lunes, 11 de octubre de 2010


Aquellos difíciles días de mi niñez


Parte de mi historia queda expuesta en la pared de mi estudio mediante una colección de fotografías las cuales describen algunos instantes, junto a mi mujer y mis hijos, que merece la pena reseñar por una o por otra razón, y que, en general, describen unos momentos disfrutados. Pero allí sólo hay fotos tomadas a partir de mi noviazgo, es decir, desde que cumplí 22 años en adelante, que fue cuando me «eché» novia (pongo entre comillas esta palabra porque me resulta sumamente cómica). Para mayor explicación habría que especificar que, de los 78 años que acabo de cumplir, tendría que deducir los 21 primeros, opacos y tristes, que fueron nefastos, feos y desagradables. Cuando pienso en ellos, yo no me encuentro ahí, no parezco Jacinto o no siento como si se tratara de mí. Solo veo a un chico desquiciado, rabioso con el mundo, desplazado y confundido consigo mismo, abotargado e indeciso. Es tan malo el sabor de boca que tengo de aquellos días que hasta rehuso recordarlos o hablar de ellos.

Hoy lo hago como una excepción.

Cuando comencé a tener noción de que formaba parte del mundo, toda la familia nos acabábamos de trasladar a Madrid. Yo tenía por aquel entonces tres años. De la anterior época, vivida en Burgos, no recuerdo apenas nada. Sí tengo la noción de que fueron unos años espléndidos: teníamos dos «chachas» (empleadas del hogar habría que decir hoy), y mi madre —viendo sus fotos— parece una persona así, como muy aristocrática y glamorosa… Y es que nuestra vida en aquella ciudad era de alto nivel tanto económico como social. Pero, luego, mi padre y la guerra se las arreglaron para que, un año después de llegar a Madrid, todo se convirtiera en un desastre para nosotros.

Sí, porque por un lado estuvo la angustiosa etapa de la guerra, donde privaba la escasez de alimentos, y el mantenernos casi siempre secuestrados en casa, y, posteriormente, la huida de mi padre y su separación de mi madre (¿cómo se puede asumir eso: un padre que en medio de una guerra abandona a su mujer y a sus tres hijos menores y se larga para Francia, y luego México, cuando él significaba el único respaldo económico y la seguridad afectiva de nuestras vidas?). Después, al concluir la guerra, en El Crucero, acogidos en casa de los abuelos maternos, tres años. El primero de éstos se puede decir que bien, más o menos, claro, porque influyó poderosamente el significado de pasar de la escasez de la guerra a la abundancia, y de la reclusión a la libertad, todo en cuestión de días, lo cual resultó maravilloso, especialmente cuando ya no había necesidad de estar auscultando el cielo por si venían aviones a bombardearnos y teníamos que huir hacia el sótano del edificio. Pero, claro, a pesar de esa felicidad material momentánea, no faltaban los aspectos morales negativos: el hecho de ser una familia rota y acogida por caridad en casa de unos familiares, por muy abuelos que fueran, y, encima, abandonados por el padre y con la madre en estado de sufrimiento continuo. Además, la familia era asediada por críticas malsanas y desconsideradas. Se daba el caso de que mi madre fue la única de las seis hermanas que se casó con un intelectual-poeta, escritor, periodista, niño mimado por su madre, viuda, en buena situación económica —no generada por él, desde luego, sino por sus antepasados—, y, además, bohemio, mujeriego y poco responsable… Toda la familia de mi madre —mis abuelos, mis tías, o sea, sus hermanas—, se opusieron férreamente a este noviazgo, más teniendo en cuenta que Eduardo, mi padre, era cuatro años más joven que Soledad, porque cuando él pretendió a mi madre, tenía apenas 16 años, y ella 20. Y, además, tenía fama de frívolo y casquivano. ¿Habría alguna chica en Burgos menor de 20 años que no hubiese recibido alguna de las encendidas poesías donde él desahogaba sus ansias amatorias? Pero, los intereses son los intereses: cuando mis abuelos comprobaron que Eduardo era el heredero de la librería más importante de Burgos, de la editorial y de algunas posesiones en la provincia, «accedieron de buen grado». Así que se casaron un 23 de febrero, el mismo día que Eduardo cumplía 20 años de edad (mi madre tenía 24), con el beneplácito de todos. Pero unos pocos años después, cuando murió mi abuela Manuela Levantini (que era la que sostenía todos los negocios creados por mi abuelo Jacinto) a mi padre le dio la ventolera cerebral: lo vendió todo y «¡vamos para Madrid, que allí nos espera la fama y la fortuna…!» Y, a partir de aquel momento, el desastre se nos vino encima. Aparte de que, una vez en Madrid y ante la atroz posibilidad —que ya se veía venir— de que pronto estallaría una guerra, mi padre, muy ufano, muy idealista él, portándose como un «encendido patriota», ingresó en el partido comunista con la misma naturalidad que quien se toma un vaso de vino… Total, a la larga acabaría por abandonarnos a todos: a sus tres hijos, a su mujer y al partido comunista, se uniría a Mada Carreño, y huiría primero a Francia, y luego a México —en el Sinaia—. Una vez allí, «si os he visto no me acuerdo» para usar una frase que parece lapidaria.

Por esa razón, entre las fotos de mi pared no figura ninguna suya. No es que yo viva en un perpetuo estado de rencor. Simplemente no lo considero el padre que yo hubiera deseado ni necesitado (cuando regresó de México yo tenía 15 años y casi ni me acordaba de él. Murió al año siguiente…). Y pienso: si él no me quiso a mí, tampoco tengo yo por qué quererle a él. Por otra parte, si no tengo un buen recuerdo de su actuación como padre, sería una hipocresía colocarlo frente a mi vista como si aquí no hubiera pasado nada…

Y respecto a mi niñez, por lo que tengo entendido, a los ocho-diez-doce años era un niño bastante agraciado y, sobre todo, muy simpático: la gente se reía mucho conmigo. Entonces ¿por qué la familia de mi madre me creó esa fama de niño rebelde, malo, mentiroso, travieso, abominable y descarado? Durante un par de años tuve que vivir separado de mi madre porque ella decidió irse a vivir en una residencia de monjas y allí no se admitían niños. Y me vi obligado a repartir mi vida en las casas de mis tías: en una comía y en la otra iba a dormir. En aquella época no hubo nadie en mi vida que sintiera interés por mí, o sea, si yo iba a la escuela o si hacía las tareas o hacía novillos. Vivía desprotejido y, en cierta medida, desamparado. En realidad, en mi familia materna todos se regían por los artículos que provenían del catecismo Ripalda. Muchas pamplinas religiosas, a base de novenas, rosarios y misas, pero un egoísmo exacerbado y unos corazones duros como el pedernal. Yo detectaba en ellos hacia mí una especie de rencor, una desconfianza sempiterna, y me convirtieron en un perpetuo repudiado, en un ser molesto, en un individuo inoportuno, en un parásito. De ellos nunca recibí una caricia, ni oí una sola frase de amor ni de ánimo. Ni siquiera de consuelo… Hay un detalle muy significativo, algo muy simbólico que habla mucho de mi relación con ellos: un año, cuando apenas faltaban dos días para la fiesta de Reyes, me vinieron a decir que los reyes eran los padres, así que no debía de esperara nada… Yo ya lo sabía y me hacía el tonto, pero es el detalle: ¿se puede tener un corazón más perverso? Hace falta ser mal nacido para ir a decirle a un niño dos días antes de que lleguen los regalos, que los reyes no existen. Y todo para ahorrarse un juguetillo de mierda…


En la entrada, mis padres poco antes de casarse