domingo, 30 de noviembre de 2014
Una novela en el baúl
Estaba repasando aquella primera novela que escribí a raíz de la muerte de Angeline: De la misma tela que los sueños, con la cual estuve cuatro años empeñado, y me sorprendí. ¿Por qué guardé esta novela en el «baúl de los recuerdos» sin haber intentado publicarla? No me lo explico porque contiene todo lo que debe contener una gran novela: buena y amena escritura; un argumento que atrae el interés del lector porque el tema que trata es de alto interés social; un contenido filosófico de altura… Y al releer una de sus partes, me emocioné. Me confirmé a mí mismo que en mí hay un escritor, que soy un escritor en potencia, pero sin descubrir. Tal vez esta novela es el símbolo de mi personalidad, esa personalidad que una vez Mada describió como el complejo de Sísifo, por el cual se confirmaba que casi nunca termino las cosas, que empiezo una gestión y nunca la acabo, aunque sea excelente y prometedora, que siempre pongo mi interés en lo nuevo, en lo que viene por allá; que siempre cifro mi pasión en lo otro, no en lo que estoy haciendo. Eso hace que abandone lo que estoy haciendo aunque no lo haya terminado. Esa es la razón de que los dioses, igual que en el mito de Sísifo, me castiguen a subir la pesada piedra hasta la cumbre eternamente, y cuando estoy a punto de llegar al pico más alto, la dejo caer puede que con intención o porque ella se me cae. Esto me obliga a volver a empezar. Yo, en realidad, en muchas ocasiones me he descrito como que pertenezco a otro mundo, a ese mundo del sueño, de la quimera, de la ilusión por las cosas inmateriales, del idealismo espiritual. Que solo con crear en el pensamiento una cosa de cierto valor intelectual, ya me conformo. En éste mundo en donde vivo he tenido innumerables momentos para progresar, pero para eso se requería un deseo, un interés desorbitado en los bienes materiales que esa actividad proporciona; y eso no va conmigo (yo nunca he luchado por conquistar dinero), mi inteligencia no es materialista, no es consumista: es idealista. Escribo para darme gusto a mí mismo; para estar orgulloso de mí y sentirme inteligente y creativo, para mantener mi mente ocupada con un ejercicio y darme una conformidad. Por otra parte, soy tímido, y el tímido es poco luchador. La idea de que una novela mía tuviera éxito, me abruma, deteriora mis principios, encoge mi corazón porque no se atiene a mis requerimientos no materialistas. Pero en esta novela, al releerla, he pensado que fue una pena porque me volqué, me entregué a ella en cuerpo y alma, y el resultado final fueron 700 páginas que al leerlas atontan mi propia concepción y hace que me pregunte: «¿Cómo es posible que esto haya salido de mí, de mi mente, de mis conceptos, y yo esté aquí tan tranquilo, sin preocuparme, como si no tuviera importancia? También me aterra la idea de hacerme famoso ahora, a los 82 años, cuando ya no tengo oportunidad de disfrutar. Ni tampoco lo deseo…
domingo, 23 de noviembre de 2014
Saber mirar y ver
Hay veces en la vida que, sin que sepa muy bien por qué, reparo en ella y me sorprende: es cuando la siento como un don, como un privilegio, como una suerte de ser yo uno de los elegidos, uno de los señalados como apto para vivir, para sentir, para ser poseedor de un cerebro, de un corazón, de un alma y, sobre todo, me conmueve haber poseído la oportunidad de amar, de sentirme profundamente amado por una mujer, y haber tenido la dicha de procrear, de traer descendientes al mundo, de hacerme perpetuo gracias a la transmisión de mis genes. Y en ese momento de pasión por la vida, dejo de gruñir, dejo de maldecir y de lamentar, dejo de criticar a mi vecino y me convierto en un ser amable, el más tierno de la tierra. Es, también, cuando me comporto como un ser humano, como creo que debe de ser una criatura, socialmente pura, consciente y civilizada, es decir, en un individuo amable, comprensivo y transigente. Cuanto más mayor me voy haciendo, más advierto la necesidad de acceder a lo que llamo «una vida consciente y verídica», y me dispongo a vivirla con ahínco, con ilusión, con apego, y me avengo a lo que representa la «autenticidad», la preocupación social y fervorosa (no fervorosa en el sentido de fervor religioso, sino en el entusiasmo y la vehemencia). Tengo una especie de fijación teórica relacionada con lo que debía de ser la configuración de un mundo habitado por gente civilizada, por gente consciente de lo que es y lo que le debe a la vida y lo que la vida representa. «¡Mira a tu alrededor!», me digo: «¿No sientes tus pálpitos emocionado de ser uno de los privilegiados para contemplar ese mar, ese cielo, esos árboles, ese mundo que gira a tu alrededor? ¿No te sientes dichoso de haber sido invitado a este circo, a esta función, a este centro de amor colmado de poesía, música y belleza, y con libertad tanto para exponer tus quejas como para regocijarte de vivir?
