Nuevas loas a Puerto Rico
Cuando mis amigos puertorriqueños critican a su país, yo les digo que ellos tienden a ver los inconvenientes y, sin embargo, parece que se negaran a considerar las virtudes, que tanto abundan aquí; también pudiera ser que se han acostumbrado a ellas de tal manera, que ya no las ven, o sea, que no las advierten. O es posible que carezcan de una base de comparación.
Pero yo, extranjero (bueno, extranjero en cierta medida, porque me siento puertorriqueño por adopción y amo mucho a este país), me pregunto: ¿habrá un lugar más encantador, más grato, más atractivo que éste para vivir dadas mis condiciones?
También es probable que esta sensación provenga de mi edad y del deseo que tengo de vivir mi situación de viudo en unión y en paz conmigo mismo, y en medio de un ambiente tan significativo y hasta cierto punto indolente. Claro, también puede depender de lo que uno espere de la vida en un momento dado. Hay gente que prefiere la agitación y las lides competitivas de la gran ciudad, o, si es joven o de mediana edad, desea hallar caminos por donde entrar y conquistar sus sueños materiales, como puede ocurrir en Nueva York, Madrid, París o Londres. Aunque, hay que reconocerlo, éste no sea el momento ideal para ello, si se tiene en cuenta la crisis económica que padece el mundo. Pero, aún así, los jóvenes tienden a internarse en esos mundos complicados y ruidosos porque buscan el progreso personal. Muy lógico. Y, posiblemente, a pesar de todo, allí lo acabe por encontrar. Yo también era así cuando joven: inquieto, ambicioso, siempre pensando en conquistar posiciones mejores y en buscar nuevos horizontes… Pero hoy me entrego con ahínco a encontrarme a mí mismo, a conocerme, a saber cómo y quién soy, y entender y aceptar lo que podría haber esperado de mí la vida y los que me rodean, y muchas de las cosas que yo no les supe dar, quizá por egoísmo… Y busco una aproximación más «sentida», más frecuente e íntima con mi difunta mujer, Angelines, en este lugar ideal, porque ella amaba tan profundamente a esta Isla que aquí me resulta muchísimo más fácil «encontrarme» con ella…
Aún así y al margen de cualquier sentimiento personal, Puerto Rico es, en general, un país gratísimo, dulce, acogedor y hermoso. Hay días que su semblante —el de San Juan, que es donde yo vivo— es de una serenidad que no parece propia de este mundo. Hoy (en realidad, ayer), por ejemplo, a esta hora —son las cuatro de la tarde, las diez de la noche en España— hay una quietud solemne, solo interrumpida, de cuando en cuando, por esa especie de bramido que surge de las sirenas de los barcos cuando se aproximan al puerto o cuando salen de él, lo cual aumenta el misterioso y dulce encanto del atardecer. El sol, que ya comienza a amarillear, destaca sobre el luminoso azul del cielo, y va dorando el paisaje, las casas, los edificios… Y los árboles, la enorme cantidad de árboles que se divisan desde mi balcón, mecidos por una leve brisa, lucen su prodigioso vestido verde salpicado de motas rojas y amarillas, mientras las aves saltan de una a otra rama buscando donde pasar la noche, supongo. Hay un curioso pájaro, gris, de pico rojo y mediano volumen —ignoro en este momento cómo se llama—, que se aposenta en un lugar propicio de un árbol e inicia desde allí un dulce concierto que, posiblemente, durará toda la noche. Por la forma sentida como emite su sonido, pienso que trata de comunicar alguna nueva buena a sus congéneres, algún acontecimiento ocurrido en su familia, un nacimiento, o relativo a su pueblo, el nombramiento del pájaro-alcalde, por ejemplo, o de su casa, anunciando que sus hijitos pájaros ya comienzan a ir a la escuela… No sé, pero resulta muy poético y pacífico escuchar su trino. Y es que se trata de una tarde tan bella que invita a suplicarle al regidor de la naturaleza —no sé si éste existirá, pero es que resulta muy difícil atribuir una tarde así a la nada, y uno se siente animado a creer en todo, por fantasioso que sea— que la mantenga eternamente, que no la cambie, que no deje que se termine.
A mí me encanta asomarme por las mañanas a mi balcón y contemplar el paisaje, ver a la gente camino de sus trabajos o al supermercado, con sus afanes, sus movimientos, sus preocupaciones y sus obsesiones. Y siento como si una especie de felicidad me envolviera y me dijera ¡alégrate de haber nacido y estar aquí! Y todo ocurre al saberme viviendo en una isla del Caribe, en un punto minúsculo —en términos geográficos—, rodeado de mar y sintiendo, percibiendo plenamente los dones de la naturaleza. Qué curioso que cuando pequeño yo soñaba con irme algún día a vivir en el Trópico, donde los colores eran más intensos que en el norte —suponía—, y la vida más rítmica; donde la gente cantaba al hablar, y donde siempre era fiesta y había amor a raudales, del cual yo andaba tan necesitado. Fue la película Los tres Caballeros, de Walt Disney, la que me abrió ese anhelo… Y es que aquí la naturaleza te regala, a veces, no siempre, claro, unos espectáculos tan deliciosos y te ofrece unos incentivos tan auténticos y, sobre todo, tan sinceros y reposados, que te ayudan a sentir la vida de verdad, sin amaneramiento alguno. Y a amarla intensamente…