domingo, 19 de septiembre de 2010


El valor del pensamiento consciente


Para la mayoría de las personas, el mundo, o sea, lo que sucede aquí, el acontecer diario, el sacrificio o el placer de vivir cada día, los métodos de supervivencia, no ocurren como debieran ocurrir; por ello, todos —o casi todos— nos erigimos en dioses y decidimos reinventar una vida a nuestra manera: decidimos cómo tendrían que suceder las cosas, cómo debíamos estar construidos nosotros, de qué clase tendría que ser nuestra política y qué sentido tendría la vida, si es que tiene alguno. Y es que dentro de estas facultades que nos han sido otorgadas por la Naturaleza está muy presente la inconformidad o el pensamiento exigente, así como las ideas de perfección, que, hemos de aceptarlo, si pudieran ser implantadas, y debido a que surgen de unas mentes tan imperfectas como son las nuestras, podría degenerar —por qué no decirlo— en situaciones más adversas que las que estamos rechazando. Pero es que el ser humano es muy dado a corregir, a criticar e, incluso, a intentar rectificar los hechos del pasado (como si eso fuera posible), que, en definitiva, son los que nos han conducido a las anomalías de hoy. Esa es la verdad.

En realidad, las muchas contradicciones y desbarajustes en que se desenvuelve hoy la vida, se deben a decisiones o pasos torcidos —posiblemente, sin detenerse a considerar el mal que se hacía— que se dieron en el pasado, pero los cuales, buenos o malos, ya no son rectificables —o al menos no lo son a corto plazo— porque derivaron en lo que se denomina «intereses creados». Por ejemplo, el caso del petróleo, que a pesar del daño de polución que causa sobre la vida, ya no es posible prescindir de él porque se produciría una hecatombe económica de incalculables consecuencias.

Ahí es donde yo mas considero que la idea de un Dios semejante al que conciben los cristianos, por ejemplo, no encaja en el funcionamiento de la vida. Él, al habernos creado, debiera de haber implantado las reglas. Si lo vemos bien, el mundo parece funcionar a «lo que sale» y no se atiene a un reglamento determinado, a un camino hacia un final, un plan a seguir o, si lo tiene, no está a nuestro alcance entenderlo. Es posible que haya algo que nos impulsa hacia un progreso (comparando el mundo de hace 5000 años con el de hoy, no hay duda de que se ha progresado mucho), pero yo más creo que ese impulso procede de la ambición, del afán de prosperar, del deseo de vivir cada vez mejor, de disfrutar más, sin atenerse a unas condiciones específicas. Antiguamente, las supersticiones, las religiones, el temor a la procedencia inexplicable de los misterios, esas fuerzas que gobernaban el mundo con mano de hierro, la Inquisición, la amenaza continua de caer en el Infierno, detenían a los mortales, les creaban una necesidad de medir los pasos que daban. Existían infinidad de tabúes que frenaban las iniciativas e, incluso, cuando el conocimiento se salía de las normas establecidas —como ocurrió con Galileo—, era erradicado. Pero a medida que se fueron eliminando los prejuicios, los seres humanos se sintieron más libres y aptos para crecer…

Hablaba recientemente con un grupo de vecinos con el que me suelo reunir por las noches aquí en los bajos del edificio, gente de cierta edad (entre los 50 y los 65 años) y mediana cultura —y que ya tienen caminado lo suyo—, que les gusta hacer comentarios respecto a los acontecimientos de cada día y de los misterios de la vida. Al hablar de la noticia que apareció recientemente en la prensa acerca de los desastres que se avecinan ocasionados por la tormenta solar prevista para el año 2012, uno de ellos exclamó: ¡Pues que nos caigan encima todos los rayos del sol y que nos achicharre de una vez por todas y acabe con esta vida sin sentido! Para lo que sirve…

No le aplaudí en absoluto porque mi forma de pensar no comulga con esta actitud extrema y más bien trágica que, además, no considero sincera porque si se le pincha un poco lo acabas encontrando tan abrazado a la vida como el primero. Pero es curioso que nadie del grupo le contradijo… El que más o el que menos, con su silencio, mostró una conformidad con la expresión. O sea, quiere decir que, en el fondo, todos están un poco hastiados de la vida…

Pero, para mí, que a la vida le falta muy poco para ser, si no perfecta, sí más llevadera, más aceptable, más digna. Lo verdaderamente difícil, ya existe: están los seres, las plantas, la vida, las flores, los bellos amaneceres… Lo otro, lo que entorpece, las anomalías, las drogas, las guerras, la pobreza, la ambición excesiva, no tienen razón de ser…

¿Seremos las personas quienes hemos fallado?