Existen muchas personas que encuentran severas dificultades para manifestar sus sentimientos o para hablar desde su lado interior, o desde su «corazón», o desde su espíritu, o desde su condición humana, o desde su intimidad. Y es que esa guerra despiadada entre espíritu y materia nunca termina, es infinita, perenne. Pero, ¿qué quieren?, así está hecho el mundo y el ser humano, con esa característica ñoña de querer un vida inventada o, si acaso, intentar explicar lo inexplicable, o todo aquello que está cargado de concreciones limitadas. Yo creo que el materialismo es más propio, más productivo, más eficiente para el funcionamiento de la vida, menos «cuestionador», porque es lo que invita a luchar sin hacerse preguntas, y abrirse paso en la función práctica; a desear consumir buenos y saludables alimentos y a vivir cada día mejor y sin esconderse. Y si sostengo esta teoría, no es por convencimiento propio (yo me siento más cerca del espíritu que de la materia), sino porque entiendo que eso es lo que funciona y lo que me dicta la lógica. Es decir: es así como se desarrolla la vida y como se progresa. Y esa teoría me lleva a preguntarme: ¿será la condición espiritual un defecto psicológico o una forma tramposa de estimular nuestros afectos y nuestro pensamiento? Tú ves claramente que el mundo depende de hombres y mujeres de acción, de quienes ponen entusiasmo en conducir empresas o negocios, y de quienes realizan una labor material. Por al contrario, cuando miras hacia los que únicamente se especializan en las manifestaciones del espíritu, como los filósofos, los religiosos y los pensadores, solo se ve pasividad, confusión, retraimiento, mitomanía, superstición… Nuestra condición psicológica, nuestra mente, nuestros afanes y nuestros anhelos nos conducen a crear un mundo deseado pero ficticio, plagado de mitos y fábulas. Y precisamente ahí es donde reside lo inexplicable: ¿Por qué forma parte de nuestra composición mental ese lado subconsciente que tanto nos perturba y nos hace desear composiciones intangibles de vida, falsas o poco de fiar, para las que no hay demostración posible? ¿Es necesario para nuestra supervivencia? Porque, además, el lado psicológico o el llamado incorpóreo o emocional en nuestra representación mística influye poderosamente en la vida de cada persona. No hace mucho leía que gran parte de las enfermedades son el resultado de emociones reprimidas o de actitudes morales insatisfechas. Es el caso de los «placebos» o medicinas inocuas: en un momento dado (en homeopatía, por ejemplo), te hacen creer que son verdaderas. Y quien las toma, si se lo cree, se cura sin que se sepa por qué. Pero es señal de que el efecto psicológico es importante para la salud. Bueno, para que mi nuera (o norinha) Robi, y Angelina, su suegra fallecida, no se enfaden conmigo, habrá que decir que hay personas que combinan muy bien los dos aspectos: el espiritual y el material. Y de todos modos y en contra de todos los arañazos que recibimos en el alma, les deseo un próspero Año Nuevo, como decimos los que nunca sabemos lo que decimos…
miércoles, 31 de diciembre de 2014
Existen muchas personas que encuentran severas dificultades para manifestar sus sentimientos o para hablar desde su lado interior, o desde su «corazón», o desde su espíritu, o desde su condición humana, o desde su intimidad. Y es que esa guerra despiadada entre espíritu y materia nunca termina, es infinita, perenne. Pero, ¿qué quieren?, así está hecho el mundo y el ser humano, con esa característica ñoña de querer un vida inventada o, si acaso, intentar explicar lo inexplicable, o todo aquello que está cargado de concreciones limitadas. Yo creo que el materialismo es más propio, más productivo, más eficiente para el funcionamiento de la vida, menos «cuestionador», porque es lo que invita a luchar sin hacerse preguntas, y abrirse paso en la función práctica; a desear consumir buenos y saludables alimentos y a vivir cada día mejor y sin esconderse. Y si sostengo esta teoría, no es por convencimiento propio (yo me siento más cerca del espíritu que de la materia), sino porque entiendo que eso es lo que funciona y lo que me dicta la lógica. Es decir: es así como se desarrolla la vida y como se progresa. Y esa teoría me lleva a preguntarme: ¿será la condición espiritual un defecto psicológico o una forma tramposa de estimular nuestros afectos y nuestro pensamiento? Tú ves claramente que el mundo depende de hombres y mujeres de acción, de quienes ponen entusiasmo en conducir empresas o negocios, y de quienes realizan una labor material. Por al contrario, cuando miras hacia los que únicamente se especializan en las manifestaciones del espíritu, como los filósofos, los religiosos y los pensadores, solo se ve pasividad, confusión, retraimiento, mitomanía, superstición… Nuestra condición psicológica, nuestra mente, nuestros afanes y nuestros anhelos nos conducen a crear un mundo deseado pero ficticio, plagado de mitos y fábulas. Y precisamente ahí es donde reside lo