Unas de las características que nos convierte en seres superiores es el don de sentir, de advertir lo que existe a nuestro alrededor, de darnos cuenta de cuales son nuestras funciones, el deber que tenemos de escuchar a quienes nos hablan y nos proponen, y de la responsabilidad que tenemos ante la vida. Amar es un sentimiento excelso y profundo; llorar es un sentimiento de piedad o de dolor (a veces ese dolor significa felicidad); oír música, ver deporte, alegrarse por la victoria de tu equipo (en mi caso, la victoria del Atlético de Madrid, porque yo soy de ese equipo), es un sentimiento de pasión. ¿Habremos sido hechos para ir construyendo la vida? ¿Seremos los hacedores de nuestro mundo? Hay que tener en cuenta que si no fuera por esa facultad del ser humano, el mundo sería igual hoy que hace un millón de años… (¡Bravo! gritará mi hija Mónica). ¿Y de qué serviría eso? ¡Nadie lo aprovecharía entonces porque nadie advertiría la belleza de las flores o de una sonrisa, ni el vuelo de las aves, ni sus trinos, ni las puestas de sol…!
Sí, este es un mundo maravilloso a pesar de que lo hayamos contaminado y hayamos talado sus árboles…
Hay veces en la vida que, sin que sepa muy bien por qué, reparo en ella y me sorprende: es cuando la siento como un don, como un privilegio, como una suerte de ser yo uno de los elegidos, uno de los señalados como apto para vivir, para sentir, para ser poseedor de un cerebro, de un corazón, de un alma y, sobre todo, me conmueve haber poseído la oportunidad de amar, de sentirme profundamente amado por una mujer, y haber tenido la dicha de procrear, de traer descendientes al mundo, de hacerme perpetuo gracias a la transmisión de mis genes. Y en ese momento de pasión por la vida, dejo de gruñir, dejo de maldecir y de lamentar, dejo de criticar a mi vecino y me convierto en un ser amable, el más tierno de la tierra. Es, también, cuando me comporto como un ser humano, como creo que debe de ser una criatura, socialmente pura, consciente y civilizada, es decir, en un individuo amable, comprensivo y transigente. Cuanto más mayor me voy haciendo, más advierto la necesidad de acceder a lo que llamo «una vida consciente y verídica», y me dispongo a vivirla con ahínco, con ilusión, con apego, y me avengo a lo que representa la «autenticidad», la preocupación social y fervorosa (no fervorosa en el sentido de fervor religioso, sino en el entusiasmo y la vehemencia). Tengo una especie de fijación teórica relacionada con lo que debía de ser la configuración de un mundo habitado por gente civilizada, por gente consciente de lo que es y lo que le debe a la vida y lo que la vida representa. «¡Mira a tu alrededor!», me digo: «¿No sientes tus pálpitos emocionado de ser uno de los privilegiados para contemplar ese mar, ese cielo, esos árboles, ese mundo que gira a tu alrededor? ¿No te sientes dichoso de haber sido invitado a este circo, a esta función, a este centro de amor colmado de poesía, música y belleza, y con libertad tanto para exponer tus quejas como para regocijarte de vivir?
Unas de las características que nos convierte en seres superiores es el don de sentir, de advertir lo que existe a nuestro alrededor, de darnos cuenta de cuales son nuestras funciones, el deber que tenemos de escuchar a quienes nos hablan y nos proponen, y de la responsabilidad que tenemos ante la vida. Amar es un sentimiento excelso y profundo; llorar es un sentimiento de piedad o de dolor (a veces ese dolor significa felicidad); oír música, ver deporte, alegrarse por la victoria de tu equipo (en mi caso, la victoria del Atlético de Madrid, porque yo soy de ese equipo), es un sentimiento de pasión. ¿Habremos sido hechos para ir construyendo la vida? ¿Seremos los hacedores de nuestro mundo? Hay que tener en cuenta que si no fuera por esa facultad del ser humano, el mundo sería igual hoy que hace un millón de años… (¡Bravo! gritará mi hija Mónica). ¿Y de qué serviría eso? ¡Nadie lo aprovecharía entonces porque nadie advertiría la belleza de las flores o de una sonrisa, ni el vuelo de las aves, ni sus trinos, ni las puestas de sol…!
