lunes, 16 de enero de 2012




Rosa

candida


Estrené un «Kindle» que me regalaron por Navidad, pero lo hice exteriorizando antes algunos reparos y aspavientos dedicados a vencer los prejuicios que me salían al paso (en principio me parecía horroroso prescindir del libro físico, con su olor a tinta nueva y a papel recién impreso; al doblado de una esquina de la página donde dejaba la lectura para continuarla después; o la desconsiderada desfachatez y libertad de marcar con rotulador amarillo o subrayar las frases y los pensamientos que despertaban mi interés, etc.). Pero, poniendo la boca en forma de media luna que reflejara mi sospecha, entré en la «máquina innovadora» leyendo una novela que había tratado de adquirir tiempo atrás sin conseguirla porque, en aquel momento, solo se vendía en España… Aunque, para sorpresa mía, la experiencia resultó prometedora se mire por donde se mire: el sistema de los libros electrónicos resulta intenso y envolvente, además de íntimo y solidario con el lector, y me ayudó a aceptar lo nuevo resolviendo de paso los prejuicios generados por la costumbre (claro, me pregunto en qué acabará mi estantería de libros cuando solo coloque en ella este módulo electrónico que puede llegar a albergar en sus entrañas cientos de títulos…). Por lo demás, el instrumento es un artilugio maravilloso y posee todas las ventajas del libro tradicional y alguna más.

Pero de este tema ya les hablaré otro día.

De lo que se trata ahora es de comentar la primera novela que leí en dicho aparato.

Antes de poseer el módulo electrónico, ya me había interesado por ella a pesar de no tener ninguna referencia clara de su autor —un islandés— ni de sus escritos, pero, he de confesarlo aunque me sonroje: me interesé por el libro al contemplar la plasticidad de su portada. Cuando se hace una portada tan bella es porque se ha obtenido la inspiración en el contenido del libro… Así que, después de deletrear no sin cierta dificultad el nombre de un autor tan exótico, Augur Ava Ólafsdótir, y sentir una atracción irresistible hacia un título que me pareció apasionante —Rosa candida (así, sin acento debido a que está expresado en latín)—, y aprovechando que Amazón/Kindle estaba promocionando la venta de su artilugio con 50 dólares de regalo, decidí adquirir el título mencionado en su versión electrónica (y ahí mismo me lo instalaron, sin salir de casa). Y, sobre todo, con la intención de probar.

Y, la verdad: no me arrepentí.

Leí la novela en cinco días consecutivos —a pesar de sus 300 páginas— y su historia me dejó «contusionado» —en mis contenidos espirituales, se entiende—, embebido, pensativo, y expresando bendiciones a un escritor que es capaz de crear tal maravilla con una historia sencilla, si cabe. Puedo asegurar que este es uno de los títulos que más ha influido en mi pensamiento literario y filosófico…

El libro refleja, sobre todo, una aceptación de la vida tal como es, un compromiso fiel con el comportamiento humano mediante la relación entre ellos de los habitante de un extraño pueblo meridional en el cual hay un monasterio y un jardín que en tiempos pasados fue una gran rosaleda y los monjes lo habían dejado morir… Con este suceso se simbolizan todas las fluctuaciones de la vida, y lo hace con gran lirismo y una sencillez de propósitos, una filosofía tan práctica y poética, una visión de la vida tan conmovedora para resolver infinidad de situaciones cotidianas y los conflictos del ser humano, que uno llega a pensar que así es como debía de ser la vida toda.

El protagonista es un hombre joven, jardinero, que viaja tres mil kilómetros (desde Islandia hasta una población del sur de Europa) para hacerse cargo de la rosaleda del monasterio, y narra algunos momentos claves de su vida: los recuerdos familiares, su participación fraternal y amorosa dentro de la familia, así como las singularidades de la vida diaria. Expone la relación con su madre recientemente fallecida (en un accidente de carretera) y en la forma que la «mantiene viva» tanto en el afecto como en la aplicación de sus enseñanzas… Va tanteando con sus pensamientos y mediante conversaciones con el abad del monasterio sus interrogantes sobre la vida, y esto se hace con cierto tono lacónico, sin emociones exageradas ni aspavientos, tanto lo malo como lo bueno, y sobre unos hechos importantes pero normales para el desarrollo de la vida (temas como el amor, la relación hombre-mujer y padres e hijos, las actitudes, la relación entre las personas, el respeto a las ideas ajenas, la filosofía aplicada a la vida de cada día, el amor a la naturaleza sin aspavientos, la alimentación —viene acompañado por toda una serie de recetas de cocina que son muy aprovechables para quien le guste el tema…).

Bien, hay muchos, muchísimos aspectos que comentar, pero lo iré haciendo sucesivamente.

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