Pensándome a mí
En nuestros pensamientos, en nuestros sueños, no existen los vivos ni los muertos; solo hay unos seres que no siempre nos son conocidos y que se mueven en distintas direcciones, que hacen cosas la mayoría de ellas no previstas ni decididas por nosotros sino por ellos, aunque somos nosotros quienes las soñamos; ni reflejadas o acopladas a nuestros deseos, pero que están relacionadas con unas sensaciones inculcadas por lo que creemos beneficioso o práctico en nuestra vida «normal». Pero no deja de ser una versión amanerada, o acomodada a unos instrumentos que son el resultado de intereses, deseos, creencias y regulaciones preferentes y, a veces, opuestos a una posible realidad —bueno, siempre que esta realidad exista…—. Y me pregunto: ¿por qué mientras soñamos no podemos estar dando vida a un mundo, o a un engendro distinto del nuestro, perdido en otra dimensión, aunque sea tan descabalado como éste que nosotros juzgamos «normal», pero que no dejará de ser, en realidad, un mundo desconcertante y lleno de acciones vanas y surrealistas, como este en el que vivimos nosotros y que nos hemos introducido en él y tratamos de hacernos creer que ésta, la vida toda, es así, como nosotros la vivimos y la fundamos, aunque no sea el resultado de un proyecto basado en unas reglas determinadas, y que, si lo pensamos bien, podría haber sido muy diferente de como es.
Tengo un amigo médico neurólogo, muy sapiente él, con el que, a veces, entablo conversaciones de este tipo, o sea, entre filosóficas, fantásticas y científicas. Él es un hombre que vive dos vidas, una, la práctica y por la que recibe la retribución correspondiente —tan necesaria para la vida práctica—, y otra la vida de los encantos, de los sueños, la de la imaginación sin límites. Él es quien me decía que en la vida del pensamiento y de los sueños no se distingue entre vivos y muertos. En un momento determinado, el mismo valor podía tener en mi pensamiento él, que está vivo, como mi mujer, que yace muerta. Se trataría simplemente de dos seres que se mueven a mi alrededor y ejercen influencias sobre mi vida. Mi mujer, que ya va para doce años desde que murió, puede ser reproducida por mí, y pensada y creada como habitante en mis divagaciones. Con sueños intencionados o con mi imaginación puedo captarla y retenerla; verla cuando emitía esa leve sonrisa al estilo de Gioconda, o en el momento que me lanzaba aquellas miradas preñadas de amor y ternura, o cuando se reía con esa risa suya contagiosa con la que todos los presentes sentíamos ganas de reír. Al pensar en ella, la veo ahí, viva, conversadora, animada o mustia —muy pocas veces—; la veo dichosa, amorosa, feliz y triste, según el momento y el acontecimiento. ¿Y quien me dice a mí que al pensarla no la estoy resucitando o, mejor dicho, recreándola en otro plano diferente de este mío pero no de mi pensamiento? ¿No podemos ser usted y yo en este momento el producto de la imaginación de otros seres en otros mundos? Ella —eso no lo pongo en duda ni intento adivinar cual es el método usado por la Naturaleza para que ella venga a mí— está presente en mi vida de muchas maneras, lo mismo si se trata de figuraciones de mi mente o de imaginaciones de mis cerebros secundarios o de ese subconsciente que vive a mi servicio y yo al servicio de él, para ayudarme a soportar la vida sin ella… Lo que sea, pero no se puede ignorar que los mecanismos de la naturaleza operan cuando se les necesita…
Y es que esta vida nuestra tiene tantas fases, tantas manifestaciones… Yo, ahora, suelo quedarme embelesado viendo a mis nietos mientras se preparan para formar un día parte de la vida activa, de esa vida que es inapelable y que ellos la ven como algo único y necesario, como un acicate, como una razón de ser, como un estímulos para hacer, aprender y creer en las cosas que han de utilizar mañana, y abrirse paso con ellas, y ganar dinero, y adaptarse a la vida material y espiritualmente creyendo en esto y aquello, actitudes que a mí, ahora, a mi edad, me parecen superfluas, inútiles, una especie de obcecaciones sin sentido, de engaños de la naturaleza para hacernos funcionar y que funcione el mundo. Porque, si me fijo bien, ¿qué he construido yo en mi casi 80 años de vida? Mis hijos, mi principal y absolutamente magna obra. Entre ellos los habrá que estén agradecidos por haberlos traído al mundo; otros no tanto (no a todos nos gusta una vida que no hemos solicitado o a la que hemos accedido sin dar nuestro consentimiento). Pero, dejémoslo en eso: seis hijos mi principal obra y la de mi mujer… Es lo único que tiene permanencia y futuro y que es la única verdad de la vida. A veces pienso en esos miles de seres que me antecedieron, y que, sin saberlo ellos, fueron utilizados para que mis nietos, mis hijos y yo llegáramos a este mundo… ¿Qué más se puede pedir? Dentro de millones de combinaciones biológicas y sociales, el resultado feliz fuimos nosotros.
Y otra de las razones de la vida es hacernos sentir el amor.
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