Confesiones, 2ª parte
Y refiriéndome a ti, pienso: ¿eras así en verdad, como yo te contemplo ahora, o te estoy convirtiendo en una diosa-mujer imaginada, convenida a mis anhelos? Es decir, ¿estoy componiendo unas disposiciones tuyas que concuerden con mis deseos más que como fueron en la realidad? Tal vez, asociándome con Kafka, debería asegurar que para escribir sobre la amada, tienes que distanciarte de ella, y así deshacerte de inclinaciones artificiales y domar los fervores amorosos que influyan en tu discurso.
De cualquier manera, ahora, al meditar sobre nuestra relación, me consterno, me reprocho, me maldigo: ¿Cómo es posible que nunca te dijera «Me encanta tu forma de ser, tu personalidad afable, esa vida interior delicada y conciliadora que se aprecia en tus modos...»?
¿Viviste para nosotros y por nosotros? ¿En verdad, concordábamos con tus metas? A veces te veías silenciosa, concentrada en tu trabajo, envuelta en el hermetismo de tu vida interior... ¿Forzabas a tu ser con tus silencios o te gustabas así, tal como eras? Pero, dime, ¿a quién pertenecías? ¿De dónde provenía tu dulzura? ¿Quién o qué te impulsó a formar parte de mí y tratar de domesticar mis delirios, mis angustias y mis sueños surrealistas? ¿Quién me obsequió tan inmerecido premio?
Nuestra unión hubiese resultado perfecta si yo, tonto de mí, hubiese reparado más intensamente en ti; si a mí mismo me hubiese otorgado menos valor, y a ti te hubiera dado uno más elevado y más justo, tal como te merecías.
Será como dice Álvaro: «No me di perfecta cuenta de la mujer que tenía delante».
Pero, ¿por qué tanto desacierto? ¿Por qué la vida presente no se nos manifiesta con absoluta claridad, o nos es más advertida, más conjugada espiritualmente con los momentos que se viven? No hay duda de que, dentro de los múltiples deleites que nos proporcionó el Constructor de nuestro mundo, llámese Naturaleza, o se trate de una Deidad indescriptible, también nos «obsequió» con infinidad de tretas, de cuestionamientos, de misterios impenetrables e insólitos, algunos de carácter dañino para el alma, y de innumerables inclinaciones hacia anhelos falsos, hacia sueños irrealizables.
Aunque, vayamos al grano, y seamos como hemos de ser o como debiéramos, o como nos exigen las leyes universales sometiéndonos al simple y riguroso funcionamiento biológico y físico de la vida: ¿qué relación tienen los sentimientos y la existencia? ¿Son aquellos necesarios para que se efectúe ésta, es decir, para que ésta evolucione? ¿No son precisamente los sentimientos los que más nos perturban? ¿No debiéramos ser como propuso Rousseau, más decantados hacia la especie animal y menos seres, o sea, menos seres pensantes y atribulados?
Dejamos bien claro que nosotros, es decir, tú y yo, cumplimos con creces nuestro compromiso de procrear, de traer descendientes al mundo tal y como parece exigir la Vida. Entonces, ¿qué pretendemos con estos miramientos incriminatorios y desmoralizantes, y, hasta cierto punto, absurdos? ¿A santo de qué hemos de agobiarnos por las exigencias de nuestro espíritu o de nuestra alma, o de nuestro subconsciente, y permitir que las pasiones agiten nuestro mundo cuando el comportamiento de nuestro ser no parece tener un destino, un aprovechamiento o una aplicación determinada o relativa a la composición universal?
Pero yo no puedo ni debo clamar contra semejantes movimientos lúdicos considerando que soy el primero en adherirme a ellos y hago lo posible por sostenerlos de forma permanente en mi corazón, ya que tanta enjundia le dan a mi vida al mismo tiempo que permiten recrearme en mí mismo y felicitarme de poseer un tono sensible de alto calibre convertido en signo de amor.
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