De padre y muy señor mío (1)
Yo, de mi padre, Eduardo de Ontañón, no recibí nada: no recibí ni amor, ni obsequios, ni caricias. Lo único, el semen que infiltró en mi madre uno de aquellos días que se dieron un revolcón, depositando en ella el espermatozoide que la fertilizó de mí, pero él, aparte del regusto que le produjo la acción, no es probable que llevara la intención de crearme, de traerme a la vida. Yo fui el accidente, la contrariedad, el fastidio, el lado desagradable de la ley biológica. Claro, eso no quita que piense en él, en sus obsesiones, en sus desbarajustes mentales, en el desorden de sus neuronas, en sus fracasos espirituales y emocionales. Y que no acabe de explicármelo del todo.
El recuerdo más vivo que tengo suyo ocurre el día que regresó de México, casi 10 años después de haber salido pitando para aquel país en calidad de exiliado. Yo tenía 15 años y acudí con mi hermana Carmelina al aeropuerto de Barajas a recibirlo. Y al verlo me quedé atónito. Nunca hubiera sospechado que aquel hombre bajito y un tanto amanerado, que se mostraba nervioso y vacilante al otro lado del cristal, fuera mi padre. Medio calvo, de corta estatura, cabeza grande, algo desproporcionada en relación a su cuerpo, el párpado de su ojo izquierdo caído, vestido con cierta afectación, metido en un traje que parecía corresponder a una talla mayor, y con unos movimientos y una sonrisa estereotipada que producía la impresión de haber sido ensayada previamente. En realidad, en aquel momento se construía una escena que, por irreal y fantástica, parecía más propia del cine mudo. El asunto es que él, en esta tardía aparición suya en la escena de mi memoria, comenzó cayéndome mal desde un principio, y a partir de ese mismo momento comenzó a formarse en mí una gran decepción dado que la realidad contemplada por mis ojos era totalmente diferente de la que calculaba que contemplaría.
Hablaba con un policía y trataba de afirmar su charla con reiterados ademanes hiperbólicos que me recordaban a los de un director de orquesta. Intentaba convencer al funcionario de turno —que le observaba con una mirada ceñuda, que se podría clasificar entre la severidad y el desafecto— acerca de la finalidad y la legitimidad de su regreso, mientras, con mano algo temblorosa, exhibía un documento en el intento de dar veracidad a su discurso, documento que muy bien podía tratarse del mismo que Soledad, mi madre y todavía su legítima mujer (según las leyes de España de aquel momento, el divorcio no estaba permitido), le consiguió en el Ministerio de Justicia, en el cual se especificaba que no existían imputaciones en su contra ni por crímenes de guerra o por «delitos de sangre» y, por tanto, que estaba libre de cargos tanto en lo referente a hechos comunes como políticos. Es decir: que se le autorizaba a regresar sin mayores requisitos (aunque debía de presentarse quincenalmente en la Dirección General de Seguridad).
De cuando en cuando, levantaba la vista y me observaba con temor y curiosidad. Y me lanzaba una sonrisa que, a todas luces, resultaba forzada. Había en ella más incertidumbre que amor. En realidad, me produjo la impresión de no estar seguro acerca de la actitud que debía mantener hacia nosotros, y nos miraba a los dos, a mi hermana y a mi, con disimulo, de reojo, tal vez sopesando la postura que mantendríamos nosotros hacia él. Cuando nuestras miradas se cruzaban, me daba la impresión de que con su sonrisa no trataba de ser ni tan siquiera amable. No sabía cómo le resultaría a mi hermana, pero yo me resistía a devolvérsela. Me producía la impresión de que tenía un dolor la barriga y lo aguantaba lo mejor que podía para que no se le notara.
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