miércoles, 4 de enero de 2012




Depresiones

y fastidios


A mi edad y viviendo solo como yo vivo —soy viudo desde hace casi once años—, es fácil caer en estados depresivos o, aunque no sean depresivos en la forma convencional, sí se pueden llamar «melancolías del alma». No me ocurren con frecuencia ni de forma repentina, sino que, sin apenas advertirlo, se comienza a decaer y se van considerando cada vez más fútiles la mayoría de las actividades «normales» de la vida; por ejemplo, el ejercicio intelectual, o la dedicación a las cosas del pensamiento profundo, siendo como son éstas una de mis más eficaces y sostenedoras aficiones. Además, poco a poco pero con intensidad creciente, se asume que ya no le queda a uno mucho camino por recorrer, ni se tiene nada importante que decir, y que cuando se dice algo, ya casi nadie le escucha… Entonces comienzo a descuidar el aseo personal y el de mi apartamento; o pierdo el interés en ver la televisión y hasta en leer o escuchar música, lo cual es un signo de que algo va mal, o que algo perturba mi conciencia… Y yo, que soy tan reacio a visitar médicos o entendidos en la materia, trato de salir adelante por mis propios medios, o poniendo toda mi confianza en los planteamientos de mi subconsciente y en mi capacidad íntima de reconstrucción. Inclusive, hasta llego a exponerle mis penas a mi amada Angelines (a veces, con resultados sorprendentes que alguno —yo me resisto— tacharían de milagrosos).

Pero estos estados, estos destellos malignos del alma o del corazón son los que me impulsan a interpretar que al final de la vida solo nos esperan las sombras o la disolución en el éter. Y, por favor, no lleves estas declaraciones por el camino de lo trágico porque trato de no mostrarme reacio de forma obcecada a admitir las creencias ajenas, pero yo al final de la vida sólo veo un vacío absoluto y un silencio permanente, un silencio eterno o, más bien, una desaparición molecular. Si hubiera un Dios que nos acogiera en su seno —como se asegura en tantas religiones—, la vejez sería distinta, es decir, nos esperaría otro final de la vida algo más amable y no éste tan bárbaramente perverso, tan excluyente, tan despectivo, tan desatento con el ser.

El otro día discutía con unos amigos acerca del tema. Y entre éstos los había de todo tipo —creyentes, medio creyentes y ateos del todo—, pero estaba uno —que era quien más hablaba y el que llevaba la voz cantante— con una obcecación que casi me daba envidia. Continuamente nos remitía a leer lo que dice el Nuevo Testamento respecto a Jesucristo, la Virgen María y los Apóstoles. Y yo le preguntaba: «Y el mismo que escribió eso también escribió que tanto Jesucristo como la Virgen ascendieron a los cielos en cuerpo y alma… O sea, quiero decir que si eso fuera cierto, y ellos fueran eternos, ambos estarán todavía vagando por el Paraíso, y tendrán necesidades primarias o físicas, como son comer, defecar, usar vestidos y ejercer otras obligaciones propias del cuerpo, y eso me lleva a pensar que cómo podrán suplir tales requisitos y a qué se dedicarán para llenar de alguna manera su inmensa soledad…» Mi amigo se quedó sin saber qué responder. Entonces otro de los presentes que estaba muy pensativo, manifestó: «Bueno, es que las cosas de Dios no hay que razonarlas, como haces tú. Si las razonas estás perdido. Hay que aceptarlas como te las cuentan aunque carezcan de toda lógica y, muchas veces, no tengan pies ni cabeza…».

Eso es lo que se llama «salirse por la tangente».

Y yo me preguntaba cuál sería la razón de que Dios o quien quiera que nos haya fabricado, nos haya traído a este mundo pero manteniéndonos tan ignorantes cuando, en realidad, se trata de nuestra propia vida, y no de la de él. ¿O tal vez sí? En realidad, podemos ser nosotros los que facilitamos su vida con nuestro pensamiento.


Urinario público en Amsterdan. Fotografía de mi hija Mónica

No hay comentarios:

Publicar un comentario