Sí, este es un mundo maravilloso a pesar de que lo hayamos contaminado y hayamos talado sus árboles…
miércoles, 19 de noviembre de 2014
Supongamos que, debido a un encantamiento, o por un desvío cerebral, o a causa de un lapsus mental o de la conciencia, abriera un día los ojos y tuviera la sensación de encontrarme solo en el mundo, sin compañía alguna, sin leyes, sin normas y sin recordar nada de mi vida anterior, aunque manteniendo el nivel total de mi pensamiento de hoy, pero sin recordar experiencias pasadas, sin tener almacenada ninguna cultura o cualidad, ni virtudes, ni tropelías o aberraciones relativas a la vida de la gente; ¡ah! y la vida sería sin libros, sin obras de referencia, sin Internet, sin televisión, y sin los conocimientos académicos adquiridos a lo largo de la existencia… O sea, estaría en estado puro, inocente, desprovisto de prejuicios y de ideas preconcebidas, sin impulsos ni deseos producidos por la publicidad. Y al pasar mi vista por el entorno me preguntaría: ¿Qué puede ser esto? ¿De qué se trata? ¿En qué consiste? Y, lo más importante, ¿qué papel pinto yo aquí? Inmediatamente después pensaría que existe, por encima de mí, otro ser más poderoso, alguien que me ha construido no solo a mí sino a todo lo que me circunda. No tardaría en pensar que esto ha sido hecho con un propósito, atendiendo a un plan. No valdrían investigaciones científicas, ni mucho menos pensaría que todo lo que contemplo se debería al azar; aquí no habría componendas desorbitadas, ni argumentos filosóficos o bíblicos interesados en ejercer un dominio. Es decir: la presencia, la utilidad, el uso para mi vista, la apreciación de los colores, el aire que respiro, todo estaría pensado para mí, para mi vida y para mi bienestar, y todo aquello que contemplo tendría que deberse a alguien y estaría ahí por alguna razón. A continuación, instintivamente, me invadirían algunas nociones relacionadas con la muerte, con la preocupación por mi destino. Y me vendría una convicción: me moriría, sí, pero mis componentes espirituales sobrevivirían, no podría haber una muerte definitiva, una descomposición fatal de todo lo que me daba ahora la vida y me había construido.
Ante mi necesidad biológica de reponer los líquidos reclamados por mi organismo, vería ahí mismo, cerca de mí, el agua de un río donde aplacar mi sed; y al tener necesidad de llevar a mi estómago algún alimento sólido, solo habría que alzar la mano y desprender una fruta del árbol. Vería los árboles, las plantas, las frutas, el sol, el mar azul, las aves, las montañas… Todo me parecería algo mágico, un regalo a mis sentidos y a mis necesidades.
Estas serían las deducciones que haría un individuo en estado virgen, sin haber sido maleado por culturas, sabihondos, estraperlistas, interesados en que el mundo funcione de una forma acomodada a sus intereses, o maleados por las filosofías, por las creencias, por las políticas, o por las religiones. Es indudable que si Dios construyó este mundo, no debió de considerar la religión necesaria para su funcionamiento ni para que nadie lo adorara. Eso no se explica en todo un Dios. Inculcó al ser humano un sentido del bien y del mal y con eso basta. Es algo que que lo aceptamos por instinto. No me digas que las personas ignoran que matar es un mal y amar es un bien…
jueves, 13 de noviembre de 2014
Acerca de la ética
Comencé a leer un libro de Victoria Camps: el titulado El gobierno de las emociones. Y a pesar de no acabarlo todavía, creo estar en condiciones de expresar algún comentario debido a que, a medida que lo voy leyendo, me va produciendo distintas «emociones»: unas más estridentes que otras y, algunas, muy moduladas, muy propias de meditación. Mi cuestionamiento fundamental consiste en detenerme a pensar si la ética (sobre la que Camps comenta bastante en su libro), la honradez, la decencia, la integridad, incluso la justicia y la moralidad, son virtudes que permanecen vigentes, ahora, en estos tiempos materialistas y escasos de compromiso social, plagados de desorden moral y faltos de miramientos éticos. En unos tiempos como éstos donde el comportamiento de las personas es más bien trivial, algo a lo que no se concede demasiada importancia y todo se acepta sin cargos de conciencia. Tiempos éstos de la «banalidad del mal», según Hannah Arend. Y no es porque yo desprecie semejante actitudes morales —ya que forman parte de mi personalidad y mis convencimientos—, pero no puedo evitar que me resulten un tanto distanciadas o ajenas propagarlas en el tiempo actual. ¿Cómo se adquieren hoy día estas bases de ética y moralidad si estamos viendo de forma palpable que existe un gran derrumbe de posiciones altruistas y cada día está más generalizada la corrupción, cada