lunes, 31 de mayo de 2010


Humano, por casualidad


Si los humanos, tal y como estamos conformados, somos el resultado de una casual y extraña combinación evolutiva, donde, sin una razón aparente, con el tiempo se fueron mezclando cromosomas con células, y cerebros-neocórtex con neuronas y, como consecuencia de tal inverosímil y extraña mezcla —parida, según la ciencia, debido a unas combinaciones ciento por ciento fortuitas efectuadas por «sustancias (anti)naturales-no-inteligentes»— se dieron unas reacciones que desarrollaron a unos seres —llamados humanos— que poseían sentimientos, ambiciones, propósitos, cordura, sabiduría, afinidad, imaginación, emociones, sentido del arte, discernimiento e inventiva.

Ello me induce a considerar que lo mismo que somos todo este ensamble biológico-espiritual, también podríamos haber acabado convertidos en unos seres invertebrados de condición reptiliana, u otros con patas de canguro, cuerpo de hiena peluda y cabeza de oso hormiguero, y que nuestro alimento preferido podría haber sido constituido por las deposiciones intestinales de las gallinas —debido a su contenido rico en proteínas y cal—, y porque su contextura, más bien grasienta y blanda, haría las veces de lubricante, y facilitaría su deslizamiento a través del intestino. Aunque, tal vez, la verdadera nutrición la hubiéramos hallado en la corteza de los árboles, por su contenido en fibra y porque la resina, mezclada convenientemente con otras materias, haría que la textura de nuestros excrementos se convirtiese en una especie de goma arábiga, la cual sería utilizada por los simios para construirse sombrillas que les protegieran del sol.

Pero no, nada de eso ocurrió: este constructor un tanto indeterminado y confuso —sea llamado dios, naturaleza, diseñador, azar o quiensabequé— decidió que nuestra composición biológica fuese armoniosa, igual que nuestras actitudes, así como nuestros órganos, o sea nuestro cerebro —bueno, no el de todos—, y que la estructura espiritual que guía nuestras acciones, si bien a veces dislocada, en general rompiera todas las previsiones afines a los seres vivos. Y respecto a nuestras preferencias alimenticias, esa extraña confluencia que nos creó, hizo que prefiriésemos, por ejemplo, las pizzas de Don Abilio que la caca de paloma o de gallina, y que de la corteza de los árboles obtuviéramos el material necesario para construir tapones para botellas de vino —reconozcamos que en este detalle el ente creador sí fue considerado…

¡Ay, con lo rico que hubiera sido caminar dando saltos o arrastrándose suavemente por el suelo gracias a la baba viscosa que brotaría de nuestros poros, o introducir nuestro puntiagudo hocico en las concavidades de los árboles para extraer su resina, y que nuestra única preocupación fuese estar ojo avizor para engullirnos el excremento de las gallinas tan pronto como lo viéramos aparecer por el orificio de expulsión de alimentos no metabolizados…! Pero no. Quien quiera que fuera —la cosa, el acaso o el ente que nos construyó—, prefirió distinguirnos con un cerebro cortical para que pudiésemos pensar y decidir lo que vamos a comer hoy o comentar las acciones de los especuladores o alegrarnos cuando gana nuestro equipo de fútbol, y dos brazos en cuyos extremos habría dos manos por si teníamos deseos de rascarnos la cabeza, dos piernas para movernos y correr cuando nos persiguen, dos glándulas mamarias situadas en el pecho y no en la ingle, como en las vacas y en otros animales —especialmente en las féminas, porque ¿ha pensado lo extrañas que se verían las mujeres amamantando a sus crías en la zona de la ingle?—, un profundo sentimiento de amor dedicado a diversos estamentos, una capacidad para entender la belleza y sus numerosas expresiones, un «amor» al trabajo, un inquisitivo deseo de adquirir conocimientos y cultivar nuestras entendederas, un paladar exigente, una conciencia que nos atormenta cuando no hacemos lo debido, el talento necesario para inventar una bombilla, un avión o un ordenador —tan útiles ellos—, unos ojos que pestañean y envían mensajes de amor, una movilidad de los músculos faciales que nos permiten lanzar una delicada y conquistadora sonrisa…

Y me pregunto: ¿por qué la naturaleza, además, se empeñó en darme a mí la capacidad para preguntarme cosas de las cuales nunca encontraré la respuesta? ¡Vaya usted a saber!