inexplicable: ¿Por qué forma parte de nuestra composición mental ese lado subconsciente que tanto nos perturba y nos hace desear composiciones intangibles de vida, falsas o poco de fiar, para las que no hay demostración posible? ¿Es necesario para nuestra supervivencia? Porque, además, el lado psicológico o el llamado incorpóreo o emocional en nuestra representación mística influye poderosamente en la vida de cada persona. No hace mucho leía que gran parte de las enfermedades son el resultado de emociones reprimidas o de actitudes morales insatisfechas. Es el caso de los «placebos» o medicinas inocuas: en un momento dado (en homeopatía, por ejemplo), te hacen creer que son verdaderas. Y quien las toma, si se lo cree, se cura sin que se sepa por qué. Pero es señal de que el efecto psicológico es importante para la salud. Bueno, para que mi nuera (o norinha) Robi, y Angelina, su suegra fallecida, no se enfaden conmigo, habrá que decir que hay personas que combinan muy bien los dos aspectos: el espiritual y el material. Y de todos modos y en contra de todos los arañazos que recibimos en el alma, les deseo un próspero Año Nuevo, como decimos los que nunca sabemos lo que decimos…
lunes, 22 de diciembre de 2014
¿Por qué la Naturaleza, en su papel exterminador (entre otros) acaba por cerrarnos la puerta a la esperanza y al deseo de vivir de una forma tan radical, tan irrespetuosa, inculcándonos la sensación de que ya no pertenecemos a este mundo y estamos aquí de sobra? Eso demuestra, por una parte, que hay una inteligencia superior gobernando el orbe, alguien que dirige nuestro destino espiritual y biológico y, entonces, aplica sus leyes sin atenerse a consideraciones hacia nada ni hacia nadie. Será que si nos permite el acceso a la verdad nuestro comportamiento sería diferente… Aunque, claro, también pudiera suceder que, dentro de esta composición, o de esta nomenclatura universal, la Naturaleza, con su trato hacia quienes hemos rebasado la etapa utilitaria, esté tratando de que nos familiaricemos con la muerte; que vayamos aminorando la marcha y el deseo de vivir en este mundo, es decir, que nos habituemos a la idea de que ya no pertenecemos a este sector… Pero no deja de ser una opinión un tanto frívola, soltada así, a la ligera, algo que más pertenece a la fantasía que al sentido común. El tema verdadero es muchísimo más complejo. Pienso que el Universo sí se ha podido construir por azar, como resultado de explosiones, choque de moléculas, ondas catastróficas, meteoritos díscolos que se han salido de sus órbitas, lo que sea… Pero, llegado el momento y pasado el tiempo, al reunir nuestra Tierra de todas las condiciones físicas requeridas para formar la vida, lo «hayan» dotado de ella, porque, dentro de todo este conglomerado, lo que llama la atención es la aparición de seres vivos, algunos con vida interior, con sentimientos, y poseedores de un cerebro con pensamientos y movimientos propios e individuales, y con sensibilidad y deseos de libertad, y que el ser humano haya sido habilitado para llegar a los niveles que se ha llegado. Eso no pudo ser consecuencia del azar, o de una condición casual: es técnicamente imposible. Se nota que hay un plan. Es algo que tuvo que surgir gracias al deseo de alguien con grandes conocimientos de biología, física y química, y que aprovechó la situación propicia que presentaba la Tierra para construirlo a base de sembrar unas moléculas y permitir que se desarrollaran. ¿No hay en este momento un grupo de seres humanos –formado por «700 científicos»– haciendo pruebas con un manoseado acelerador de partículas que no se sabe hasta dónde puede llegar (bueno, si es que en realidad llega a alguna parte)? Pues esa es una demostración de que el pensamiento y la acción del ser humano no tiene límites, que la ambición y el deseo de progresar forma parte de nuestra estructura. ¿Quién nos puede asegurar que no seamos el resultado de una mente superior perteneciente a uno cultura muy por encima de la nuestra? También pudiera ser (y perdonen que eche mi imaginación a volar) que vivamos en una etapa de transición y que en nuestros organismos se fabriquen las almas o los espíritus, o los alientos necesarios para dar vida a otros seres de mayor nivel y solvencia. Que serían, tal vez, unos seres más civilizados tanto en el orden técnico como en el filosófico…
miércoles, 17 de diciembre de 2014
Seguimos sin saber dónde vamos
Nuestro complicado mecanismo no solo material sino también espiritual, garantiza la procedencia divina acerca de donde venimos. (Perdonen el inciso, pero es que a veces me asombro de que ciertas afirmaciones —como ésta— sean hechas por mí, un agnóstico empedernido. Y es que hay momentos que siento como si alguien ajeno a mí o muy emparentado conmigo dictara mis impulsos, y me obligara a expresarlos. Se aprovecha de mi manía de tratar de esclarecer las dudas. O también puede deberse a que mi hemisferio izquierdo espera a que el derecho se quede dormido para hablar sobre los enigmas.)