vez más presente en todos los sectores? ¿Quién nos sensibiliza o nos predispone para que sintamos necesidad de la piedad o de la bondad, y sobre qué bases? ¿La televisión o el cine? ¿Las modas? ¿Lo truculento de muchas historias que, por lo general, suelen ser bien aceptadas? Hoy, incluso, muchas prevenciones de tipo moral, producen risa. Antes, mucho antes, cuando yo era un niño, los sentimientos morales te salían al paso por donde caminaras, te obligaban a tener un comportamiento: eran los curas, la familia, el ambiente, la escuela, la universidad, y eran impuestos mediante diferentes métodos, que iban desde lo violento y la amenaza, hasta lo ejemplar o el castigo leve. Pero nada de tipo moral se dejaba en el aire. Entre la sociedad común había que ser bueno y tener un comportamiento aceptable sí o sí, de lo contrario te exponías a innumerables castigos tanto aquí abajo en la Tierra, como allá arriba en el Cielo. Y también te exponías al desprestigio social. Existían los correccionales, los correctivos en las escuelas (¿cuantas veces me pusieron castigado de rodillas con los brazos en cruz?), los regaños, el desprecio, la intranquilidad de conciencia. Claro, como método, como detergente para recuperar la virtud estaba la confesión: te confesabas y quedabas más limpio que el suelo del Vaticano… Y no estoy aceptando con liberalidad los métodos de antaño porque esos procedimientos totalitarios nunca fueron de mi agrado e incluso en más de una ocasión sufrí represiones por mostrar mi desagrado hacia ellos. Pero entonces la moral era un principio básico para abrirte camino y te veías obligado a fingirla si no la sentías de verdad. Por el contrario, el mal horrorizaba a las mayorías. No sé si estas actitudes se sentían de verdad o era una mera hipocresía para evitar el «qué dirán» que entonces se vigilaba mucho, pero hoy sí me preocupa la apatía social, el conformismo y la aceptación del mal. Temo que, a pesar de su buena intención, todos esos comentarios acerca de las virtudes resulten un tanto anacrónicos.
Comencé a leer un libro de Victoria Camps: el titulado El gobierno de las emociones. Y a pesar de no acabarlo todavía, creo estar en condiciones de expresar algún comentario debido a que, a medida que lo voy leyendo, me va produciendo distintas «emociones»: unas más estridentes que otras y, algunas, muy moduladas, muy propias de meditación. Mi cuestionamiento fundamental consiste en detenerme a pensar si la ética (sobre la que Camps comenta bastante en su libro), la honradez, la decencia, la integridad, incluso la justicia y la moralidad, son virtudes que permanecen vigentes, ahora, en estos tiempos materialistas y escasos de compromiso social, plagados de desorden moral y faltos de miramientos éticos. En unos tiempos como éstos donde el comportamiento de las personas es más bien trivial, algo a lo que no se concede demasiada importancia y todo se acepta sin cargos de conciencia. Tiempos éstos de la «banalidad del mal», según Hannah Arend. Y no es porque yo desprecie semejante actitudes morales —ya que forman parte de mi personalidad y mis convencimientos—, pero no puedo evitar que me resulten un tanto distanciadas o ajenas propagarlas en el tiempo actual. ¿Cómo se adquieren hoy día estas bases de ética y moralidad si estamos viendo de forma palpable que existe un gran derrumbe de posiciones altruistas y cada día está más generalizada la corrupción, cada vez más presente en todos los sectores? ¿Quién nos sensibiliza o nos predispone para que sintamos necesidad de la piedad o de la bondad, y sobre qué bases? ¿La televisión o el cine? ¿Las modas? ¿Lo truculento de muchas historias que, por lo general, suelen ser bien aceptadas? Hoy, incluso, muchas prevenciones de tipo moral, producen risa. Antes, mucho antes, cuando yo era un niño, los sentimientos morales te salían al paso por donde caminaras, te obligaban a tener un comportamiento: eran los curas, la familia, el ambiente, la escuela, la universidad, y eran impuestos mediante diferentes métodos, que iban desde lo violento y la amenaza, hasta lo ejemplar o el castigo leve. Pero nada de tipo moral se dejaba en el aire. Entre la sociedad común había que ser bueno y tener un comportamiento aceptable sí o sí, de lo contrario te exponías a innumerables castigos tanto aquí abajo en la Tierra, como allá arriba en el Cielo. Y también te exponías al desprestigio social. Existían los correccionales, los correctivos en las escuelas (¿cuantas veces me pusieron castigado de rodillas con los brazos en cruz?), los regaños, el desprecio, la intranquilidad de conciencia. Claro, como método, como detergente para recuperar la virtud estaba la confesión: te confesabas y quedabas más limpio que el suelo del