Pero no. Los científicos se empeñan en definirnos como simios «inteligentes». Aunque de esta definición es probable que ellos se excluyan…


En la fotografía, mi nieto David asoma la

cabeza por la puerta y se pregunta:

«¿Qué es lo que puedo esperar de la vida?».

viernes, 28 de mayo de 2010


El síndrome…


Pero, por mucho que me agrade la soledad, no dejo de reconocer que la vida no es andar solitario por ahí, tratando de detectar las grietas del alma y procurando cicatrizarlas con ungüento amarillo. De cuando en cuando, vale la pena, claro, pero solo a base de espacios leves u ocasionales. Porque si los principios más importantes de la existencia son construir, sentir, pensar, admirar, comunicarse, amar, elegir, comprender y todas las otras cosas que fluyen del espíritu o de la conciencia, lo que se invoque primero, no es cuestión de que permanezcan encerradas a cal y canto, sino que hemos de tratar de airearlas, aplicarlas y difundirlas, y para ello necesitamos vivir entre nuestros congéneres, y contar con los que viven más cerca de nosotros. Este es el bagaje, el patrimonio más valioso que nos ofrece la vida; son los instrumentos morales que nos posibilitan reparar que estamos aquí, «vivitos y coleando», y que la vida exige de nosotros que nos realicemos como seres sociales, o sea, como integrantes de una sociedad que en muchos aspectos es como nuestro equipo de neuronas, y entre la que hemos de compartir nuestros sentimientos, y convivir, es decir, intercambiar nuestras emociones y difundir la información que otros depositan en nuestra «caja de resonancia». Todo por aquello de lo útil y necesario que son estas funciones para la conformación de la vida.

Durante estos días pasados en Palmas, muy filosófico yo, pensaba en la cortedad de la existencia, en que los buenos momentos, los considerados verdaderamente buenos y productivos —y los disfrutados—, aquellos que fueron sentidos a plenitud, son excesivamente cortos. Al menos, esa es mi impresión de ahora. Es cierto que el tiempo es relativo con relación al sujeto, que aseguraba Einstein, aunque, en general, los actos de la vida son largos o cortos según su hechura. Pero, también es cierto que, en muchas ocasiones, el tiempo es desaprovechado, y que a veces cruzan por nosotros inadvertidos. Y para cuando queremos darnos cuenta, nuestra mirada comienza a apagarse, nuestro entusiasmo emprendedor va decreciendo, y brotan las primeras arrugas… Y, de repente, nos encontramos con que a nuestro alrededor corretean unos pigmeos que nos llaman abuelo…

Pero la gran ventaja, la gran sabiduría de la naturaleza, es que el criterio, los fundamentos de la vida y sus estímulos —y hasta sus creencias—, son diferentes en en los recién llegados que en los que estamos de salida: en ellos son estimulantes, constructivas, cargadas de propósitos de desarrollo y prosperidad. Y, en mi caso, si me llega alguna, lo hace a remolque…

Pero no me hagas mucho caso, porque lo que pasa es que siempre me queda algo de eso que se llama «la mustiedad del regreso». O el síndrome.

