lunes, 9 de enero de 2012





Sensibilidad y madurez


Aunque estoy absolutamente convencido de que la existencia del amor en su versión espiritual o emocional —firme—, está presente en nosotros como un sentimiento natural, y tiendo a hablar con frecuencia y entusiasmo de su calidad y categoría como una actitud primaria, no puedo presumir de habérmelo aplicado a mí mismo en todo momento. Diría que para alcanzar cotas importantes en este sentimiento se requiere un índice consistente en la madurez y una fuerte dosis de sensibilidad creativa. Y yo, que si bien me considero un individuo muy inclinado a la manifestación espiritual, puedo decir que en el desarrollo de estas premisas, fui antes un ser sensible que maduro. Aunque puede que mi demora en madurar se debiera a las guerras que viví: la de España y la Segunda Mundial, y la situación que éstas produjeron en el seno de mi «familia» —si es que puedo denominar así a mi desbaratado grupo atávico—, que me impidió asimilar durante mucho tiempo el compromiso veraz como norma, obligándome a asumir mis responsabilidades con cierto retraso y hasta cierto punto un cúmulo de sentimientos desperdigados. Me agarro a que hubo en mi «formación» inadecuadas e injustas circunstancias sociales que tuve que soportar, como la planteada por la ausencia de mi padre y la falta de una educación académica, cuya escasez fue padecida intensamente y tuvo consecuencias un tanto desastrosas. Anomalías que retrasaron no solo mi condición moral, sino mis conceptos filosóficos y éticos aplicados a mi vida.

Durante muchos años tuve que alimentar mi fervor a base de fantasías, lo que me convirtió en víctima de una casi permanente inconformidad y falta de compromisos, que me obligaron a ser objeto de represiones que, en muchos casos, pueden ser descritas como violentas (verbalmente, se entiende). Por lo tanto, para apuntalar mi personalidad, debí comenzar por establecer mis metas un poco a lo loco, aún sabiendo que, en mis condiciones (económicas y sociales), era poco probable que las alcanzara.

Pero, analizando este asunto a fondo, me pregunto: ¿para qué y por qué nos han sido dados por la Naturaleza la atracción mutua, el sentimiento del amor? Pienso que por dos razones: para que procreemos con el fin de que la especie animal no solo no perezca sino que se multiplique, y para que seamos capaces de desarrollar y complementar esa multiplicación del ser dotándolo de unos sentimientos más depurados y más justos, unidos a la función humana compuesta por el complejo educativo y evolutivo de pareceres nacidos en la mutua convivencia de una mujer y un hombre. Yo creo que ambos propósitos constituyen la composición de la vida: uno, para que se efectúe la multiplicación del ser y, dos, para que se realicen los efectos espirituales que exige nuestra naturaleza. No guardo en mi corazón ningún sentimiento de homofobia, pero entiendo que las uniones entre homosexuales no entra en estos planes de la Naturaleza, por lo menos en lo que respecta a la multiplicación de la especie y a la devoción espiritual de una pareja formada por hombre y mujer… En teoría, al menos, el desarrollo natural en la evolución del ser se fortifica solo con la unión de seres de distinto género, en el sentido de que ambos se complementan y se pueden sentir capaces de construir una familia, además de refugiarse en sentimientos complementarios.

Yo, ahora, en mi edad tardía, cuando estoy viviendo el último tramo de mi vida, anhelo de una forma perentoria el intercambio amoroso con mi esposa fallecida, y digo «amoroso», refiriéndome al entendimiento espiritual y la convivencia entre dos seres que se complementaban muy bien tanto mental como biológicamente. Pero me siento obligado a describir que mi relación con Angelines fue más intensa, más fraterna, más íntima en la edad madura que en los primeros tiempos de nuestra relación. Los primeros diez años de casados, sin dejar de ser glamourosos e intensos, estuvieron plagados de significados externos y de figuras amables pero superficiales (esto debido a que yo pasaba aún por esa etapa de inmadurez que acabo de mencionar). Y me sentía muy atraído por motivaciones y experiencias ajenas a mi matrimonio… Después entendí plenamente que la fidelidad y el compromiso eran unos de las actitudes más propias y veraces de la composición humana. Y me remití a ello con devoción.

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