Vivir en un reino de desamor…
Quizá no tanto en tu caso, o, para puntualizar las cosas, no tanto como en el mío, aunque sea preciso matizar que en tu familia, además de manifestarse un aire superficial, no había mucho lugar para la demostración de afecto, y que, a mi entender, en su conjunto, la única con sentimientos profundos, con capacidad para percibir el significado del amor, y sentirlo intensamente, eras tú.
Refiriéndome al mío, es decir, al desbarajustado mundo del cual procedo, sólo se podría denominar como reino del desamor, como un ejemplo claro de frialdad. No hay más que echar un vistazo a la falta de entendimiento entre mis padres así como sus lamentables e inexplicables conceptos respecto a lo que significa el amor y lo que representa un hijo y las atenciones que requiere. Y ya ves, alma mía, yo que me creía libre de heridas o que, de tenerlas, pensaba que ya estaban cicatrizadas, ahora, al evocar algunos momentos de mi pasado y exponerlos ante ti, al analizar los hechos que influyeron de forma tan determinante en mi vida, siento que el velo tras el que yo mismo pretendía ocultarme, se ha descorrido y ha dejado al descubierto todos los fantasmas de mi pasado. Y me doy en pensar que esos fantasmas nunca dejaron de atormentarme, nunca se alejaron de mí por más que haya vuelto la cara hacia otro lado. ¿Qué carencias, qué estigmas han supuesto para mi vida tantos aportes negativos, además de vivir permanentemente en la sensación de ser un advenedizo, un hijo no deseado, un inoportuno? Decía Saint-Étienne que nuestra historia no es un código, es decir, que los seres humanos no estamos atados a nuestro pasado, ni somos su consecuencia. Y, en un principio, esa era mi bandera, ese era el camino por el que me proponía transitar. Pero ahora caigo en la cuenta de la enorme ingenuidad que supone un concepto de tal calibre, porque ahora yo sí sé que no somos autores, sino resultado; que existen demasiadas influencias sobre nuestro espíritu para pensar que somos libres, que realmente podemos ser como queremos ser. Que la mayoría de nuestros sueños, a falta de quien los estimule, no pasan de ser meras ilusiones y acaban por desvanecerse en el espacio...
Lo sabes bien, amor, porque formaba parte de mi repertorio de gemidos. No recuerdo haber recibido nunca esas muestras de cariño que todo hijo espera de su madre: una caricia, el beso de las buenas noches, la felicitación por los logros alcanzados, el amor de una mirada, la estimulante alabanza, la emoción de una lágrima derramada por mí, o darme ánimos para alcanzar ciertas metas... Todo eso me fue negado. Sólo censuras, malos augurios, vaticinio de desventuradas acciones, comparaciones aborrecibles, desaprobaciones a priori. El mal comportamiento, las deserciones de mi padre, las pagaron conmigo. Cuando mi madre lloraba, no lo hacía por mí, sino por ella, por su incapacidad frente al mundo, por su inconsolable papel de víctima, en el que se complacía. Mientras, yo, no pasé de ser el hijo postergado, abandonado a mi soledad, al arréglatelas como puedas…
Todo esto ocurría hasta que apareciste tú, amor.
martes, 26 de mayo de 2015
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