Pero no albergo ninguna duda de que esta cuestión es algo que se les escapa a los científicos… Entendamos: la mayoría de los científicos son materialistas. Y he dicho «la mayoría» porque no dudo que tiene que haber alguno que investiga la materia pero lo hace desde una posición espiritual. Incluso, me atrevería a decir que «algunos» creen en Dios, y que lo confirman precisamente en sus investigaciones. Pero es natural que el científico, envuelto siempre en sus análisis materialistas, en su física cuántica, o tratando de entender el comportamiento de las hormonas, de las células, de las moléculas, de las neuronas, de la biología, y de la química, acabe creyendo que eso es todo, que detrás de ello no hay nada, que se le anule la imaginación, que crea solo en lo que ve. Claro, también se podría afirmar que el método de muchos intelectuales y hombres de ciencia, según parece, consiste en negar a Dios, soltar unas cuantas burradas más y después escribir un libro. He observado que existen muchos más libros escritos por los que niegan a Dios que por los que creen en su existencia. Ahí sí que hay considerar que este mundo es sobre todo materialista…
Aparte de ironías, la verdad es que para interpretar las cosas, para sentirlas, para entrar en ellas, se requiere un grado de sensibilidad que no todo el mundo posee. ¿A qué se deberá, me pregunto, que los soportes, la razón, la estructura de la vida, el destino, nuestra validez y responsabilidad, no tengan el mismo significado para todos, ni se sostengan los mismos orígenes, ni constituya iguales preocupaciones, ni las mismas facultades espirituales?
Bueno, también es posible que esa falta de entendimiento sea necesaria para el desarrollo de la vida… Pero es como si viviéramos en un desbarajuste perpetuo, encerrados en una vida loca, en un parque de atracciones sin sentido… Sobre todo, los equívocos, las contradicciones, suceden con prioridad cuando se comentan cuestiones de ateísmo y de teísmo, de ontología divina, de éticas o comportamientos, de espiritualidad, de la existencia del alma, de actitudes morales, de deismo, de filosofía, de vida después de la muerte.
Y es que debo confesar que esta diversidad de criterios en el temario de la existencia perturba mi sistema psicológico, mi sistema de entendimiento y mi función de entender la vida. Tal vez el asunto de la Torre de Babel sea un mito, pero no deja de ser un símbolo que describe a la existencia.
Nuestro complicado mecanismo no solo material sino también espiritual, garantiza la procedencia divina acerca de donde venimos. (Perdonen el inciso, pero es que a veces me asombro de que ciertas afirmaciones —como ésta— sean hechas por mí, un agnóstico empedernido. Y es que hay momentos que siento como si alguien ajeno a mí o muy emparentado conmigo dictara mis impulsos, y me obligara a expresarlos. Se aprovecha de mi manía de tratar de esclarecer las dudas. O también puede deberse a que mi hemisferio izquierdo espera a que el derecho se quede dormido para hablar sobre los enigmas.)