Vaticano… Y no estoy aceptando con liberalidad los métodos de antaño porque esos procedimientos totalitarios nunca fueron de mi agrado e incluso en más de una ocasión sufrí represiones por mostrar mi desagrado hacia ellos. Pero entonces la moral era un principio básico para abrirte camino y te veías obligado a fingirla si no la sentías de verdad. Por el contrario, el mal horrorizaba a las mayorías. No sé si estas actitudes se sentían de verdad o era una mera hipocresía para evitar el «qué dirán» que entonces se vigilaba mucho, pero hoy sí me preocupa la apatía social, el conformismo y la aceptación del mal. Temo que, a pesar de su buena intención, todos esos comentarios acerca de las virtudes resulten un tanto anacrónicos.
domingo, 9 de noviembre de 2014
¿A quién creemos?
De cualquier manera, si el mundo, el universo, o sea, el orbe, ese que a veces nos amedrenta con ensañamiento, es producto de un proceso aleatorio y los seres humanos, animales y vegetales no tenemos ningún significado, es decir, no pintamos nada en él y estamos aquí de casualidad, así porque sí, sin destino alguno, en ese caso no hay nada que pensar ni nada que decidir acerca de nosotros, de nuestro fin y nuestras estructura, ni de nuestra composición espiritual. No tenemos por qué admirarnos de nosotros mismos. Esto es así y seguirá siendo así por los siglos de los siglos. Sí, ya sé que ahora vivimos más tiempo que antes, somos más refinados y más exigentes, pero nos vamos sintiendo cada vez más desamparados al imponerse la teoría de que no somos nada y que todo se debe a la combinación de unas casualidades biológicas y físicas (y si no, que se lo pregunten al biólogo Richard Dawkins, que de este asunto sabe mucho y se ha enriquecido publicando libros que niegan a Dios —tal vez sea ese su único objetivo), y todo pensamiento al respecto sale sobrando: estamos tratando de interpretar lo que no es interpretable ya que todo se hizo por sí solo y carece de un fin y un destino. Y por otro lado, si hemos sido creados por un ser superior, la cosa no cambia mucho: él puede tener sus fines que, por la razón que sea, decidió no comunicarnos, debido a que dichos planes han de ser universales y cumplen una función diferente de la que creemos; algo inamovible, física o espiritualmente, con un fin determinado, del cual solo somos una minúscula parte, y, en ese caso, no existe una razón para que nos pasemos la vida dudando entre si somos espíritus o somos materia y cual puede ser nuestro destino. Ante esta segunda posibilidad (que es de la que yo estoy más cerca) creo, por mi parte, que ciencias como psicoanálisis, antropología, filosofía, metafísica, sociología, están sobrando. ¿De qué nos sirven si no nos aseguran ni nos descubren nada? ¿Adónde nos lleva tanta verbosidad perdida en el espacio? Sí, ya se que forman parte de la cultura, de la cultura occidental, y del conocimiento humano, y que están entroncadas con el progreso, pero, repito, ¿a dónde nos lleva una cantidad tan enorme de teorías? ¿Resuelven nuestros cuestionamientos sobre Dios? ¿Nos descubren el misterio del universo y la razón de nuestra presencia en él? ¿Hacen que a un loco se convierta en un ser «normal»? ¿Nos señalan unos principios de vida, unas normas, una condición espiritual, un comportamiento, una ética, una actitud con un fin evolutivo y el ensalzamiento del yo? En mis bibliotecas digital y física reposan unos cuantos libros de filosofía que contienen parte de lo que dijo Sócrates, Platón, Epicuro, Kant, Nietzsche, Kierkegaard, Heidegger, Sartre, Foucault, y otros filósofos de distintas tendencias, y casi nadie coincide. Y si no hay un acuerdo general sobre las formas y las finalidades, es una clara señal de la confusión que se padece, de que estamos viviendo aún en la bíblica Torre de Babel y no sabemos hacia dónde mirar ni a qué clavo agarrarnos. Eso que la mayoría de los pensadores citados expusieron sus teorías en otros tiempos, cuando no existían lo medios de comunicación de hoy y la mayoría de la gente era analfabeta, y se creían todas las fábulas y mitos que le contaban con el fin de coaccionarlo, de hacerlo vivir en un temor continuo. Y eso no es nada si lo comparamos con el desorden ideológico de hoy día, hasta el punto que actualmente es muy complicado creer en Dios, ya que tantas teorías nos han llevado a una descomposición de las ideas. Tal vez sea ese el peor mal de la cultura: que nos ha metido en la cabeza un interminable rosario de teorías y posibilidades, de creencias encontradas, de negaciones y afirmaciones, en muchos casos, de estupideces. Pero también puede ser peor no creer en nada, porque la falta de creencia aumenta nuestra soledad y nos hace considerar que la vida es algo sin sentido, fútil.
