lunes, 14 de junio de 2010


El regreso de mi padre (3)


Tres meses antes del regreso de mi padre de México, yo había comenzado a trabajar en una emisora de radio recién instalada en Madrid. El hecho de que mi voz tuviese ya, a mi edad —14 años a punto de entrar en los 15—, la modulación y el timbre adecuados, fue la razón que indujo a los técnicos de la empresa a considerar que reunía condiciones aptas para la locución radiofónica.

Aquella oferta, inicialmente, me entusiasmó: colmaba mis ambiciones hasta el punto de llevarme a pensar que ante mí se abría un porvenir grandioso. La aspiración anhelada de lograr una profesión con glamour, estaba ahí. No importaba si había estudiado mucho o poco, ni que hubiera sido víctima de tantas dificultades personales. Ahora, la gloria se acercaba a mi persona.

Pero la idea de que todo estaba al alcance de mi mano, que la vida me daba el mismo trato que se da a los elegidos, duró poco. Si yo hubiese sido de otra manera, si en mi personalidad hubiera habido la templanza que debe tener un ser metódico, mesurado, cargado de paciencia, si hubiera sido uno de esos que saben sacrificarse y esperar que llegue su momento, quizá mi suerte habría sido distinta. Pero yo no era así. Esa actitud no compaginaba con mi personalidad. No encajaba con mi forma de interpretar la vida. Y el hecho de que los directivos de la emisora consideraran que para que me fuera familiarizando con los gajes del oficio, debía comenzar desde abajo, desde un puesto humilde, es decir: como mensajero («botones», se le decía entonces), era una situación que no alcancé a entender. ¿Qué relación podía haber entre repartir cartas y paquetes y la locución radiofónica? Total que, en la medida que se acumulaban los kilómetros en mi récord personal, mientras repartía mensajes por las calles de Madrid, conduciendo a toda velocidad una reluciente bicicleta verde y haciendo culebreos entre los coches, mi frustración crecía. Claro, tal vez en la emisora me estaban poniendo a prueba: querían comprobar si era poseedor de determinadas cualidades para enfrentar después cargos más altos; puede que quisieran ver si pertenecía a los aguerridos seres que luchaban, sufrían y se sacrificaban en pos de un futuro de más renombre.

Un día, unos seis o siete meses después, mientras la radioemisora era acondicionada para salir al aire y yo cumplía mi trabajo cada vez con mayor desgana, se iniciaron unas obras internas en el edificio. Y en una de esas jornadas de verano quietas y sin mensajes para entregar, recibí la orden de ayudar en los trabajos de remodelación. Y me pusieron a acarrear arena desde el exterior del edificio hasta donde se realizaban las obras.

Y quién me iba a decir que Eduardo, mi padre, me iba a sacar del atolladero…

Cuando estaba en esta operación esforzada, coincidió que pasó casualmente por allí cerca y me vio en el momento de palear la arena a una carretilla, y después, en un denodado esfuerzo, subirla por una rampa para transportarla hasta el interior del edificio. Ante tal situación, mi padre debió sentirse desconcertado y, posiblemente, avergonzado al ver a su hijo, o sea, el hijo de un intelectual como era él, enfrentado a semejante labor, más adecuada para un hombre hecho y derecho que para un crío de quince años. ¿Se puede saber qué haces? —me espetó sin ni siquiera cumplir con el requisito del saludo. Pues ya lo ves, dije yo, trasladando arena desde aquí hasta una obra que realizan ahí en el interior de la empresa donde trabajo. Pero, ¿tú no me habías dicho que trabajabas en una emisora de radio? Claro, le respondí, en esta que ves aquí… ¿Y por qué estás haciendo esto? ¡Porque me han ordenado que lo haga!, contesté yo algo amoscado.

Entonces mi padre, en un arranque de amor filial —para mí inesperado—, me pidió que dejara de hacer aquello. Que renunciara a aquel trabajo tan poco productivo desde todos los puntos de vista. Pero es que mi madre, dije yo, necesita el salario que gano aquí… Bueno, deja eso de mi cuenta… Me dijo él mirándome a los ojos. Y se ofreció a acompañarme hasta el despacho del administrador para que presentara mi renuncia.

Mi primera reacción fue resistirme. No dejaba de parecerme una intromisión en mi vida. Y hasta sentí cierta satisfacción cuando advertí que aquel trabajo mío le humillaba. Pero, cuando reparé que sus ojos despedían un leve brillo, es decir, que el hecho le causaba una agitación emocional, que el asunto parecía despertar en él una preocupación sincera, entonces cambié mi actitud y pasé a considerar digna de estudio su propuesta. Pintaba como propia de un padre que muestra preocupación por su hijo. Y cedí. Abandoné la carretilla y la pala en plena calle; subí con él los 16 peldaños de la escalera de piedra de la entrada; crucé el vestíbulo; me colé en el despacho del jefe de personal sin pedir cita, y ante la mirada atónita del empleado, su secretaria y otras personas de la directiva presentes en la sala, planteé mi renuncia de forma irrevocable, con mi padre como testigo. Después salimos de allí tan ufanos. Y, ambos nos fuimos caminando por la calle Diego de León abajo, hablando amigablemente…

Tuve la sensación de que en este hecho había un signo claro de reconciliación, un intento de limar asperezas o, al menos, de establecer una tregua conducente a un entendimiento futuro.

Pero se demostró que tampoco como adivino tenía yo mucho porvenir…

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