domingo, 27 de noviembre de 2011


El halago como actitud


En estos días, tan entregado como estoy a analizar mi personalidad, he descubierto que no poseo actitudes lisonjeras. O sea, que no soy muy dado a alabar a los demás. Descubrimiento que me ha causado una intensa consternación. Lo único que amortigua el golpe es que, en dirección contraria, tampoco suelo recibir —ni reclamar— alabanzas dedicadas a mí. Bueno, la verdad es que tampoco yo las busco ni pongo el menor interés en recibirlas… Pero es curioso, porque siempre fui un trabajador bien retribuido y altamente solicitada mi participación en aquellos frentes donde presté mi colaboración. Se ve que mi personalidad no es propensa a dar ni recibir alabanzas.

No sé. Esta falta de sensibilidad hacia la validez del halago, puede ser genética, o una «costumbre» familiar, porque no recuerdo ninguna frase para darme ánimo o mostrarme afecto procedente de mis padres.

Al desbarajustado mundo familiar del cual procedo cabría denominarlo como «reino del desamor» (bueno, la verdad es que estuvo muy mezclado con guerras, con escasez de medios y las desatenciones consiguientes). Pero, solo hay que echar un vistazo a la falta de entendimiento entre mis padres y sus lamentables e inexplicables conceptos respecto al significado de un hijo y las atenciones morales que requiere. ¿Y a qué viene esto? Pues no sé. Yo que me creía libre de heridas o que, de tenerlas, pensaba que ya estaban cicatrizadas, ahora, en la edad tardía, al evocar mi pasado, al analizar los hechos que influyeron de forma determinante en mi vida de niño y adolescente, siento que el velo tras el que, instintivamente, pretendía ocultar la desolación, se ha descorrido y ha dejado al descubierto todos los fantasmas que la poblaron. Y me doy en considerar que nunca dejaron de atormentarme, nunca se alejaron de mí por más que volviera la cara hacia otro lado y me negara a verlos. ¿Qué carencias, qué estigmas han supuesto para mi vida tantos aportes negativos, además de vivir de forma permanente en la sensación de ser un advenedizo, un hijo no deseado, un inoportuno?

Por ejemplo, no recuerdo haber recibido nunca esas muestras de cariño que todo hijo espera de su madre: una caricia, el beso de las buenas noches, la felicitación por los logros alcanzados, el amor de una mirada, la estimulante alabanza, la emoción de una lágrima derramada por mí, o recibir ánimos para alcanzar ciertas metas… Todo eso me fue negado. Sólo censuras relacionadas con mi comportamiento, malos augurios, vaticinio de desventuradas acciones, comparaciones aborrecibles, desaprobaciones permanentes. Cuando mi madre lloraba, no lo hacía por mí, sino por ella misma, por su incapacidad frente al mundo, por su inconsolable papel de víctima en el que en el fondo se complacía. Mientras, yo, no pasé de ser el hijo postergado, abandonado a su soledad, al «arréglatelas como puedas», a la censura preparada para soltármela al primer descuido.

En cuanto a mi padre, prófugo tras la guerra, aún considerando que existiera una razón que justificara su huida, ¿qué disculpa puede amparar al hecho de negarme todo el apoyo moral requerido para mi desarrollo como persona, algo que me pudo haber inculcado aún desde el lugar de su destierro? Fue así como me vi obligado a vivir envuelto en la inseguridad y el desaliento, en la timidez inactiva, en la inestabilidad del desarraigo, en la protesta silenciosa pero permanente. Tuve que inventarme mi vida, agarrarme a ciertas ilusiones y fantasías. Y me pregunto, ¿qué deficiencias ha podido imponerme el hecho de no contar con una acción de mis progenitores que me sirva como ejemplo para trasladársela a mis hijos? ¿Qué efectos podrá haber producido en mi persona el no haber podido echar mano de expresiones como «mi padre siempre me decía…» o «el amor de mi madre tuvo en mi vida tal o cual significado…» Es indudable que entre mis abuelos y yo existió un vacío, un vacío abismal, una laguna de angustias e insatisfacciones, de desilusiones y desánimos, tantos que me vi obligado a adoptar el papel de iniciador o pionero en la vía sucesoria de mi árbol genealógico, y no hago esta declaración, ciertamente rimbombante, para echármelas de ser un «sangre azul»: solo la utilizo con fines gráficos y no con presunciones aristocráticas.

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