lunes, 24 de mayo de 2010


Sentir la vida


Perdóname (te lo digo a ti que sueles leer mis blogs, y también me lo digo a mí, que los escribo) por haber desatendido durante tantos días mi bitácora. Ocurre que estuve casi toda la semana pasada en Palmas del Mar, mi Shangri-La, mi ciudad soñada, mi paraíso situado en la otra esquina, y allí no me puedo llevar mi computadora porque no es portátil, sino de escritorio… Pero, además, está justificado: es conveniente apartarse de la actividad digital de cuando en cuando y regresar al sistema tradicional de bolígrafo en mano, libreta de notas y pensamiento puro, con paseos al albur e impresiones in situ, sin métodos tecnológicos a mi alcance, y sin tener que elaborar mi pensamiento de una forma estrictamente académica. Además, por pasar unos días en este lugar y dedicarme a mí mismo unos momentos de retiro espiritual, y hacerlo de cara a la naturaleza y abandonando cualquier reflexión planificada, bien merece la pena dejarlo todo temporalmente. Y para llevar a cabo tan recomendables menesteres, hay sitios, como éste, que parecen elegidos por la naturaleza y diseñados especialmente por ella… Bueno, aunque, claro, me refiero a sitios que concuerdan conmigo, con mis gustos personales, los cuales, lo reconozco, no son muy comunes. A mí no me atraen esos sitios de tarjeta postal: cielo intensamente azul, playas de arenas finas, blancas y cernidas, edificios de 30 pisos bordeando la playa, restaurantes, tiendas, y olor a comida… No. Me gustan aquellos otros donde está más patente la naturaleza y donde la mano humana casi no ha intervenido en rectificar los planes de ésta o, si la ha hecho, ha sido respetando al máximo las exigencias naturales. Como ocurre aquí.

Y es que este lugar me influye de una forma intensa, me induce a escarbar en mi alma, a dialogar conmigo, a embeberme y disfrutar con el hecho natural, a sembrar mi camino de rosas dondequiera que vaya, a ver la vida desde perspectivas profundas, no consideradas en otra parte. Aquí, estando solo como estoy, parece como si se hubiera detenido el tiempo para mí… Se trata de un silencio natural sólo interrumpido por el rítmico batir de las olas, los graznidos de los pelícanos o el chillido estridente de las gaviotas, mientras mis pensamientos fluyen incesantes y me convierten en un ser con una sensibilidad especial para captar las pulsaciones de la vida y sus vibraciones. Aquí es donde percibo el mensaje de la naturaleza, y advierto lo que ésta requiere de mí mientras siento los latidos de mi corazón y advierto a mi sangre circulando por mis venas… No hay duda: éste es el lugar perfecto para dialogar con uno mismo.

lunes, 17 de mayo de 2010


El regreso de mi padre (2)


Nos abrazamos, como es de ley, pero se trata de un abrazo blando, falto de intensidad, sin emoción. Eduardo pronuncia algunos fríos cumplidos como qué alto estás, qué tal te va en el cole, estás hecho un hombre… Y hasta ahí. Después pone su atención en Carmelina, mi hermana, y se genera entre ellos una corriente de simpatía, un tono de compenetración más profundo. Entonces ella me mira y se ríe como una tonta. Con los dos o tres amigos allí presentes hay abundantes y efusivos abrazos, y palmadas en la espalda. ¡Bueno, bueno, bueno con el amigo Eduardo! ¡Otra vez entre nosotros! ¡Vaya, vaya, vaya…! Esto tenemos que celebrarlo, ¿eh? ¿Qué piensas hacer ahora? ¿Te vas a quedar mucho tiempo o te volverás pronto para México? le preguntan. No lo sé con seguridad, contesta él. Decidiré lo que debo hacer según como se desarrollen los acontecimientos. Por lo pronto, me han ordenado que me presente quincenalmente en la Dirección General de Seguridad y que no intente escribir sobre asuntos políticos ni sociales. Por el momento, mi propósito al venir a España, es buscar editor para el último libro que he escrito, Larra, el español desesperado. Es una biografía. ¿Cómo están las cosas por aquí? pregunta. Se atraviesan tiempos difíciles…, responde Laiseca. Pues por México, le contradice mi padre, se dice que hay una recuperación… ¡Qué va! ¡Si cada día estamos peor! España está aislada del mundo y, después de diez años, todavía estamos con los alimentos racionados. ¿Recuperación? No sé a quién se le ha podido ocurrir tamaño disparate. Aquí, en la España de hoy, sólo viven bien los «enchufados» y los del régimen. Los demás, vivimos como podemos. Unos peor que otros. Pero, Ontañón, ¿cómo se te ha ocurrido regresar? No es que quiera desanimarte pero, como amigo tuyo, debo ponerte en antecedentes: si has venido por un tiempo, no hay que oponer reparos; pero si vienes de forma definitiva, creo que has cometido un grave error… Figúrate que el que más y el que menos estamos pensando en marcharnos de aquí tan pronto como podamos… Claro, esto no quiera decir que no nos alegremos de verte… Y mi padre dice: No, no, de forma definitiva no vengo. Yo tengo allí ya formada mi vida. Tengo una empresa editorial, tengo mi casa y mi trabajo… Y está Mada, mi mujer… —se atreve a decir mientras me mira con disimulo—. Mi venida para acá sólo es exploratoria: ver si puedo colocar mi libro y quitarme de encima la añoranza que, inevitablemente, se va acumulando. Después, volveré a marcharme…

