sábado, 7 de julio de 2012


Cuando abrí los ojos al mundo…
Cuando abrí los ojos al mundo y tuve las primeras nociones del maravilloso esplendor de la vida, lo capté profundamente a pesar de que, en aquellos momentos, había en España una guerra, una guerra desastrosa de españoles contra españoles. Luego supe que se trataba de una de tantas en nuestra desbarajustada historia… Nosotros, la familia, nos habíamos trasladado recientemente a Madrid viniendo desde Burgos, lugar de mi nacimiento. Vivíamos en la calle Ríos Rosas y como enfrente de mi casa había un cuartel (antes convento de monjas), levantaron una barricada en los dos extremos de la manzana donde vivíamos: una en la desembocadura a la calle Bravo Murillo, y la otra en la de Santa Engracia. Fueron los mismos soldados quienes arrancaron los adoquines de la calle para construirlas. Y a mí me pareció algo glorioso. Era como vivir en pleno frente de guerra. Yo estaba entonces entre los 5 y los 7 años y mi recuerdo de aquellos días se compone de escenas descabaladas, hechos surrealistas, modos desaforados, malos olores, falta de comida, peleas en las colas, situaciones peligrosas, colas de indigentes a la puerta del cuartel para recibir las sobras de la comida de los milicianos. Ocurrían también diferentes frases y hechos que desfiguraban definitivamente el «arte» de vivir. Por ejemplo, se hablaba mucho de «tiempo normal» aunque yo no sabía lo que era. Aquello era como si vivir consistiera en una especie de representación… Aunque yo no me daba mucha cuenta de la realidad y de si estaba la vida desfigurada o no. Mis dos hermanas y yo nos pasábamos la vida enclaustrados en un cuartito interior de nuestro piso, donde pensaban los mayores que estaríamos más protegidos. A la calle apenas nos dejaban salir. Claro, había unas etapas de calma que eran menos peligrosas y entonces sí nos permitían juntarnos con nuestros amigos de la zona.
De todos modos el hecho de vivir me parecía un suceso maravilloso lo mismo si había guerra, como si no la había.
A los pocos días de acabada la contienda, se presentó en Madrid mí tío abuelo Adolfo a recogernos a los tres hermanos para trasladarnos al Crucero, un caserío situado en la Merindad de Montija, al norte de la provincia de Burgos. Allí vivían mis abuelos en una casona de dos pisos con un jardincillo delantero. Felipe, que era veterinario, y Mónica, ama de casa. 
Este suceso representó el gran acontecimiento de nuestra vida. Después de tres años enclaustrados, el Crucero parecía la mejor figuración que se haya visto del Paraíso Terrenal: huertas, árboles frutales, montañas, vacas, corral con gallinas, patos, conejos; caballos, aire libre, río, pesca, la siega y la trilla… A veces, mi abuelo, cuando tenía que visitar a un animal enfermo o asistir al parto de una vaca o una yegua, emparejaba el caballo a la tartana y nos llevaba a sus tres nietos con él. Y mientras arreaba al caballo y sonaba el collar de cascabeles al ritmo del trote, él y nosotros cantábamos canciones campestres. Ese recuerdo no se va de mi mente ni se me irá jamás. Después, si se trataba del parto de un animal, a los niños no nos dejaban presenciarlo porque en aquella época a los niños los traía la cigüeña, sin importar que se tratara de personas o de animales. Mientras esperábamos afuera, el dueño o la dueña de la casa nos preparaba un chocolate con rebanadas de pan y mantequilla. ¡Todavía tengo el sabor de aquellos manjares incrustados en mi paladar! El hecho de haber vivido la guerra en Madrid, nos convertía en una especie de seres llegados de otro mundo, y mientras esperábamos en la calle o en la entrada de la finca a que pariera la mula o la vaca o lo que fuera, la gente se nos iba acercando para mirarnos y hacía comentarios sobre nuestro aspecto (que les parecía muy «fino») y nos preguntaba si habíamos tenido miedo y esas cosas.
(La deteriorada casa de mis abuelos en la actualidad. Foto tomada de Google Earth)

No hay comentarios:

Publicar un comentario