenina que complementa la composición de uno, en lo bueno y en lo malo…  La falta de dichos afectos, al no contar con ellos, suponen uno de los hechos más trágicos de la vida, puesto que te introducen en la soledad espiritual y determina que la vida carece de sentido. Y te hace ver claro que la Naturaleza, mientras te necesita, te lo da todo (o casi todo), pero cuando pasas a la situación pasiva y te presentas ante ella con un físico en disminución de facultades, todo te lo niega. No importa que hayas tenido una vida ejemplar (de la cual yo, por desgracia, no presumo). Desde la inesperada muerte de Angelines, mi compañera de toda la vida, han pasado doce años, y mi recuerdo, mi nostalgia de ella no solo no decae, sino que es cada día más fuerte. Para mí la presencia de mi mujer en mi vida me daba veracidad y consistencia, autentificaba mi existencia, me convertía en un ser importante porque me sentía necesario para otro ser; me hacía merecedor de un amor aunque puede que no lo mereciera…

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