Mientras conversa con los amigos, tengo la impresión de que lo que está diciendo es para que yo lo oiga, porque, siempre que termina una frase se me queda mirando, como si tuviera curiosidad por ver cómo reacciono. Y yo, aunque trato de mantenerme impasible, al escuchar la afirmación de que su mujer está en México, me siento desolado. Por un momento abrigué la esperanza de que viniese a reparar los daños… Miro a mi hermana con idea de establecer con ella un sentimiento común, y enviarle a él un gesto de desacuerdo, pero ella está tan tranquila, mirando a mi padre con cara de alelada. Por lo demás, el hecho de corresponder mis maneras con las de un ser más bien retraído, acentúa mi gesto displicente y de desprecio, del eterno disgustado que hay en mí. Pero siento que, irremediablemente, cada vez nos vamos distanciando más.

Se supone que Eduardo, mi padre, tiene el conocimiento o intuye la posición asumida por mí en relación a su fuga y a su posterior unión a Mada, y eso no parece armonizar con un posible sentimiento de amor filial. Está claro que no nos soportamos. Se trata de lo uno o lo otro. Y si he de aceptarlo, si pienso distender la relación con él, debo admitirlo así, tal como se presenta ante mí… Pero me resulta imposible.

Han pasado los años desde que ocurrió esto y todavía hoy, después de tanto tiempo, me siento turbado cuando rememoro el incidente ocurrido momentos después de su desembarco, justo en el momento que nos disponíamos a abordar el autobús hacia Madrid.

Yo, adolescente al fin, no tengo mejor ocurrencia que, para demostrarle que ya soy un hombre y que me tiene que tratar con consideración, saco un paquete de cigarrillos de mi bolsillo, extraigo uno, le doy unos tontos golpecitos sobre uno de sus lados —al estilo de los hombres de mundo que salen en el cine— y me lo llevo a la boca. Realizo esta acción sin medir las consecuencias, como si fuera algo absolutamente normal que un chico de 15 años fume y que lo haga frente a un padre con el que acaba de encontrarse tras una larga ausencia. Antes de que llegue a prenderlo, él me echa el alto: ¡Pero, oye, Jacinto! ¿Es que ya fumas? ¿Con quince años y fumas? ¿Cómo es posible? ¡Deja eso inmediatamente! Y yo respondo sin inmutarme y usando la voz más grave que tengo: Mi madre sí me lo permite… Pero por dentro un sentimiento de humillación y rabia me corroe las entrañas. Pienso que quién se habrá creído éste y con qué derecho me da órdenes. Si no ha estado conmigo durante los últimos diez años, ni se ha preocupado jamás de mi educación, como era lo obligado, ¿quién le da el derecho ahora a exigirme nada…? Que fume o no fume ya no es cosa suya… Bien —me dice él—, pues si tu madre te lo consiente, allá ella; yo no, ¡así que delante de mí, no fumes! No te lo permito… Realizo un esfuerzo para reprimir mi contrariedad; devuelvo el cigarrillo a la cajetilla y, a partir de ese momento, no abro más la boca, ni vuelvo a mirarle a los ojos. Me comporto como si fuera un desconocido. Cuando llegamos a la terminal, es muy tarde; casi las diez de la noche. Eduardo se va a dormir a casa de uno de sus amigos y se despide de nosotros sin pronunciar para nada el nombre de nuestra madre. Ni tan siquiera un saludad a Soledad, o decidle que la llamaré en cualquier momento. Absolutamente nada que haga concebir una mínima esperanza.

