lunes, 18 de octubre de 2010


El placer de la vida incierta


La vida, como principio, es un tanto incierta, y lo es en todas sus manifestaciones, hasta en las que suelen mostrar convicciones más seguras… Hay gente (entre ellos yo) que en un momento dado creen controlar su destino, trazar sus caminos y sus estados de exquisitez o las chifladuras de su ingenio. Pero es una ilusión ficticia. Sí, estoy de acuerdo en que cuanto más complicado es el pensamiento, cuanto más exigente, o cuanto mayor altura intelectual, mayor es la dificultad para sacarlo adelante y resulta más difícil mantener la concentración o ver todo el asunto en todas sus fases. Y, sobre todo, es difícil no caer en desaciertos. Aunque, si se piensa bien, ahí está el dicho de que errar es de humanos. ¿Qué sería de nosotros si fuésemos perfectos? Pareceríamos robots y aquí no habría nada que discutir.

Un día que hubo un incendio aquí, en el edificio donde yo vivo, un vecino me decía que, siendo español, qué pensaría yo de Puerto Rico viendo la cantidad de errores que se cometen. Y yo —sonriendo con superioridad, como era inevitable— le contesté que una de las cosas que más me agradan de este país son las imperfecciones, que, por cierto, nunca van más allá de lo anecdótico, porque sobra el ingenio para solucionarlas. Y, la verdad, es que en todo el mundo se cometen errores de distinta naturaleza. Tal vez se cometan menos en Alemania o en Suiza que en Honduras, pero los primeros son países que tienen fama de ser aburridos y poco ocurrentes.

Hay muchos aspectos de Puerto Rico que me agradan sobremanera: por ejemplo, el carácter de la gente: aquí no se toman las cosas demasiado en serio; o sea, aparentemente, sí, se comprometen con la máxima seriedad, pero luego es como si todo fuera humo, de ese que se evapora. Tengo un vecino que, en apariencia, es el mejor amigo del mundo: me ha ofrecido su casa; se deshace a la hora de decirme que cuando necesite algo, lo que sea, que no dude en pedírselo… Y siempre que nos encontramos me reitera su ofrecimiento. Pero dos veces que lo he llamado a su teléfono celular, nunca he obtenido respuesta… Y, conste: no lo llamo para pedirle dinero ni media taza de azúcar… Pero él es así. Una vez estuvo aquí en mi apartamento a recoger una dirección que le obtuve de Internet, y se quedo admirado. No hacía más que decirme «que yo era un artista». Ignoro por qué me lo diría… Tal vez por lo extraño de mi decoración (yo, a mi edad, todo, hasta mi vestimenta, lo uso y lo presento de la forma como a mí me gusta, como me es más cómodo. La ventaja: que ya no tengo que dar cuentas a nadie…

Así que cuando bajo por las noches a darme mi caminata y me lo encuentro, hablamos un rato como si fuésemos dos panas de toda la vida, y él se comporta con actitudes de ser un tipo serio, pero luego no nos volvemos a ver en mucho tiempo. Si acaso, cuando coincidimos en el ascensor o cuando está dando un paseo abajo. Y eso es lo bueno de aquí: que uno siempre está libre de compromisos… Y si te comprometes y no cumples, nadie te lo toma a mal. Cuando uno se acostumbra a eso —a que las cosas no funcionan dentro de lo convencional, ni basadas en una planificación estricta–, te sientes totalmente libre, porque gran parte de las relaciones en la vida te crean compromisos, y aquí no tienes ninguno. Yo, cuando salgo a la calle, como un principio caritativo, suelo hablar con todo el mundo, sin distinción de culturas ni situaciones económicas. Aunque hay veces que mientras bajo en el ascensor voy pensando «a ver lo que me tiene deparado el destino para el día de hoy». Y, cuando veo que no hay nada digno de mención, saludo y sigo mi marcha. Hago como si fuese a algún sitio en concreto. Y es que, a veces, solo están esos viejos cuyo cerebro ya no funciona o se les ha convertido en un revoltijo de estropajo mezclado con corcho… Me refiero a esos que están todo el día pensativos y cabizbajos, hablando solos; y si hablas con ellos aprovechan para narrarte —por enésima o trigésima vez— sus «hazañas» del pasado, sus conquistas, sus «grandes» aventuras amorosas. Y resulta muy tedioso oír la misma cantinela mil veces…

Ahí precisamente es donde me baso para afirmar que la vida (¿qué coño será la vida?), en la etapa final, solo tiene humillaciones surrealistas y trágicas para los viejos, con lo cual demuestra que no les tiene ningún respeto… Y es curioso que un ser tan valioso, tan complicado desde el punto de vista biológico, intelectual y humano, termine la vida de esa manera, se convierta en «nadie», en un cero a la izquierda desentonado. Incluso, aunque le esperara otra vida como premio, debía alejarse de esta vida con una mayor dignidad… Pero no. Parece que lo más propio de la edad avanzada es el desaliento, la frustración, la invalidez y el miedo a la muerte que la ve tan cerca. Aunque también le da cierta validez a nuestra vida el hecho de ignorar lo que será de nosotros…