domingo, 6 de febrero de 2011



¿Es una nimiedad la vida?


Reaparezco después de un montón de días de silencio blogístico (es que estuve de mudanza, pero ya hablaré de esto otro día).

El comentario de hoy es otra cosa:

Me achacarán que desperdicio mi vida en bagatelas, en nimiedades; que eso, es decir la vida, es como es y no es cuestión de darles más vueltas. Y yo así lo entendía hasta hace poco, cuando era más joven, pero ahora, después de haber cumplido 78 años y situarme en el género de los viudos, me construyo mi vida interpretándola a mi manera, a mi antojo, a mi condición pasional e imaginativa. Ahora vivo el mejor momento para aflojar las riendas y dar brios nuevos a la imaginación e, incluso, dejarla libre para que se desboque. Ahora es cuando he llegado a la edad propicia para desechar de mi mente —y de mi alma— todos aquellas ideas convencionales, de un digno sometimiento, rebosantes de sentido común y sensatez. Y me digo: éste es el momento propicio para vivir como me apetezca, sin barreras asociadas al «juicioso» comportamiento, y evitar o erradicar de mí los academicismos, las imposiciones sociales, esos malditos «qué dirán» que tanto nos mediatizan. Ahora, cuando he dejado atrás determinadas circunstancias y pasiones, y estoy de vuelta en tantas y tantas cosas que han dado motivaciones a mi vida —hasta ahora—, analizo los hechos de acuerdo con mi conciencia, con mi fantasía y con mis ensueños.

Porque, si lo analizamos bien, estaremos de acuerdo en que la vida de una persona, desde que nace hasta que se jubila, está constituida por una multitud de absurdos, de imposiciones sociales de artificio, de interpretaciones de la vida que se aceptan como buenas cuando podrían estar erradas.

¿Cómo sabemos lo que es la vida y para qué está aquí, o sea, para qué sirve? ¿Quién me puede garantizar que a la finalización de ella los seres buenos serán premiados debidamente y los malos sancionados debido a sus inmorales merecimientos? Pero, consideremos que, por otra parte, ¿sería lógico que exista un Dios sancionador, alguien superpoderoso que imparta justicia a las almas después de muertas, cuando no ha sabido o no ha querido impartirla mientras estuvimos vivos? O sea, al hablar de buenos y malos me refiero a que bueno es aquel que ayuda a sus semejantes, y malo el que los masacra y los asesina. Aclaro este detalle para situarme en casos extremos que no ofrezcan ninguna duda respecto a una condición moral que pueda catalogarse como universal…

Pero, seamos honestos con usted y conmigo mismo: yo, que tanto razono sobre nuestro destino final así como la existencia o la no existencia de Dios, me niego a aceptar una fórmula exterminadora de una forma determinante: o sea, que la muerte signifique un final definitivo… ¡Qué comportamiento mental tan curioso el mío! Y es que no puedo evitar conjeturar —aunque sea de una forma abstracta e instintiva— que algo tiene que haber por ahí, diluido entre la vida y la muerte, algo abstracto, si se quiere, incomprensible, etéreo, indeterminado, algo que utilice nuestro aliento, el aura que se desprende de nuestras personas, las lágrimas que vierten nuestros ojos o el cerumen que se forma en nuestros oídos. ¿Quien nos puede asegurar que tras la muerte no pasamos a vivir en el mundo de los sueños habitado por unos seres que se mueven, hacen cosas raras, pero no comen y no defecan (al menos yo nunca he visto en mis sueños a nadie cagando…)? Cuando yo sueño con mi mujer, la veo, hablo con ella, me sonríe deliciosamente, me pide calma, me arrulla amorosamente, me infunde vida, me dice «aquí estoy y te espero».

Dígame: ¿dónde habita el mundo de los sueños?