—Ya nos veremos —es todo lo que dice.

Mi hermana y yo regresamos a casa en el metro. Él y sus amigos, cogen un taxi…

lunes, 10 de mayo de 2010


El «rojo»


Sí, mi vida fue muy afectada por la guerra de España. Por lo pronto, significó un impedimento para mis estudios con el consiguiente atraso. Y no sólo por la guerra en sí: con tantos problemas familiares —el exilio de mi padre, las necesidades económicas, la falta de un hogar— nadie tuvo tiempo de preocuparse de mí, de que yo estudiara, de facilitarme las herramientas para abrirme paso en la vida. No recuerdo ni tan siquiera cómo ni cuándo aprendí a leer… Puede que estimulado por mi interés en leer los cuentos que mi padre solía traernos. O asesorado por mis hermanas que eras mayores que yo. También pudiera ser que mis primeras letras las aprendiera en la escuelita del Hospital Militar de Maudes, de Madrid, donde asistí por un corto tiempo por aquellos días debido a que mi madre ejercía allí el papel de puericultora voluntaria. Después, cuando al acabar la guerra nos llevaron al Crucero de Montija, en Burgos, a casa de los abuelos maternos, los tres hermanos fuimos enviados a la escuela de Villalázara, un pueblo cercano. Lo recuerdo bien más que nada por la maestra, que la tenía tomada conmigo. Se trataba de una señora un tanto renegada, austera, seca, siempre vestida de negro, cuyo único placer era maltratar a los niños, meterles regletazos en las manos o ponerles de rodillas frente a la pared. Era una mujer que sentía un inmenso placer en extraerse el cerumen de los oídos para lo cual utilizaba una larga aguja que tenía prendida en el moño. Era ésta una actividad a la que solía entregarse tras sus sesiones de tortura. Mientras hurgaba en su conducto auditivo debía sentir tal placer, tal estado de dicha, que la llevaba a poner una horrible cara de enajenada: los ojos bizcos, la boca entreabierta con sus labios en forma de ocho, y el gesto de vivir una orgía insuperable. Después, cuando sacaba el utensilio de su conducto, miraba la punta con una sonrisa de loca, y se lo acercaba a la nariz para olfatear las heces capturadas. Yo creo que hasta mostraba el deseo de ingerirlas porque al mismo tiempo que la olfateaba hacía movimientos con la boca como si estuviera masticando. Después volvía a la vida normal: o sea, reanudaba las perversiones habituales.

Por esa razón, para mí, el compromiso escolar carece de significados, de perspectivas, de buenos recuerdos. Puede que por mi condición de zascandil, o por mi actitud contemplativa, mis maestros tendieran a tomarla conmigo. También mi condición de hijo de «rojo» no me trajo unas consecuencias muy positivas.

Aquellos episodios de la posguerra me marcaron y me desarraigaron de España, mi tierra, limitando mis anhelos y desquiciando mis perspectivas, incluso anulando mi derecho a llorar, mi derecho a ser, mi derecho a reír; dejándome únicamente —algo es algo— mi derecho a soñar. Pero redujeron mis iniciativas, cortaron mis ilusiones; me obligaron a renunciar al aprendizaje académico, considerándolo como un lujo al que, dada mi condición, no podía aspirar. Yo creo que esa fue la razón de que fuera un «estudiante conflictivo» por las pocas escuelas donde pasé. Porque, además, con esos delirios que siempre bullían por mi cabeza, consideraban que me salía de mi verdadera condición de pobre, sin derecho a nada. También influyó el hecho de moverme en el círculo de mi familia materna —todos de derechas, amantes de Franco y de la Iglesia Católica—, y a mí me convirtieron en una especie de advenedizo definido con aquel humillante remoquete de «este niño cada día se parece más su padre y acabará siendo un rojo como él», muy utilizado por algunas de mis tías para evitar que en mi alma pudiera anidar un poco de sosiego. Porque a encontrar amor, ya había renunciado…