Pero no albergo ninguna duda de que esta cuestión es algo que se les escapa a los científicos… Entendamos: la mayoría de los científicos son materialistas. Y he dicho «la mayoría» porque no dudo que tiene que haber alguno que investiga la materia pero lo hace desde una posición espiritual. Incluso, me atrevería a decir que «algunos» creen en Dios, y que lo confirman precisamente en sus investigaciones. Pero es natural que el científico, envuelto siempre en sus análisis materialistas, en su física cuántica, o tratando de entender el comportamiento de las hormonas, de las células, de las moléculas, de las neuronas, de la biología, y de la química, acabe creyendo que eso es todo, que detrás de ello no hay nada, que se le anule la imaginación, que crea solo en lo que ve. Claro, también se podría afirmar que el método de muchos intelectuales y hombres de ciencia, según parece, consiste en negar a Dios, soltar unas cuantas burradas más y después escribir un libro. He observado que existen muchos más libros escritos por los que niegan a Dios que por los que creen en su existencia. Ahí sí que hay considerar que este mundo es sobre todo materialista…
Aparte de ironías, la verdad es que para interpretar las cosas, para sentirlas, para entrar en ellas, se requiere un grado de sensibilidad que no todo el mundo posee. ¿A qué se deberá, me pregunto, que los soportes, la razón, la estructura de la vida, el destino, nuestra validez y responsabilidad, no tengan el mismo significado para todos, ni se sostengan los mismos orígenes, ni constituya iguales preocupaciones, ni las mismas facultades espirituales?
Bueno, también es posible que esa falta de entendimiento sea necesaria para el desarrollo de la vida… Pero es como si viviéramos en un desbarajuste perpetuo, encerrados en una vida loca, en un parque de atracciones sin sentido… Sobre todo, los equívocos, las contradicciones, suceden con prioridad cuando se comentan cuestiones de ateísmo y de teísmo, de ontología divina, de éticas o comportamientos, de espiritualidad, de la existencia del alma, de actitudes morales, de deismo, de filosofía, de vida después de la muerte.
Y es que debo confesar que esta diversidad de criterios en el temario de la existencia perturba mi sistema psicológico, mi sistema de entendimiento y mi función de entender la vida. Tal vez el asunto de la Torre de Babel sea un mito, pero no deja de ser un símbolo que describe a la existencia.
martes, 9 de diciembre de 2014
¿Evolución por cuenta de quién?
De todos modos, el mundo, la vida, los sentimientos, están absolutamente envueltos en el misterio. Y esto debe ser aceptado lo mismo si se cree en Dios como si no se cree. No hay filosofía que sea capaz de darnos una respuesta, ni doctrina, ni libro sagrado, ni papas o sacerdotes. No importa que recurras a la ciencia, al análisis metafísico, a la elucubración científica o psicológica, nada te descubre nada. Y si acudes a las religiones, menos aún. Las religiones sólo se sostienen en mitos, en explicaciones caducadas que sólo se podían creer hace 10 siglos. Hoy no. De ninguna manera se puede aceptar que un Dios cree una religión como instrumento para ser adorado o para someternos como perritos amaestrados a él. Si un Dios busca adoradores, en el acto deja de ser dios. Y si somos producto de un Creador, él mismo nos inculcó, supongo, un sentimiento del bien y el mal, es decir, todos los mortales «sabemos» cuál ha de ser nuestro comportamiento. Por instinto o porque dentro de esos parámetros hemos sido construidos. Tenemos una conciencia que nos conmueve, nos emociona y nos hace llamadas de atención.
No obstante, nuestra presencia puede ser esencial para alguien, por ejemplo, para nuestro Creador; para la Naturaleza, para que el Universo funcione, o ciertas reglas, o algunas significaciones. De la misma forma sabemos (por lógica, por razonamiento, por deducción) que los seres humanos no podemos ser producto de la casualidad. Eso solo pueden creerlo personas con una mente reducida, o los que son poco inteligentes, o insensibles al milagro humano, o con un hemisferio de su mente anquilosado. O que buscan un interés… Podríamos ser las neuronas de Dios, o sus herramientas para edificar la vida conforme a sus deseos y necesidades. O también podemos ser sus brazos biológicos y materiales, o quienes ponemos en marcha su pensamiento. Fíjate que las hormigas, siendo como son prácticamente antidiluvianas, no han progresado ni tienen afán de hacerlo: su sistema de vida, su modus vivendi, es el mismo ahora que el que era al principio de su existencia. Los elefantes, las jirafas, los monos, los cocodrilos en sus géneros de vida, no han evolucionado. Algunos de ellos, como los gatos y los perros —y muchas gallinas—, han pasado a depender de los humanos, y eso les ha hecho cambiar de costumbres. Pero nada más. Se han habituado a vivir con y a expensas del ser humano, han pasado de huir de él a vivir con él, pero en cuestiones de progreso, a pesar de su evolución biológica y física, no han cambiado, no han operado nada que surja del pensamiento. El hombre sí. El único que verdaderamente tiene noción de la evolución, del progreso, de la cultura, es el ser humano. Yo, en las fotografías que adornan mi pared contemplo una serie de actos relacionados con la historia de mi familia y, por tanto, de mi vida. Veo a mi esposa sonriendo, veo a mi hijos reunidos, veo a mi padre leyendo un libro. No veo a una cebra dando clases de física, ni a un perro usando una computadora: solo veo seres humanos en diferentes actitudes, contemplativas o constructivas, pero solo son seres humanos los que saben sonreír, y los que saben llorar, y quienes tienen sensibilidad para admirar el arte, y los que saben inventar un avión o una nave que viaja al espacio, o se emocionan con una canción, o se enamoran. ¿Esto no tiene ningún significado? ¿Es posible que se trate de una acción inútil, baldía, que no persigue nada? Tal cosa no cabe en mi cabeza.
