De padre y muy señor mío (3)
Cuando salió de la Aduana nos abrazamos, como era de ley, pero fue un abrazo blando, falto de intensidad, sin emoción. Eduardo pronunció fríos cumplidos como qué alto estás, qué tal te va en el cole, estás hecho un hombrecito… Y hasta ahí. Después puso su atención en Carmelina y, al instante, se generó entre ellos una corriente de simpatía, un tono de compenetración, y un abrazo sostenido. Recuerdo que en ese momento mi hermana me miraba transportada, riéndose como una boba.
Con los dos o tres amigos allí presentes hubo abundantes y efusivos abrazos, y palmadas en la espalda.
—¡Bueno, bueno, bueno con el amigo Ontañón! ¡Otra vez entre nosotros! ¡Vaya, vaya, vaya…! Tenemos que celebrarlo, ¿eh? ¿Qué piensas hacer ahora, Eduardo? ¿Te vas a quedar por mucho tiempo o volverás pronto para México?
—No lo sé. Decidiré qué hacer según como se desarrollen los acontecimientos. Por lo pronto, me han ordenado que me presente quincenalmente en la Dirección General de Seguridad y que procure no meter la nariz en asuntos sociales y mucho menos en políticos. Norma que pienso acatar. En realidad, mi propósito al venir a España es buscar un editor para mi último libro: Larra, el español desesperado. Pero, ¿cómo andan por aquí las cosas?
—Se atraviesan tiempos difíciles…
—Pues en México se dice que hay una recuperación…
—¡Pero qué va! ¡Si cada día estamos peor! Vivimos vigilados y aislados del mundo. Fíjate que aún continuamos con la cartilla de racionamiento… Con eso está dicho todo. ¿Recuperación? No sé a quién se le ha podido ocurrir tamaño disparate. Aquí, en la España de hoy, sólo viven bien los sinvergüenzas y la gente del régimen. Los demás, salimos adelante como podemos. Unos peor que otros. Eduardo, perdona que me meta en tu vida, pero ¿cómo se te ha ocurrido regresar? No es que quiera desanimarte pero, como amigo tuyo que soy, debo ponerte en antecedentes: si has venido por unos días, no hay reparo; pero si vienes de forma definitiva, creo que has cometido el gran error de tu vida… Figúrate que el que más y el que menos estamos pensando en marcharnos de aquí… Claro, esto no quiere decir que no nos alegremos de verte.
—No, no, de forma definitiva no. Yo tengo formada mi vida allí. Tengo una empresa editorial, tengo mi casa y tengo mis trabajos periodísticos… Y está Mada, mi mujer… —dice mientras me mira con disimulo—. Mi venida para acá sólo es exploratoria: ver si puedo colocar mi último libro dedicado a Larra… Y quitarme de encima la añoranza que, inevitablemente, se va acumulando. Después, volveré a marcharme…
Mientras él conversa con los amigos, tengo la impresión de que lo que está diciendo tiene como finalidad que yo lo escuche, porque siempre, al terminar una frase, me mira como si tuviera curiosidad por ver cómo reacciono.
Y yo, ante la afirmación de que su mujer lo espera en México, me siento vacío, descompuesto. Miro a mi hermana con idea de establecer con ella un sentimiento común, algo así como un plan de censura, pero ella está tan tranquila, tan embebida mirando a mi padre con cara de alelada. El hecho de corresponder mis maneras con las de un ser más bien retraído, acentúa mi gesto displicente y distanciado propio del eterno disgustado que hay en mí.
Compruebo de forma irrefutable que cada vez es mayor la distancia entre nosotros…
Se supone que Eduardo conoce o intuye la posición asumida por mí en relación a su fuga y su posterior unión a Mada. Incluso, puede que lo advierta al sopesar sus desconcertantes actuaciones: hacia 1938, cuando todavía no había huído de España, ya nos tenía casi abandonados. A veces se nos presentaba con algo de comida, pero poca cosa. Y, después, nos tuvo cerca de diez años sin prestarnos la mínima atención: ni moral ni financiera. Y no hay forma de compaginar estos hechos con un sentimiento verdadero de amor filial. Ambos no caben en el mismo saco porque no se soportan. Se trata de lo uno o lo otro. Y si he de aceptarlo, si deseo suavizar los impedimentos que se oponen a mi relación con mi padre, debo admitirlo así, sin encono. Además, si deseo estar en paz conmigo mismo y reconstruirme, debo eliminar esa actitud ceñuda y agria hacia él…
Cuando llegamos a la terminal en la Plaza de Neptuno, era muy tarde. Eduardo se fue a dormir a casa de uno de sus amigos y se despidió de nosotros sin pronunciar para nada el nombre de nuestra madre. Ni tan siquiera nos encargó que le demos un saludo a Soledad, o un decidla que la llamaré en cualquier momento para saludarla.
Absolutamente nada que me hiciera acariciar una pequeña esperanza.
—Ya nos veremos —dijo.
Mi hermana y yo regresamos a casa en el metro.
Ellos, cogieron un taxi…
No hay comentarios:
Publicar un comentario