Más adelante, las necesidades económicas me obligaron a trabajar y el estudio fue quedando postergado. Tal vez sea esa la razón de que ahora tengo una especie de ansiedad por «cultivar mi intelecto», por aprender, aunque no sepa muy bien con qué fin…

Cuando comencé a interesarme por la Filosofía tendría unos 23 años. Iniciaba mis primeros escarceos como periodista y tenía la sensación de que esta materia me iba a descubrir el «secreto» de la vida. O sea, no era la Filosofía en sí lo que me interesaba, sino alcanzar la habilidad de los filósofos para interpretar las cosas del mundo. Pero después vino la decepción: tras pasar por Platón, Aristóteles, Kant, Descartes, Hegel, y los demás, y emborracharme de esta materia hasta la saciedad, vino la decepción cuando descubrí que en realidad no iba a descubrir nada, y llegué a la conclusión de que nadie sabía nada de nada y, por lo tanto, nadie podía descubrirme si la vida consistía en comer chocolate o tirarle piedras a los perros… Así que me alineé con Sócrates en aquello de que «mi única ciencia consiste en saber que nada sé». Precisamente, fue por entonces cuando empecé a interesarme en el fútbol…

jueves, 6 de mayo de 2010


El regreso de mi padre (1)


Al verlo me quedé pasmado. Nunca hubiera sospechado que ese hombre bajito, un tanto repipi, que se movía nervioso y agitado al otro lado del cristal, fuera mi padre. Calvo, de corta estatura, con el párpado del ojo izquierdo medio caído, vestido con afectación, metido en un traje que parecía quedarle grande y unos movimientos excesivamente trazados, me hicieron fruncir el ceño. Hablaba con un policía y apoyaba su charla con reiterados ademanes hiperbólicos que me recordaban a los del director de una orquesta sinfónica. Lo veía mientras intentaba convencer al funcionario —quien le observa entre la severidad y la duda— acerca de la finalidad y la legitimidad de su regreso, al tiempo que, con mano trémula, exhibía un documento que daba veracidad a su discurso, documento que muy bien podía tratarse del mismo que mi madre —y su legítima mujer todavía según las leyes españolas del momento—, consiguió para él en el Ministerio de Justicia, en el cual quedaba especificado que no existían imputaciones en su contra por crímenes de guerra y, por lo tanto, que estaba libre de cargos tanto por delitos comunes como políticos. Es decir: que se le autorizaba a regresar a España.

De cuando en cuando, levantaba la vista y me observaba, y me lanzaba una sonrisa forzada, en la que creí ver más incertidumbre que amor. En realidad, me producía la impresión de no estar seguro acerca de la actitud que debía mantener hacia nosotros, y nos miraba a los dos, a mi hermana y a mí, con disimulo y de reojo. La verdad es que cuando nuestras miradas se cruzaban, la sonrisa de mi padre no me parecía ni siquiera amable. No sé mi hermana, pero yo hasta me resistía a devolvérsela. Producía la impresión de que más que sonrisa, se trataba de un dolor de barriga que hacía lo posible para que no se le notara.

Como quiera, desde que Eduardo de Ontañón salió para el exilio hasta el momento de su regreso habían transcurrido nueve años y cinco meses, y yo lo recordaba desde la perspectiva de un niño de cinco años, que era mi edad cuando se marchó. Entonces, me veía obligado a levantar la cabeza para hablarle; mientras que ahora, tenía que inclinarla, porque, de los dos, el más alto era yo.