De todos modos, el mundo, la vida, los sentimientos, están absolutamente envueltos en el misterio. Y esto debe ser aceptado lo mismo si se cree en Dios como si no se cree. No hay filosofía que sea capaz de darnos una respuesta, ni doctrina, ni libro sagrado, ni papas o sacerdotes. No importa que recurras a la ciencia, al análisis metafísico, a la elucubración científica o psicológica, nada te descubre nada. Y si acudes a las religiones, menos aún. Las religiones sólo se sostienen en mitos, en explicaciones caducadas que sólo se podían creer hace 10 siglos. Hoy no. De ninguna manera se puede aceptar que un Dios cree una religión como instrumento para ser adorado o para someternos como perritos amaestrados a él. Si un Dios busca adoradores, en el acto deja de ser dios. Y si somos producto de un Creador, él mismo nos inculcó, supongo, un sentimiento del bien y el mal, es decir, todos los mortales «sabemos» cuál ha de ser nuestro comportamiento. Por instinto o porque dentro de esos parámetros hemos sido construidos. Tenemos una conciencia que nos conmueve, nos emociona y nos hace llamadas de atención.
No obstante, nuestra presencia puede ser esencial para alguien, por ejemplo, para nuestro Creador; para la Naturaleza, para que el Universo funcione, o ciertas reglas, o algunas significaciones. De la misma forma sabemos (por lógica, por razonamiento, por deducción) que los seres humanos no podemos ser producto de la casualidad. Eso solo pueden creerlo personas con una mente reducida, o los que son poco inteligentes, o insensibles al milagro humano, o con un hemisferio de su mente anquilosado. O que buscan un interés… Podríamos ser las neuronas de Dios, o sus herramientas para edificar la vida conforme a sus deseos y necesidades. O también podemos ser sus brazos biológicos y materiales, o quienes ponemos en marcha su pensamiento. Fíjate que las hormigas, siendo como son prácticamente antidiluvianas, no han progresado ni tienen afán de hacerlo: su sistema de vida, su modus vivendi, es el mismo ahora que el que era al principio de su existencia. Los elefantes, las jirafas, los monos, los cocodrilos en sus géneros de vida, no han evolucionado. Algunos de ellos, como los gatos y los perros —y muchas gallinas—, han pasado a depender de los humanos, y eso les ha hecho cambiar de costumbres. Pero nada más. Se han habituado a vivir con y a expensas del ser humano, han pasado de huir de él a vivir con él, pero en cuestiones de progreso, a pesar de su evolución biológica y física, no han cambiado, no han operado nada que surja del pensamiento. El hombre sí. El único que verdaderamente tiene noción de la evolución, del progreso, de la cultura, es el ser humano. Yo, en las fotografías que adornan mi pared contemplo una serie de actos relacionados con la historia de mi familia y, por tanto, de mi vida. Veo a mi esposa sonriendo, veo a mi hijos reunidos, veo a mi padre leyendo un libro. No veo a una cebra dando clases de física, ni a un perro usando una computadora: solo veo seres humanos en diferentes actitudes, contemplativas o constructivas, pero solo son seres humanos los que saben sonreír, y los que saben llorar, y quienes tienen sensibilidad para admirar el arte, y los que saben inventar un avión o una nave que viaja al espacio, o se emocionan con una canción, o se enamoran. ¿Esto no tiene ningún significado? ¿Es posible que se trate de una acción inútil, baldía, que no persigue nada? Tal cosa no cabe en mi cabeza.
