domingo, 27 de febrero de 2011



¿Qué era, qué es el amor para mí?


Resultaba inaudito que siendo yo como era, un individuo desmesurado, alguien que sólo usaba el cerebro para saber cómo no usarlo, que pertenecía al grupo de los que disparan primero y preguntan después, uno más entre los que no distinguían lo conveniente de lo inconveniente, viniera ahora a ahogar un sublime sentimiento de amor recurriendo al sentido común. Antes que nada debí preguntarme si mi pasión hacia ti era genuina o no pasaba de ser un capricho transitorio más, ya que, mientras por un lado creía estar embebido en ansiedades sublimes, por otro permitía que la razón me zarandease y llamara mi atención. Lo cual, lo vieras por donde lo vieras, no encajaba, porque el amor verdadero no es cálculo ni reflexión: es impulso sin medida, ímpetu arrollador, es complicidad indiscutible con la ley natural. Es contigo pan y cebolla y la negación de la razón, según Berther. «El amor que se razona —dijo— es como un niño que no puede vivir porque tiene demasiada inteligencia». Y luego Edgar Morin, para redondear el asunto, nos vendría con que «El sentido del amor y el sentido de la poesía es el sentido de la calidad suprema de la vida.»

¿Estábamos incluidos nosotros en semejantes modelos o era yo, que ignoraba la forma de calibrar mi realidad, o que intentaba huir de lo que aparentaba ser un inevitable sometimiento a lo convencional, a la inmovilidad responsable, al abandono definitivo de la vida frívola? La mujer, hasta aquel momento, aún teniendo para mí una presencia irrefutable, y siendo considerada —tanto instintiva como cerebralmente— imprescindible su participación en mi vida, se limitaba por entonces, de forma subyacente, a cubrir un sentimiento frívolo. Nunca hasta entonces me había planteado la idea de atarme a una para toda la vida, aunque, tácitamente, daba por hecho que algo así tendría que ocurrir algún día. Pero, mientras tanto, en las conversaciones con los amigos, la mujer, al mismo tiempo que un objeto de deseo, se tornaba en un trofeo que era necesario conquistar, no sólo con la finalidad de confirmarse uno a sí mismo en su condición de hombre, sino con la de adquirir el relieve grupal consiguiente. Es decir, respondía a un objetivo de carácter físico más que espiritual. Y no es que busque disculpas, pero no puedes ignorar que fue la educación recibida en mi época de adolescente —y antes o después—, donde siempre se nos dio un formato mistificado de vosotras, ajeno, desde un punto de vista moral, a nuestra realización como personas, y cuya utilidad se cifraba, más que nada, en realzar el prestigio del macho y la posibilidad de ejercitar la imperiosa exigencia del sexo… Aunque no lo tengo muy claro a la hora de decidir de dónde procedía tal exigencia, porque también podría haber procedido de la Naturaleza en su búsqueda del cumplimiento de sus fines.

Pero, ahí me tienes: tanto hablar, tanto presumir, tanto intento de hacerme el fuerte para, al final, contra todas las «trancas y barrancas» que me salieron al paso, cerrar los ojos y atender las exigencias de mi corazón para ennoviarme contigo. ¡Y eso que sólo tenía 22 añitos! Pero, ¡qué cosas! Es admirable ver cómo la vida se las arregla para que sus propósitos se cumplan y sus motores funcionen en pro de sus propósitos. Porque, además, esa decisión no solo no resulta perjudicial, sino al contrario: le obliga a uno a penetrar por caminos de mayor responsabilidad, a encararse con ellos con el fin de progresar… ¿Será esa una de las perfecciones del mecanismo vital o una de las artimañas de la Naturaleza? ¡Y eso sin contar con el gran premio que me dispensó de tantos años de convivencia contigo! Todavía —te lo digo con la mayor sinceridad— no comprendo por qué la vida me tenía reservado un premio de tal magnitud. Porque yo, insisto en decírtelo, aunque pronto hará 11 años que falleciste, todavía sigo viviendo de ti…

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