Sobre la depresión
Sí, acepto que el tema de la felicidad —como casi todo en la vida— es relativo. En la mayoría de los casos el desarreglo del alma consiste, simplemente, en una quiebra del estado de ánimo, o en un pensamiento triste tras uno feliz generado por los recuerdos del pasado, o por operaciones financieras mal enfocadas, o por diversas situaciones ingratas, o por un amor fallido o mal resuelto. Eso es lo que marca la diferencia entre sufrir o alegrarse. Pero yo no creo en absoluto que, originalmente, la depresión sea producida por un desequilibrio fisiológico. O sea, no creo que la origine una enfermedad. Más bien, supongo que se lo produce uno mismo, porque, detrás de todo deprimido siempre existe un problema, un fracaso, un contratiempo, una tribulación mental causada por un conflicto momentáneo o por un mal recuerdo que se nos hace presente ahora… Según los neurólogos, las buenas intenciones, las reflexiones optimistas, los razonamientos nobles, generan en nuestro cerebro una mayor producción de dopamina, y ésta, a su vez, contribuye a que nuestro ánimo mejore, a que veamos las cosas con sentimientos más elevados, a que analicemos los percances desde un ángulo diferente, más creativo, más procesal, más combativo. Y hasta puede que más dulce o más poético. Sobre todo, consiste en que no nos dejemos aniquilar por las adversidades y pensemos que todo tiene solución (y si no la tiene, ¿para qué preocuparse?)
Y que, en verdad, deseemos salir de tal estado…
Yo, en términos generales, en el transcurso de mi vida, en todo momento —o en casi todos ellos— he combatido las situaciones depresivas dando prioridad en mi mente a las sensaciones gratas; anteponiendo los buenos recuerdos a los malos, situando lo positivo sobre lo negativo, y contemplando con benevolencia las situaciones adversas, tratando de no caer en la desesperación: es decir, intentando alcanzar una respuesta física o biológica mediante el estímulo de mi cerebro emocional para que produzca las sustancias regeneradoras que necesita y que serán las que modificaran la visión de mis quebrantos, o los suavizarán, o los harán más aceptables, o que me ayuden a entender la forma de alcanzar la solución. No me puedo permitir mi hundimiento porque es algo que comienza como un sentimiento leve, casi desapercibido, desagradable pero imperceptible, y acaba convirtiéndose en un círculo vicioso hasta conducirme cada vez con mayor ahínco a una tormenta, a una angustia que tenderá a cambiarse por una crónica, para acabar en un desastre mental de grandes proporciones (encerrado, disminuido, llorón). Y, además, va operando de forma progresiva: cuanto más angustia me genera, más destruido me voy sintiendo, y cuanto más destruido me siento, soy cada vez más irresponsable, más inadaptado, más inoperativo. Y así, se van abandonando las disciplinas personales hasta convertirse uno en una entidad deforme, cada vez más abonada al sufrimiento, en cuya actitud acaba uno por sentir complacencia porque el abandono, la irresponsabilidad, el apartarse de la vida, lo justifica todo y produce adicción.
Si se analiza de forma veraz, cuando se enfrentan las situaciones con espíritu combativo y con serenidad, se acaba por ver que todo tiene remedio o, al menos, llegamos a entender que la adversidad que nos causa el desequilibrio, tiene una solución…
Claro, siempre exigiendo a nuestro alrededor que todo el mundo afronte la parte que le corresponde, porque, a veces, nuestra amargura no proviene exclusivamente de nosotros …
Pero, volviendo al tema principal, a aquello que aseguraba acerca de que la felicidad es un estado relativo y que los nubarrones sobre nuestras cabezas somos nosotros quienes los formamos —con el pensamiento—, y que nosotros creamos y oscurecemos nuestro panorama, ante eso nuestro deber es luchar con las armas disponibles, esas que nos han sido dadas por la Naturaleza —como la fuerza del espíritu y el pensamiento—. En pocas palabras, tenemos que intentar eliminar todo aquello que nos perturba a base de sobreponernos y aprendiendo a separar el trigo de la paja…