viernes, 5 de diciembre de 2014
Misterios…
Es impepinable que por más que pensemos, por más que investiguemos, por más que nos rompamos la cabeza, nunca descubriremos el procedimiento y la causa de nuestra presencia en el mundo, ni sabremos cuál es la esencia de la vida; nunca sabremos si existe un Dios «a nuestra imagen y semejanza», o se trata de un ser cuya apariencia no tenemos ni la más remota idea de cómo es. Claro, también podría ocurrir que no existiera nadie, aunque eso lo dudo. Pero, en cualquier caso, tampoco sabremos nunca para qué somos necesarios, o para qué nos necesitaría ese Dios ni con qué fin nos ha creado. La vida toda es un enorme misterio y todo está hecho de forma que nos sea imposible penetrar en ella. Solo hay una verdad: se nos ha impuesto, se nos han dado las herramientas para que procreemos, para traer seres al mundo, y unos sentimientos prodigiosos para que cuidemos a nuestros hijos y los ayudemos a crecer. Y a la Naturaleza, supuestamente creada por ese supuesto Dios, le han sido dados todos los elementos, todos los poderes para que cuide de nosotros y nos mantenga en la condición física apropiada, tanto biológica como química y con el conocimiento en un cerebro que descubre, inventa y establece los objetivos necesarios, así como la producción de alimentos. No hay duda de que dentro de todo este enjambre de condiciones, existen aberraciones y desequilibrios, pero, en general, el mundo funciona y progresa —evoluciona— gracias a la mente humana y a pesar de nuestro aparente desquicio.
Está, por otra parte, el lado espiritual, el no físico, el que asume los mitos y trata de penetrar en los misterios; el ser que ora, el que cree, el que implora a su Dios, el que se consuela pensando que detrás de él existe una fuerza creadora, protectora y bienhechora que lo ayudan a crecer, a vivir, a pensar, a organizar su vida. Yo, me cuesta confesarlo, dentro de esa barricada que sitúo frente al mito, frente a todo aquello que no es refrendado por la razón, tengo mis momentos débiles. Hace unos días, una persona sencilla se cruzó conmigo me animó a orar, a que hablara con Dios. Y cuando le dije que yo no creía, el me dijo que eso no importaba, que hablara con Dios aunque no creyera en él. Y, un poco a pesar mío, así lo hice: abrí mi ventana y, mirando hacia el espacio, puse mis cinco sentidos en comunicarme con ese Dios «recomendado», y el efecto fue sorprendente: al rato sentí una calma espiritual, un reposo interior, un amor a la vida y a las cosas, a mis semejantes, sentí más cerca de mí a Angeline, mi mujer, mi otra diosa, y sentí una gran confianza y admiración por la vida… Claro, se puede decir que fue el efecto psicológico, el subconsciente, el deseo de que ese misticismo afectivo me ocurriera y me transportara, pero ahí reside el misterio: ¿Quién me ha dado esos poderes, esa constitución psicológica, ese deseo y ese poder de introducirme en un mundo aparentemente cerrado para mí? No he repetido el acto porque me produce un poco de miedo que el momento mágico no se repita y concluya con toda la dulzura que todavía me queda, pero, lo tengo que confesar: desde ese día no estoy tan cerrado a las creencias místicas.
Es impepinable que por más que pensemos, por más que investiguemos, por más que nos rompamos la cabeza, nunca descubriremos el procedimiento y la causa de nuestra presencia en el mundo, ni sabremos cuál es la esencia de la vida; nunca sabremos si existe un Dios «a nuestra imagen y semejanza», o se trata de un ser cuya apariencia no tenemos ni la más remota idea de cómo es. Claro, también podría ocurrir que no existiera nadie, aunque eso lo dudo. Pero, en cualquier caso, tampoco sabremos nunca para qué somos necesarios, o para qué nos necesitaría ese Dios ni con qué fin nos ha creado. La vida toda es un enorme misterio y todo está hecho de forma que nos sea imposible penetrar en ella. Solo hay una verdad: se nos ha impuesto, se nos han dado las herramientas para que procreemos, para traer seres al mundo, y unos sentimientos prodigiosos para que cuidemos a nuestros hijos y los ayudemos a crecer. Y a la Naturaleza, supuestamente creada por ese supuesto Dios, le han sido dados todos los elementos, todos los poderes para que cuide de nosotros y nos mantenga en la condición física apropiada, tanto biológica como química y con el conocimiento en un cerebro que descubre, inventa y establece los objetivos necesarios, así como la producción de alimentos. No hay duda de que dentro de todo este enjambre de condiciones, existen aberraciones y desequilibrios, pero, en general, el mundo funciona y progresa —evoluciona— gracias a la mente humana y a pesar de nuestro aparente desquicio.
