viernes, 11 de febrero de 2011



Los tiempos cambian, de eso no hay duda


Cuando veo a mi nieto, Carlos, haciendo piruetas sobre el sofá de la sala (y antes lo había visto manejando su iPad con una soltura asombrosa, o ampliando las figuras de pantalla valiéndose de su pequeño dedo índice, o abriendo y cerrando aplicaciones nuevas, o enfrascado en un juego digital que hubiera resultado absolutamente complicado para mí y para los de mi generación, o contemplando un programa para adolescentes en un televisor extraplano y con sonido «sounround» —o algo así), es inevitable que broten las lágrimas en mis ojos. Él solo tiene 6 años… y , al verlo, me es imprescindible que establezca comparaciones tomándolo como punto de referencia para analizar mis propios modos cuando yo tenía su edad.

¿Quien era yo, me pregunto, y qué hacía a los seis años de edad, o sea, mientras transcurría el mundo en el año 1938?

Por lo pronto hay que exponer que en España vivíamos una guerra, y las guerras todo lo modifican y convierten lo normal en anormal. Y lo peor: no hay comida o, al menos, no la comida que uno quisiera comer; no hay diversión, no hay domingos ni bicicletas, y el peligro se cierne de forma permanente sobre la cabeza de los ciudadanos. Ya de por sí, esto hace que nuestras circunstancias fueran radicalmente diferentes. Pero, además, era una época en que los niños no teníamos opinión y, si la teníamos, había que callarla porque a las primeras de cambio te metían un coscorrón por entrometido… ¡Cuántas veces oímos eso de tú te callas…!

Yo, algunos días, jugaba con unas piezas de madera —cilindros, cubos, pirámides— que se llamaban «Construcción», o con los soldaditos de plomo de la colección de mi padre y organizaba unas guerras donde todos eran malos. A veces, cuando no había anuncio de peligro inminente, me asomaba al balcón principal que daba a la calle Ríos Rosas, en Madrid, y ponía mi atención en lo que ocurría en el cuartel de milicianos que había frente a nosotros, al otro lado de la calle —y que anteriormente fue convento de monjas. Sobre todo, fijaba mi atención en los indigentes que se agolpaban en la puerta principal del cuartel esperando recibir las sobras del rancho de la tropa… Claro, si quedaba algo, que no siempre.

Solía fijar mi atención en una chica de unos 18 años, de rostro pálido y cadavérica, siempre sumisa y resignada o insensible ante la tragedia que acontecía en torno a ella. Portaba una especie de saco obtenido de la tela de un colchón (listas blancas, rojas y negras), mugriento y deforme. Llevaba un gorro de lana y un abrigo muy usado y con rotos en las coderas, que denotaba que tuvo tiempos mejores. Todos los días llegaba a las inmediaciones de la puerta del cuartel y se sentaba en el suelo toda ella desmadejada. Solía sacar del saco un álbum de fotografías y se entretenía mirándolo. Calzaba esta chica unas viejas y enormes botas militares, muy por encima de su talla, que arrastraba al caminar como los niños pequeños cuando se ponen los zapatos de sus padres. Nunca hablaba con nadie, ni se apiñaba con los otros cuando salía el miliciano con el caldero renegrido de la comida. Ni extremaba su interés en recibir las lentejas hervidas llenas de unos bichillos negros que flotaban en su repugnante caldo. Debido a su angustiosa indiferencia, a veces el rancho no alcanzaba para ella, y no se inmutaba, ni formaba ninguna tragedia o se peleaba con los otros. Se quedaba allí, de pie, sumisa, con la cabeza baja junto a su bolsón de rayas rojas y blancas. Su pasividad era escalofriante. Algunos vecinos, en contadas ocasiones, le acercaban un mendrugo de pan o una fruta en mal estado. Cuando la tarde caía, abandonaba el lugar. Lentamente cruzaba la calle y se internaba en el solar que había detrás del edificio donde vivíamos nosotros.

Un día, atardeciendo, cuando se retiraba de la puerta del cuartel sin haber tenido la oportunidad de coger algo de comida, al cruzar la calle, en medio de ella, después de dar unos pasos vacilantes, detuvo su marcha. Primero soltó la bolsa de tela de colchón que llevaba colgada sobre su hombro; después se derrumbó ella: primero cayó sentada, y después se fue hacia adelante, sin ofrecer resistencia ni sin que tratara de protegerse con las manos, quedando allí completamente inmóvil y sin haber proferido un solo grito. Permaneció allí sola, caída en el suelo, sin moverse y sin que nadie le prestara ayuda, a pesar de que no muy lejos de allí, junto a la barricada, estaba el soldado de guardia. Más tarde se aproximaron algunas personas, pero se quedaba a uno o dos metros de distancia al tiempo que se tapaban la nariz.

Llegó la noche y todo quedó oscuro, pues por razones de seguridad, no eran prendidas las farolas de las calles. Así que no pude enterarme cómo terminó la tragedia.

Al día siguiente, tan pronto como me levanté, corrí al balcón pensando que tal vez la muchacha se encontraba todavía allí, tirada en el suelo, pero ya no estaba. Le pregunté a Florencia, mi aliada, que siempre se enteraba de todo, y ella me dijo que esta chica había pasado a mejor vida, que su sufrimiento había terminado para siempre. Y yo, al saberlo, me alegré por ella. Pero, poco después me enteré que aquel día, en aquel momento, esta chica había muerto.

¿Qué diferencia puede haber entre dos niños de seis años, uno jugando con un iPad, en el año 2011; y otro, en 1938, asomándose por primera vez a la tragedia de la muerte?