miércoles, 5 de noviembre de 2014
Psicoanálisis, antropología, filosofía, metafísica, religión, ¿de qué nos servirán éstas y otras ciencias que no nos aseguran ni nos descubren nada? ¿Adónde nos llevan? Sí, ya sé que forman parte del bagaje de nuestra la cultura, de la cultura occidental, y de nuestro conocimiento, y que están entroncadas con el progreso, pero, repito, ¿a dónde nos llevan? ¿Resuelven nuestros cuestionamientos sobre Dios? ¿Nos descubren el misterio del universo y nuestra presencia en él? ¿Hacen que un loco piense correctamente y entre por la vereda? ¿Nos señalan unos principios verdaderos de vida, unas normas, una condición espiritual, una actitud, un comportamiento? En mis bibliotecas digital y física reposan unos cuantos libros de filosofía que contienen parte de lo que dijo Sócrates, Platón, Epicuro, Kant, Nietzsche, Heidegger, Foucault, y otros filósofos «mayores y menores» de la plantilla, y casi nadie coincide en nada. Y si no hay un acuerdo general, una idea conjunta y firme, es una clara señal de la confusión que padecemos; de que estamos viviendo todavía en la Torre de Babel. Eso que la mayoría de los pensadores citados expresaron sus afirmaciones en otros tiempos, cuando no existían los medios de comunicación de hoy y la mayoría de la gente era analfabeta, y se creían todas las fábulas y mitos que le contaban con el fin obtener de ellos un comportamiento y hacerles sentir que estaban amenazados, y que no disponían de vida íntima o secreta. Y hoy, todavía más, es muy complicado creer en Dios, aunque también lo es no creer en él. Pero los científicos y los pensadores continuan discutiendo como si fueran a descubrir la verdad. A mí, ya lo he dicho anteriormente, me gustaría creer, pero tendría que contar con unas bases, y no me es posible porque mi función de razonar no las acepta. Es posible que posea unos hemisferios cerebrales que chocan entre ellos, o que no funcionan correctamente, o que se pasen de la raya; tal vez quieran ir más lejos de lo que les está permitido. También es posible que se deba a que de niño metieron en mi cabeza un exceso de infiernos, purgatorios, pecados, amenazas de condenas, cuidado con lo que haces porque «la Virgen te está mirando» y otras coacciones por el estilo… Yo a veces hasta lloraba cuando cometía un pecadillo sin importancia y no veía el momento de confesarme. Un día manifesté al confesor de turno (me enviaban a confesar una vez a la semana) que tenía dudas acerca de la existencia de Dios, y entonces el cura descorrió la cortinilla, abrió la portezuela de su caseta cargada de penitencias y perdones, me agarró de una oreja y me sacó de la iglesia. Me dijo, «¡Aquí los ateos como tú no tienen cabida! ¡Se lo diré a tu tía Clemen para que te meta en un correccional!». No me dio una patada en el culo de puro milagro. Y ante tal «explicación» acerca de la existencia de Dios, yo me quedé estupefacto. No podía concebir un Dios cuyos representantes en la Tierra le arrancaban casi la oreja al que tenía dudas de su existencia, en lugar de mostrar a su representado como un ser amoroso y misericordioso, y tratar de explicar con sensatez los misterios de Dios. Pero estas actitudes son propias de España… O eran, porque hoy las cosas han cambiado bastante. Creo.
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