Está, por otra parte, el lado espiritual, el no físico, el que asume los mitos y trata de penetrar en los misterios; el ser que ora, el que cree, el que implora a su Dios, el que se consuela pensando que detrás de él existe una fuerza creadora, protectora y bienhechora que lo ayudan a crecer, a vivir, a pensar, a organizar su vida. Yo, me cuesta confesarlo, dentro de esa barricada que sitúo frente al mito, frente a todo aquello que no es refrendado por la razón, tengo mis momentos débiles. Hace unos días, una persona sencilla se cruzó conmigo me animó a orar, a que hablara con Dios. Y cuando le dije que yo no creía, el me dijo que eso no importaba, que hablara con Dios aunque no creyera en él. Y, un poco a pesar mío, así lo hice: abrí mi ventana y, mirando hacia el espacio, puse mis cinco sentidos en comunicarme con ese Dios «recomendado», y el efecto fue sorprendente: al rato sentí una calma espiritual, un reposo interior, un amor a la vida y a las cosas, a mis semejantes, sentí más cerca de mí a Angeline, mi mujer, mi otra diosa, y sentí una gran confianza y admiración por la vida… Claro, se puede decir que fue el efecto psicológico, el subconsciente, el deseo de que ese misticismo afectivo me ocurriera y me transportara, pero ahí reside el misterio: ¿Quién me ha dado esos poderes, esa constitución psicológica, ese deseo y ese poder de introducirme en un mundo aparentemente cerrado para mí? No he repetido el acto porque me produce un poco de miedo que el momento mágico no se repita y concluya con toda la dulzura que todavía me queda, pero, lo tengo que confesar: desde ese día no estoy tan cerrado a las creencias místicas.
martes, 2 de diciembre de 2014
Una humanidad diversa
La mayoría de la gente hace las cosas a la fuerza, sin disfrutarlas, sin sentirlas ni gozarse del trabajo bien hecho; es como si actuara a la fuerza o de forma mecánica. Creo que es interesante y útil la misión, por ejemplo, de los científicos, la de los maestros, las de algunos médicos (los que obran fundamentalmente con un sentimiento humanitario o como una acción moral, no los que atienden a sus pacientes solamente por dinero), o de los escritores, si acaso, y no porque yo me considere un miembro de sus filas, sino porque, en muchos casos, ellos tocan las fibras sensibles o despiertan sentimientos o normas que permanecían estancadas. Pero si nos fijamos en la mayoría de las personas, vemos que hacen las cosas sin pasión, o porque, casualmente, se ven envueltas en un hacer, o porque no tienen otro remedio para ganarse la vida, o porque no tienen cultura, o porque tratan de abstraerse y evitan dar sentido de la vida. Solo por eso. No hay duda de que este mundo en muchos aspectos es pintoresco. Existen infinidad de actitudes impuestas por gente mediocre o por gente deshonesta, o por gente sin principios, o por gente corta de inteligencia, o por ese tipo clásico del aplaudidor que bate palmas sin ton ni son o cuando un cartel le dice «aplausos». ¿Dónde se han quedado los principios, hoy? ¿Adónde han ido a parar? La mayor parte de las cosas no se hacen para obtener un resultado eficaz o valioso, sino para presumir de algo fútil o para llenar el tiempo o producir envidias, o para dar la impresión de que uno está en todo. Hoy abunda las películas o las series de televisión catastróficas, pero a mí solo me gustan las películas que me emocionan, que me producen sentimientos gratos. Las películas donde la gente se ama, las que exponen una buena relación entre padres e hijos. En la historia universal, la mayoría de las culturas han desaparecido por ablandar excesivamente las reglas, por desbocar en los placeres de la libido olvidándose de las exigencias del espíritu. Estoy leyendo un libro sobre la decadencia y caída del Imperio Romano, y en ese desmoronamiento —que duró más de un siglo— se ve claramente que la causa principal fue la descomposición moral, la pérdida de valores, el hecho de tener cada día la «manga más ancha». Y no es que yo sea un gazmoño, pero reconozco que tiene que haber unas reglas, unos preceptos en un mundo como éste, muy dispuesto a desmandarse. Los seres humanos somos así: según nos vamos otorgando permisos, quitándole hierro a las cosas, pensando que todo está permitido, esa permisividad se va convirtiendo en un vicio destructivo. Tal vez en una cultura muy civilizada, con gente madura y conocedora de su misión, esa contemporización