Un tanto decepcionado, pensé que él distaba mucho de poseer la figura clásica del padre físicamente desarrollado, ese que tanto enorgullece a los hijos cuando son pequeños. Si se analizaba su aspecto como intelectual, podía pasar la prueba: actitud vivaz y desenvuelta, frente amplia, mirada penetrante y leve sonrisa de tolerante comprensión hacia el mundo y sus pobladores… Pero en lo físico, dejaba mucho que desear.

De todos modos, en el momento de describir ahora aquellos recuerdos, al considerar el conjunto de los hechos de aquel día, creo, no sin cierto remordimiento, que aunque su aspecto pudo haber representado, de entrada, mi primero gran desencanto, con un poco de buena voluntad podría haberlo visto con mejores ojos, haciéndole un juicio de valor más constructivo. Pero, los prejuicios que me cegaban, ofuscaron mi libre albedrío.

Desde el día que anunció su regreso a España hasta su arribo habían transcurrido aproximadamente cinco meses. Y dentro de la natural conmoción ocasionada en la familia, todo eran conjeturas respecto a sus motivaciones. Principalmente las dudas giraban en torno a si se debía a un sentimiento de añoranza o a un arrepentimiento tardío de la situación que había creado. Por un lado se sabía de antemano lo tensa y angustiosa que podía resultar la expatriación, y, por otro, la separación de los hijos, pudiendo llegar, incluso, a ser un hecho desgarrador y difícil de superar, sobre todo cuando, como en este caso, se debió a un tecnicismo político como es el exilio, es decir, un abandono de su país no elegido por uno, sino impuesto por otro. Aunque en el caso de mi padre no dejaba de aparecer una duda razonable: si se fue por cuestiones políticas o por librarse de la responsabilidad familiar y por el enamoramiento de otra mujer.

Dentro de esta variedad de circunstancias, mi madre en ningún momento supo a qué atenerse puesto que él no había expuesto sus planes en ningún momento. Posiblemente, en su fuero interno, ella abrigaba la ilusión de que la relación entre ambos se normalizaría. Al fin y al cabo, en aquel momento ella tenía 46 años y, aunque los sufrimientos la habían desmejorado, todavía se veía físicamente atractiva y se supone que sentía deseos de ser abrazada de nuevo por su marido, único hombre que había pasado por su vida, único que compartió su cama, y a quien ella había sido absolutamente fiel durante su ausencia, sin que, bajo ningún concepto, ni aún en los momentos más acuciantes, le hubiera permitido a nadie el menor galanteo.

No obstante, ella, ante el desconocimiento de la intención generada por él, no quiso tomar ninguna iniciativa y mantuvo una postura digna: optó por no presentarse en el aeropuerto y confiarnos a nosotros, a Carmelina y a mí, la misión de recibirle.

En cuanto a mí, con él enfrente, el instinto me decía que en aquel ser que se movía nervioso al otro lado del cristal, no había el menor celo paterno, ni de amor, ni de nada que se le pareciera. Y, mira por donde, eso resolvió todas mis dudas. No tenía de qué preocuparme. Lo mismo que había vivido diez años sin él, podría vivir el resto de mi vida. Y presentí algo más: Eduardo no regresaba a España con el propósito de reconstruir la familia…

lunes, 3 de mayo de 2010


De todos modos, no me quejo


No, no me quejo, porque la vida, según mi opinión, es tener conciencia de vivir, y yo la tengo. Sobre todo ahora, cuando soy mayor. Quiero decir con esto que la vida para mí es estar en ella, o sea, estar consciente de ella, y advertirla, y sentirla según transcurre, y tratar de aplicarla a la conciencia, y mi conciencia sujetarla a ella. Es sentirla palpitar sobre uno y en uno, y dejar que nos marque sus líneas en la medida que nosotros le marcamos las nuestras. Es permitir que afecte o incida en nuestro sistema emocional, sin que nosotros, los seres humanos, dejemos de tener sensibilidad para ello y de ello.

Yo, en cierta medida y según la época, he intentado hacerme cargo de mi vivir, he tratado de tener noción de la mayor parte de mis impulsos, y los he palpado, los he advertido, los he planificado, y he hecho lo posible por vivirlos con fruición y con intensidad.

