jueves, 27 de septiembre de 2012



La belleza es gratis 

¿Pero qué diablo me habrá metido en este «berenjenal» de querer descubrir lo indescubrible? ¿Qué me importa que las partículas y los protones sean la base de esta realidad aparente que me envuelve? ¡Ah! Me dice usted, señor científico, que la realidad no es ésta que yo contemplo, o sea, la que yo me complazco en ver desde mi terraza por la mañana, cuando me levanto, y que me anima o me desanima para el resto del día, según el cariz del tiempo; que ese cielo de ese color azul tan tierno y hermoso no es verdad, que yo lo veo así gracias a que las ondas solares chocan contra las partículas atmosféricas y no es que las tiñan, sino que se reflejan en ellas. Con lo cual disimulan la negrura del firmamento… Mire: a mi no me importa que unas poleas basadas en un sistema cinético o mediante estratégicos contrapesos muevan el ascensor que me sube a mi piso, lo único que me importa es que me sube, o sea, que basta con que me acerque a su puerta de entrada, pulse un botón para llamarlo, éste se aparezca ante mí, abra sus puertas por arte de magia, entre yo en él, pulse el botón correspondiente con mi piso, y me suba, evitando que tenga que subir peldaño a peldaño haciendo un esfuerzo físico que ya no estoy en condiciones de hacer. Y al que lo construyó le tiene sin cuidado que yo sepa o ignore la teoría de los vectores y los contrapesos… De la misma forma, el cielo que contemplo hoy, de un hermosísimo color azul, ha sido hecho así para que yo me maraville y me recree, para que lo contemple y me quede extasiado, para que sienta que la vida, su color y su textura, es grandiosa, espléndida. Si lo analizamos bien podemos considerar que las leyes físicas y químicas en que se basa, podrían haberlo pintado de un horroroso color kaki o de un verde aceituna repelente, o de un  morado tipo semana santa, triste y desanimante, y entonces yo, usted o el vecino de al lado no nos maravillaríamos, nos quedaríamos impasibles, no pensaríamos que la vida es bella, magnífica, deliciosa. Ande, aproveche ahora cuando el robot ese que circula por Marte nos está enviando unas fotografías del «paisaje» marciano y vemos que allí solo hay tierra, ni mares, ni árboles, ni aves, ni estos automóviles que tanto nos atormentan pero que nos trasladan de un sitio a otro. La belleza no es un concepto condicionado. La belleza es una. Y aquí, en la Tierra, la tenemos a raudales. A veces la contemplamos solo con levantar la cabeza y mirar al cielo. Como me ocurre a mí ahora.
(La fotografía es de mi nieto David Herrada —o de su papá, Ángel, mi yerno)

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