viernes, 18 de abril de 2014

Confesiones (3º parte)
Porque no voy a negar mi complacencia de haber estado contigo en la cama, y haber sentido tus caricias al tiempo que me deleitaba con tus gestos de pasión y felicidad, y recrearme ante tus sensaciones de gozo… Pero no solamente era eso. El verdadero placer que tú me traías, la auténtica satisfacción, era el hecho de compartir mi vida contigo y desarrollarla en las dulces abluciones de nuestros diálogos, de nuestras aventuras, o en la dimensión envolvente del entendimiento y en la unión de nuestras almas, y alimentarnos de expresiones sobre nosotros y sobre nuestra conducta en relación con la vida, sobre los hijos y los sentimientos que nos despertaban, así como me embelesaba al contemplar tu dedicación a la familia, tu enorme respeto por cada uno de nosotros y por nuestro pensamiento. Me encantaba tu temperamento, tu propósito de que a tu lado nos sintiéramos felices. Simplemente me proporcionabas un gran disfrute cuando te veía dialogar con tus amigas (en aquellos momentos hasta me parecías otra mujer, no la misma que yo trataba a diario); a veces hasta me daba envidia ver como te expresabas ante ellas, con tanta espontaneidad y simpatía, y me encantaba escuchar tus risas y los jocosos comentarios que les hacías acerca de mis peculiaridades y mis frecuentes despistes, así como del inmenso amor que me tenías…
«En la vida no se puede obtener todo lo que se desea», te oía decirles. «Solo hay que saber aceptar y, en lo posible, agrandar lo que se te está ofreciendo y sacarle el mayor partido. Y entregarte con toda tu alma a aquello que se ama de verdad…».
Y te admiraba en la medida que me lo consentía esa pedantería que sufría de intelectual difuso y plagado de exigencias y confusiones filosóficas. Me agradaba ese temperamento doméstico-práctico tuyo, que era el mismo que aplicabas a la vida y lo hacías sin aspavientos, con naturalidad, así como tu comportamiento ante las contrariedades, y tus «sueños realizables» que siempre los llevabas adelante con firmeza y con ilusión.
A veces miro nuestras fotografías de cuando ambos teníamos 12 años y no nos conocíamos aún. Y me digo: ¿Cómo el destino se las arreglará para unir a dos personas que viven ajenas la una a la otra y que unos años después se conocen, se enamoran y crean otro mundo a partir de ellos? ¿Estará previsto todo? ¿Estará escrito en alguna parte? ¿O será el mero azar, el albur, la suerte o la contrariedad que tanto influyen en nosotros y en el grado de desarrollo de nuestras vidas? 
En realidad, con tu forma de pensar, con tu forma de ser, estabas haciendo una clara alusión a lo que han de ser los métodos apropiados para el perfecto funcionamiento del mundo: amor, ternura, mesura, compasión, entrega, bondad, emoción ante la belleza, embeleso ante las flores y el paisaje, lealtad y compromiso… 
Recuerdo un día, cuando vivía en Valencia, que no paró de llover durante toda la noche, y anunciaban en los noticiarios posibles inundaciones, me vino a la memoria aquella vez que fuimos los dos a El Sombrero, a unos 200 kilómetros de Caracas, y un diluvio medio inundó la ciudad, de tal manera que nos vimos obligados a meternos en un hotel y permanecer en aquel apartado rincón, con la inseguridad y la consiguiente preocupación por parte mía de si sería sólo por una noche o tendríamos que quedarnos más tiempo. Pero, en aquellos momentos de tragedia, mi desesperación se encontró con tu sonrisa, con tu confianza y tu serenidad, y me calmé. Siempre eras así: en los momentos difíciles te crecías y confiabas en Dios, en ese Dios nunca puesto en duda por ti. Aquella vez no sólo lograste que me calmara, sino que supiste convertir el problema en una experiencia memorable hasta el punto que quedó grabado en mi como uno de los momentos más cautivadores de nuestra historia.

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