viernes, 11 de abril de 2014


Confesiones (1)
Creo que hoy, 14 aniversario del fallecimiento de Angy, reproducir este texto es lo más apropiado: Se trata del tercer capítulo de Orquitis, que fue el que escribí durante los días de Valencia. Aquí va la primera parte (estará dividido en 4 partes):

3/Confesiones
Nunca, amor, nunca me reprochaste nada. Por más que trato de recordar, nunca te veo saliéndome al paso con modos avinagrados o con exigencias de naturaleza airada; jamás me echaste en cara una acción indigna mía. Eso hace que me pregunte: ¿es que me aceptabas así, tal como soy? ¿Asumías que todos tenemos defectos intrincados difíciles de curar? ¿Eras así, sin mostrar ninguna rebeldía, sin ninguna contrariedad hacia mis desquiciamientos, sin una queja de mí, sin objetar mi personalidad ni mis afanes, sin ponerme pegas? Dime, con la mano en el corazón: ¿qué estados de intranquilidad o desconformidad íntima o psicológica te reprimiste durante tu convivencia conmigo, o con nosotros, con esos hijos tuyos en lo absoluto convencionales –altamente inteligentes y, por lo cual, un tanto complicados– y con un marido como yo, con un pasado plagado de rebeldías, de frustraciones, de enconos, de acciones inconformistas, de búsquedas afanosas de sí mismo, de inquietudes aventureras; con un intelecto enrevesado y herido por tantos y tantos desaires paternos —que todo hay que decirlo—, y con un cerebro abarcador pero en ocasiones incoherente; un tanto desperdigado, si se quiere, aunque afanosamente entregado al estímulo y dominio del pensamiento siempre atento a la evolución de la ciencia? 
¿Cuales eran las bases de nuestra unión? ¿Cómo arreglábamos los asuntos donde discordábamos? Cuando yo me enfurecía, recuerdo que me mirabas con esa expresión tan tuya, quieta pero casi felina, de aparente sometimiento, de fingida mansedumbre, aunque también se advertía el afán que se concitaba en tus propósitos y en tu alma, con el mensaje telepático de «Más tarde nos veremos las caras, cuando la fiereza se te haya pasado, cuando vuelvas a ser un personaje civilizado, asequible, mesurado,  comprensivo, condescendiente tal y como me agradas; cuando aprecies de nuevo mi suavidad y no puedas prescindir de mi ternura; cuando implores mi perdón y te avengas a mis modos; cuando no puedas soslayar mi mirada. ¿Piensas que soy sumisa y que con mi condescendencia lo tienes todo ganado; que eres tú quien manda aquí, sin consideración hacia mi persona, o hacia mi voluntad y mi pensamiento? ¡Ay, amor, cuán equivocado estás!».
Y es que tú naciste para hacerte entender utilizando otros modos diferentes de los míos, para dialogar con mesura, para comprender, para usar unos métodos razonados, basados en la suavidad, en el comedimiento, en el amor...
Cuando tú y yo nos casamos éramos como dos niños inexpertos que esperaban obtener del matrimonio un sentido de sí-mismos superior, independiente, propio. Quizás esperábamos algo más de lo que éste podía ofrecer, pero, no obstante, la permanencia de una vida juntos, la procreación de seis hijos, las preocupaciones por nuestro futuro y el de ellos, el conocimiento mutuo de nosotros mismos, de forma recíproca, era más que suficiente para encontrar un sentido a la convivencia…

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