domingo, 1 de enero de 2012




¡Navidad, Navidad,

blanca Navidad…!


Es casi imposible no verse envuelto de manera directa o indirecta en las celebraciones navideñas. Incluso, aunque ya estas fiestas no signifiquen nada para uno y las rehuya. Aunque eso no quiere decir que el acto de participar —por más que sea a la fuerza— pueda significar un desdoro… Claro que, se vea por donde se vea, estas fechas parecen más apropiadas para los niños. A los adultos lo único que les crean son gastos y trabajos extras. Y con los más mayores ni se diga. Dentro de esa decepción que sufren por su edad avanzada, y cuando la ilusión que se suele dar a los mitos y las leyendas ya ha desaparecido de sus corazones, estas fiestas solo significan fastidios, desganas y sinsabores. Aunque ellos, a veces, se empeñen en simular otra cosa…

Cuando yo era niño, dado que se vivían tiempos difíciles, apenas disfruté las Navidades, los Reyes Magos y las demás conmemoraciones derivadas a ellos. Primero, del 36 al 39, sufrimos la guerra de España; y, a continuación, del 40 al 44, se vivió la segunda guerra mundial. Y siete años de guerra en sucesión de continuidad se comen la vida significada para cualquier niño. ¡Ah! y después, en España, se padecieron las calamidades de la posguerra, con las consiguientes restricciones de alimentos y enseres domésticos, como ropa, zapatos, juguetes y golosinas… Además, mi familia estaba en la ruina, y ese era el mayor inconveniente… Porque, a pesar de todo, yo sí veía impasible lo que mis primos disfrutaban en esos días y los regalos que recibían.

A pesar de que mi vida no funcionaba muy bien desde el punto de vista convencional, yo no era un niño envidioso ni receloso, y aceptaba mi situación como algo natural; además, por nada del mundo se me ocurría echarle la culpa a los otros. Cuando eres niño y dependes de tus mayores, nunca te quejas, sino que aceptas la situación como fatalidades inevitables y tienes esperanzas de que más pronto o más tarde las cosas se arreglen, o piensas: «Cuando yo sea mayor voy a hacer esto y aquello…». Y era tan grande mi ilusión por el futuro que no sufría mucho por la situación presente. Además, como era un niño bastante despierto, sabía lo que tenía que hacer para abrirme paso. Hubo dos años que me dediqué a montar nacimientos a algunas familias conocidas y pudientes. Instalaba luces dentro de las casitas; hacía montañas arrugando papel de estraza, y luego pintando las cumbres con pintura blanca de forma que pareciera nieve; colocaba las figuritas más pequeñas en las zonas más alejadas, y las más grandes en las zonas cercanas y así aumentaba la perspectiva; a veces, si la familia que me lo encargaba tenía posibilidades económicas y aceptaba un sobreprecio, aplicaba un pequeño motor y hacía que el agua de los ríos circulara, y hasta solía incluir alguna cascada en los puntos estratégicos. Total, a razón de 50 pesetas por nacimiento, me solía ganar unas 100 o 150 pesetas cada navidad. Claro, el compromiso mío incluía ayudar a recogerlo una vez concluidas las fiestas.

Debo decir que antes, estos recuerdos no me hacían daño. Incluso me divertían. Pero hora, cuando soy mayor, al pensar en aquellos días, el corazón se me rompe un poco. Yo siempre me sentí un niño extraño, muy distinto de los demás. O sea, como si hubiese venido de otra galaxia. Veía a los otros niños de mi edad divertirse con objetos que para mí no significaban nada. Y yo me limitaba a mirarles pero no tenía muchos deseos de poseer sus juguetes. Me gustaban más las cosas de verdad. Un día, cuando vivía en casa de mi tía Clemen y tenía unos doce años (hacía poco que me habían sacado del colegio interno donde estuve), en el momento que estaba en el baño sentado sobre el inodoro haciendo mis necesidades, entró en el baño un primo mío bastante mayor que yo y me dijo de forma tajante y con cierta crueldad que los reyes eran los padres. Cuando, en aquel momento faltaban unos tres o cuatro días para el día de Reyes, que es cuando las fiestas de Navidad tenían su mejor significado. Yo ya lo sabía, pero me hacía el tonto. Lo que me indignó más fue que viniera a decírmelo cuando faltaban tres días y yo ya había escrito mi carta. ¡Podía haber esperado a que pasaran las fiestas!

Pero no. Lo que se pretendía era ahorrarse el regalo de forma tajante aunque rompiera el alma de un niño…

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