Muchas amistades, y Angelines también, siempre me tacharon de idealista. Y puede que lo sea. Pero no se trata de un idealismo político o religioso, no una de esas creencias que anula la voluntad y la mente y le convierte a uno en un fanático sin opciones, sino que me considero un idealista de la vida, de los hechos comunes, de los comportamientos, de los valores personales, del disfrute, de las emociones. Y para un idealista de esta clase, nada pasa desapercibido; nada está formado por materia inerte ni por barro que no se pueda moldear.

Otra de las fundamentales premisas que obtengo de las enseñanzas de la vida, y que en mi caso específico fue fundamental para mi formación psicológica, es la constitución de la familia. Habrá quienes no estén muy conformes con esta declaración, incluso, los habrá que no estén de acuerdo en absoluto, pero nadie puede discutir que en el seno de la familia es donde uno se realiza y donde se siente propenso a fijar unas normas de conducta, unas metas. La familia invita a recorrer determinados caminos y a experimentarlos. En mi caso, ¿qué hubiese sido de mí si yo hubiera carecido de la familia, de esta misma familia que tengo? ¿Cómo hubiese sido mi vida si no hubiera contado a mi lado con el apoyo de Angelines, una mujer entregada, consciente del compromiso entre nosotros? ¿Qué hubiese sido de mí sin esa premisa de amor tan eficaz y valiosa que creamos entre nosotros y en la cual nos implicamos ambos? Yo, lo confesé antes y lo repito ahora, no fui totalmente fiel a este compromiso —y no dejo de lamentarlo, aunque no lo haga por sus consecuencias—, pero mi fallo fue bien reconducido y yo fui recuperado y reconstruido a base de abrazar unos principios más firmes, más valiosos que los de antes. Hay que tener en cuenta que, antes de tener una relación formal, yo era un individuo de vida disipada, y que mi templo de activación estaba en el desenfreno…

Procedo de un mundo de desamor, de un mundo de malos gestos, de actitudes ásperas, de censuras y negaciones, de situaciones nunca superadas o superadas de mala manera. Un mundo donde el amor no se entendía en su real significado. Un mundo solo dividido entre pecados mortales y veniales, y en la necesidad de limpiar el alma mediante exponer los «desaguisados» cometidos ante un cura. Eso era todo. No existían otros valores ni otros caminos.

Yo no recuerdo haber recibido nunca esas muestras de cariño que todo hijo espera de su madre: una caricia, el beso de las buenas noches, la felicitación por los logros alcanzados, el amor de una mirada, la estimulante alabanza, la emoción de una lágrima derramada por mí, o darme ánimos para alcanzar ciertas metas… Todo eso me fue negado. Sólo censuras, malos augurios, vaticinio de desventuradas acciones, comparaciones aborrecibles, desaprobaciones a priori. Cuando mi madre lloraba, no lo hacía por mí, sino por ella misma, por su incapacidad frente al mundo, por su inconsolable papel de víctima, en el que se complacía.

En cuanto a mi padre, prófugo tras la guerra, aún considerando que existiera una razón que justificara su huida, ¿qué disculpa puede amparar al hecho de negarme todo el apoyo moral requerido para mi desarrollo como persona, algo que me pudo haber inculcado aún desde el mismo destierro? Fue así como me vi obligado a vivir envuelto en la inseguridad y el desaliento, en la desconfianza inactiva, en la inestabilidad del desarraigo. Y me pregunto, ¿qué deficiencias ha podido imponerme el hecho de no contar con una acción de mis progenitores que me sirva como ejemplo para trasladársela a mis hijos? ¿Qué efectos podrá haber producido en mi persona el no haber podido echar mano de expresiones como «mi padre siempre me decía…» o «el amor de mi madre tuvo en mi vida tal o cual significado…»

Sólo fue cuando Angelines me dio acogida en su corazón, cuando comencé a renacer y a interpretar la vida de distinta manera…