miércoles, 23 de febrero de 2011



Exposición de principios


Yo, generalmente, no suelo tomarme la vida muy en serio. ¡Arreglado estaría con el ajetreo que me he traído durante mi estancia en este salón de música desentonada! ¡Pero es que desde que me casé no he parado! Siempre buscando nuevos horizontes, sensaciones nuevas, afanes de escapar de las rutinas… Durante este trayecto he conocido a muchas personas de los cinco continentes… bueno, de cuatro, digo de tres, porque en Asia y Oceanía no puse mis pies en ningún momento. Pero no quiere decir que tenga fobias; lo que ocurre es que hasta ahora por allí no se me ha perdido nada… Y eso que tuve una temporada que mis querencias se adentraban en la India: leía cuanto caía en mis manos sobre ese país. Recorté y seleccioné durante mucho tiempo una serie de artículos periodísticos que publicaba una revista (Blanco y Negro, creo), y los libros de una colección sobre el tema que lanzaba la extinta Editorial Labor; o novelas como las de Louis Bromfield —Vinieron las lluvias, que más adelante fue convertida en película—, o las de Somerset Maugham con sus relatos hinduistas. Entonces tenía la certeza de que este era un país donde casi todos estaban en posesión del secreto de la vida. Claro, luego descubrí que no, que ese secreto, si lo hay, no está al alcance de nadie. Y me desencanté.

En cambio, en cuestiones de amistad ahí sí, siempre me lo tomé muy en serio. Los amigos que tengo, y los que he tenido a lo largo de mi vida, si bien no han sido exageradamente abundantes, me preocupé de que fueran selectos, siempre bien elegidos, o sea, gente sin trastiendas morales. Sólo me gustan aquellas personas donde nunca tengo necesidad de pedir disculpas, o andar con reservas en cuanto a los relatos que me hacen de su vida así como las manifestaciones que exponen de su alma. Tampoco me agrada, dentro de ese círculo, hacer el papel ni de dominador, ni de dominado: mi trato con ellos y ellas no va más allá de encontrar un equilibrio espiritual siempre sencillo, recíproco, sin que me importe si mi interlocutor es un acaudalado terrateniente o un desplazado de la fortuna. Y, óiganlo bien aquellos a quienes corresponda: solo me interesa la calidad humana, no la presunción, ni el desdoro oculto, es decir, solo trato de que impere la buena comunicación, la sensibilidad, el entendimiento, la sencillez, el respeto a la dignidad, así como el deseo de compartir conocimientos y reflexiones sin otro fin que fijar —de forma instintiva, claro— una especie de principios de lealtad.

Lo demás sale sobrando…