sábado, 13 de octubre de 2012




De Zapatero a Rajoy: 
un roto para un descosido

Una de las carencias más notorias en la formación y el ajuste del pensamiento español —incluso en aquellas personas que presumen de cultas—, es la enrevesada y un tanto desconcertante ilación de los discursos, las dificultades para entender el mensaje que se quiere transmitir; la falta de una filosofía limpia, clara o, quizá, la forma un tanto desperdigada que se tiene aquí de razonar. Esto, unido a la desorganización mental que, por lo general, se padece en este país, tiende a fomentar el desconcierto y el desorden ciudadano. Y es que, los españoles, tradicionalmente, carecimos de una formación social, es decir, de una formación fidedigna, concreta, reflexiva, bien articulada, sea usted de derechas o de izquierdas, creyente o ateo… No es algo que nos convierta definitivamente en ciudadanos menos apasionados y más respetables, o que nos indique qué es lo que más conviene a nuestra configuración como país. El pueblo español, formado a base de jalones históricos, de coyunturas en nuestra historia poco o nada sólidas, se forma mediante hechos que al pueblo nada le dicen: bodas reales; conveniencias geográficas establecidas por terratenientes; reyes ambiciosos sin un sentido de la necesidad nacional, invasiones heterogéneas, herencias descabaladas o impropias… En términos generales, ya desde la escuela, se estimula la rivalidad, el desacuerdo, el odio al vecino, el «yo soy yo y el que venga detrás que arree», como se dice en la jerga popular. 
Cuando yo era pequeño y tenía 6 ó 7 años a lo sumo, al terminar la guerra, mi madre, mis hermanas y yo, nos trasladamos a casa de mis abuelos, en el Crucero de Montija, un pequeño villorrio situado al norte de la provincia de Burgos, entre los pueblos de Loma y Villalázara. Durante una época bastante prolongada, la diversión de los mozos de ambos pueblos —durante los domingos, que era entonces el único día festivo en la semana— consistía en echar lo que llamaban «una pedrea». La «filosofía» de la batalla consistía en abrir la cabeza del enemigo mediante un pedrada con la piedra más gorda, más rugosa, más puntiaguda del campo.  Y el Crucero, que quedaba en medio entre estos dos pueblos, se convertía en el campo de batalla. Allí, frente a la casa de mis abuelos, se desataban las batallas más furiosas. Algo que la mayoría de los lugareños lo aceptaban como una «diversión» normal. Pero, a mi abuelo, harto del asunto, no le quedó otro remedio que avisar a la guardia civil: esto no se podía consentir, les dijo. Aquí hay niños y para protegerlos no tenemos más remedio que tenerlos encerrados en casa. La guardia civil intervino y acabó con las contiendas. A los pocos días, sin que recuerde bien la razón, me tuve que acercar a las proximidades de Villalázara. Y, repentinamente, de debajo de un puente, salieron un grupo de cazurros de mala especie y como yo era el nieto de don Felipe, el que había denunciado las guerras, en venganza intentaron emprenderla conmigo: se me acercaron con el propósito de darme una paliza o tirarme al río. Gracias a que apareció por allí un labriego y les amenazó con darles un palazo con un pala que llevaba sobre el hombro. Y a los tipos salvajes no les quedó más remedio que salir corriendo en desbandada.
Creo que esto es un símbolo de la tradicional falta de la educación ciudadana que circula entre los españoles. 

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