sea lógica y posible, pero en un mundo tan desigual como este, con personas de tantos niveles culturales y económicos, donde existen unas inteligencias tan disímiles, no se puede abrir tanto la mano. Y si no que se lo digan a ese pobre individuo que ha muerto en una trifulca de esos pervertidos grupos llamados «Frentes», unos partidarios del Depor y otros partidarios del Atlético. ¿Habrá una forma más estúpida de morir? Desde luego, cuando los hijos de este individuo lo recuerden mañana no podrán decir: «Mi padre murió por una causa justa» (bueno, suponiendo que haya «causas justas» por las que merece la pena morir…) El caso de este pobre señor y el de los que lo acompañaban no puede resultar más grotesco y deprimente, especialmente si se piensa que uno pertenece al mismo género de ellos, a la misma raza humana…
La mayoría de la gente hace las cosas a la fuerza, sin disfrutarlas, sin sentirlas ni gozarse del trabajo bien hecho; es como si actuara a la fuerza o de forma mecánica. Creo que es interesante y útil la misión, por ejemplo, de los científicos, la de los maestros, las de algunos médicos (los que obran fundamentalmente con un sentimiento humanitario o como una acción moral, no los que atienden a sus pacientes solamente por dinero), o de los escritores, si acaso, y no porque yo me considere un miembro de sus filas, sino porque, en muchos casos, ellos tocan las fibras sensibles o despiertan sentimientos o normas que permanecían estancadas. Pero si nos fijamos en la mayoría de las personas, vemos que hacen las cosas sin pasión, o porque, casualmente, se ven envueltas en un hacer, o porque no tienen otro remedio para ganarse la vida, o porque no tienen cultura, o porque tratan de abstraerse y evitan dar sentido de la vida. Solo por eso. No hay duda de que este mundo en muchos aspectos es pintoresco. Existen infinidad de actitudes impuestas por gente mediocre o por gente deshonesta, o por gente sin principios, o por gente corta de inteligencia, o por ese tipo clásico del aplaudidor que bate palmas sin ton ni son o cuando un cartel le dice «aplausos». ¿Dónde se han quedado los principios, hoy? ¿Adónde han ido a parar? La mayor parte de las cosas no se hacen para obtener un resultado eficaz o valioso, sino para presumir de algo fútil o para llenar el tiempo o producir envidias, o para dar la impresión de que uno está en todo. Hoy abunda las películas o las series de televisión catastróficas, pero a mí solo me gustan las películas que me emocionan, que me producen sentimientos gratos. Las películas donde la gente se ama, las que exponen una buena relación entre padres e hijos. En la historia universal, la mayoría de las culturas han desaparecido por ablandar excesivamente las reglas, por desbocar en los placeres de la libido olvidándose de las exigencias del espíritu. Estoy leyendo un libro sobre la decadencia y caída del Imperio Romano, y en ese desmoronamiento —que duró más de un siglo— se ve claramente que la causa principal fue la descomposición moral, la pérdida de valores, el hecho de tener cada día la «manga más ancha». Y no es que yo sea un gazmoño, pero reconozco que tiene que haber unas reglas, unos preceptos en un mundo como éste, muy dispuesto a desmandarse. Los seres humanos somos así: según nos vamos otorgando permisos, quitándole hierro a las cosas, pensando que todo está permitido, esa permisividad se va convirtiendo en un vicio destructivo. Tal vez en una cultura muy civilizada, con gente madura y conocedora de su misión, esa contemporización sea lógica y posible, pero en un mundo tan desigual como este, con personas de tantos niveles culturales y económicos, donde existen unas inteligencias tan disímiles, no se puede abrir tanto la mano. Y si no que se lo digan a ese pobre individuo que ha muerto en una trifulca de esos pervertidos grupos llamados «Frentes», unos partidarios del Depor y otros partidarios del Atlético. ¿Habrá una forma más estúpida de morir? Desde luego, cuando los hijos de este individuo lo recuerden mañana no podrán decir: «Mi padre murió por una causa justa» (bueno, suponiendo que haya «causas justas» por las que merece la pena morir…) El caso de este pobre señor y el de los que lo acompañaban no puede resultar más grotesco y deprimente, especialmente si se piensa que uno pertenece al mismo género de ellos, a la misma raza humana…
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